Sincronicé nuestros
relojes y varié mis horarios para coincidir con ella, ahora la veo
cada día en el crepúsculo y al alba. La ventana de su dormitorio, a
escasos metros de la mía, coexisten a la misma altura del patio
interior del edificio. La única diferencia que nos separa es que a
ella no le importa desnudarse con la persiana subida. No tiene
cortinas, no tiene nada que ocultar.
Su cuerpo, pasados
los treinta, es aún más perfecto que en la juventud primera.
Altura, 1,70. Peso, calculo, unos 65 kilos repartidos en correcta
armonía. Su piel pálida como la nieve destacando el rosado de sus
labios. Unos ojos negros en los que me perdería. Sus pechos firmes y
redondeados marcan el inicio de la curvatura del resto de su
anatomía.
En las noches en las
que duerme sola, antes de meterse en la cama, repasa despacio su
figura con aceite de almendras. En una única caricia recorre cada
rincón de su cuerpo. No tiene ni una sola marca, lunar o cicatriz;
jamás ningún artista retrató similar belleza. A la mañana
siguiente aún permanece su aroma, dulce e intenso, marcando la hora
del despertar de mi sexo. Oculto tras el estor, la observo desnuda
frente al espejo. Dice algo entre susurros, siempre las mismas
palabras, pero aún no he sido capaz de entenderla.
El resto del día es
una completa desconocida. Nunca me la he cruzado por la escalera ni
he coincidido con ella en el ascensor. Las vecinas hablan con sus
lenguas maldicientes, movidas por la ignorancia y la envidia. Nadie
sabe a qué se dedica, ni siquiera su nombre pues en el buzón aún
rezan los datos del propietario de la vivienda. No tiene horarios
fijos ni única compañía. Eso lo sé bien, conozco a sus amantes,
siempre distintos.
En las noches en las
que duerme acompañada la rutina es bien distinta. Es la pareja quien
la desnuda y recorre cada curva, quien en apasionado afán la toma
entre sus brazos y en desbocado frenesí la hace suya. Quisiera decir
que entonces evito mirarla, pero no puedo. Quisiera ser cada uno de
ellos y amarla cada noche hasta que nos rindiera el cansancio. La
odio tanto como la deseo... A la mañana siguiente, ella se levanta
cuando el hombre ya se ha marchado, pero hay algo que me confunde: su
cuerpo ya no es lienzo en blanco, en cada aventura queda marcado por
diferentes tatuajes. En líneas perfectamente definidas su piel
descubre los anhelos de quien la conquistó y en su espalda, en
terrible profecía, su muerte. Es entonces cuando vuelve a huntarse
con el aciete, haciendo desaparecer las marcas, transformando su
maldición en tatuajes invisibles.
Esta mañana me
descubrió observándola y se quedó quieta, manteniendo la mirada.
Un segundo después, sobre su pecho, a la altura del corazón,
apareció su rostro esbozado. Supo entonces que yo la amaba sin
haberla tocado nunca, conoció mi más profundo deseo que es ella y
recé porque no se diera la vuelta.
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