miércoles, 30 de noviembre de 2011

Amada

Entradas, salidas,
Idas y venidas de los desventurados
Que esperan heredar la tierra.
Somos pasajeros del tiempo
Evadiendo las salidas,
Porque la muerte ha de llegar,
Espera en cada esquina.
¿Quién será el siguiente, dime?
¿No tienes curiosidad?

Te quedaste quieta y se paró mi alma.
Respirar despacio no alivia,
Solo enrojece a los que no saben mentir.
Y habrá palabras, siempre palabras,
Que nos guíen hacia el vacío
De cada estrofa,
De cada verso vertido sin medida,
Sin rima ni anexo.
Perderemos letras en cada silencio
Que ahora dicten estas líneas.

¿Qué mezcla hay peor
Que la impaciencia y el deseo?
Se golpean contra el viento
Agitados por las olas.
Se arrojan a los espacios en blanco
Queriendo cubrirlos por completo.
Si queda algún hueco,
Alojaré mi corazón en ese obscuro desierto.
Habrá manadas de lobos hambrientos.
Defenderé mi vida hasta el último aliento,
Evitaré las heridas y gritaré
Que fui un loco enamorado
De lo poco que me diste.
Tu aroma, tu frescor,
Esa sonrisa que guiaba el tono de mi voz.
Verte dormir enroscada
Como un gato de siesta,
Ver tu cuerpo de sinuosa estampa
Y el ritmo de tus latidos consonantes.

¿Acaso te dije «te quiero» en exceso?
¿Pequé de inconsciencia?
No desveles mi secreto.
Jamás digas que fui un objeto,
Tu mirada me decía que era bien amado
Y hubiera claudicado, lo juro,
Si me hubieras dejado.
Pero me olvidas y muero.

¿Quién me obliga a seguir adelante?
No quiero ser caballero andante.
De triste figura en boscosa soledad.
Me conformaba con ser hormiga
Y pasarme la eternidad en hiriente rutina.
Que si salgo de ella,
Olvidaré el camino de vuelta
A tus manos tan queridas.
Pero, ¿me aceptarás de nuevo en tu vida?

¿Cómo...?
¿Has olvidado mi nombre?
No oíre la llamada.
Me perderé de nuevo
En la temida esperanza
Creyéndome tuyo y tú mía
Sin tenerte cerca.
Enredaré mi pelo para cegarme,
Arderé en el infierno si hace falta
Con tal de arrancar las heridas
Que me diste en regalo.
Y seguiría esperando presentes
Hasta que acabara esta calvario.

Mas el destino de inseguro paso
Se empeña en guiarme hacia delante.
Habré de ser fuerte,
No esperar más tarde de la una
Para amarrarme a tu senda
En tenue y frágil dependencia.

Gírate, necesito verte.
Pronúnciame otra vez, despacio,
Que disfrute de tu boca.
Dame la oportunidad de seguirte
Más allá del espacio de extraños.
Descúbreme en la niebla
Que ahora ciega tu juicio.

Enormes perras nos persiguen.
Deben alimentar a sus crías.
Desconfían de las sombras frías
Que dejamos al contrario.
En la última batalla
Me desraizaron dos dedos.
Perdí la guía hasta tu casa y la paz.
Ahora solo bebo cascadas.

La tinta de mi pluma escasea
Y mi falta me delata.
Acabar cada fragmento
De esta vergüenza póstuma
Me cuesta el último esfuerzo.
Antes de acabar de leerme
Me habré perdido en olvido,
Borrado de tu recuerdo.
Pero antes de marcharme
En compañía de la parca
Déjame decir «te quise».

La receta

―Eucaliptus y berenjenas. ―Dijo completamente convencida.
―¡Venga, hombre! No te lo crees ni tú.
―Que sí, te lo aseguro, que lo he leído en un blog.
―¿En cuál, en el de la bruja Lola?
No le importaba lo ridículo que sonara, ni siquiera que se convirtiera en el blanco de todos los chistes de su mejor amiga. La información la había encontrado en un post con muchísimas visitas; claro, que tampoco se paró a indagar en la veracidad de los datos, el autor o la base científca que mantuviera aquella cuestión.
Había apuntado en una hoja todos los ingredientes: eucaliptus y berenjenas, un poco de agua para cocción y paciencia. El mejunge requería su maña, el tiempo adecuado para cada momento y mucha, mucha paciencia. Lo más ridículo de aquel ritual era la lectura en alto, una vez detrás de otra, de la leyenda en cuestión a la vez que se santiguaba en cada punto y final. Casi dos horas de conjuros y magia en la escasa cocina del apartamento con la única iluminación de veinte velas rojas de un tamaño considerable. «Con lo que ha costado la cera bien podía haber comprado un par de bombillas de bajo consumo», pensaba entre líneas.
Coló aquel caldo de color un tanto extraño. La mezcla de aromas le parecía vomitivo, solo pensar en comer aquello le resultaba complicado, pero haciendo de trispas corazón y una pinza en la nariz, consiguió homogeneizar la mezcla con la ayuda de la batidora. Hubiera jurado que cuando metía el acero, mil mariposas salían volando; aunque más bien era su conciencia la que disimulaba los gotazos de la papilla que estaba fabricando.
El siguiente paso era guardar las gachas en tres tupper de distinto color: uno rojo para el corazón, otro verde para la esperanza y el tercero en discordia, negro para la muerte. Este último jamás debía abrirlo así que lo aseguró con loctite y lo escondió al fondo del armario que menos usaba. Los otros dos debía conservarlos durante un mes en el frigorífico cambiándolos a diario de orden, uno arriba y otro abajo.
Cada vez que su amiga la visitaba sentía la tentación de abrir los recipientes, pero como un rayo la propietaria se abalanzaba y los protegía como una fiera cuida a sus cachorros.
―Chica, que no te los voy a quitar...
―Los defenderé con mi vida, si hace falta. ―Argumentaba exaltada.
Treinta jornadas pasaron y su suerte no cambió ni un ápice. El último día volvió a encender los cirios y a preparar todo el repertorio de tonterías. El momento decisivo había llegado. Los nervios la tenían en tensión, su corazón latía descontrolado y tras tanta esperanza invertida en la solución, decidió ser valiente y abrir las tapas de plástico.
―¡Mierda!, ―exclamó a voz en grito―, la mezcla se ha estropeado, no puede ser...
El olor era insoportable y solo la visión de la vida emergente era desoladora.
―¡Denunciaré a Tupperware!

martes, 29 de noviembre de 2011

Entre los dos

Resuenan tus palabras
En eco desgarrador.
Soy, seremos siempre,
Uno más unos, dos.

No más pasos que nos miren
Ni lenguas maliciosas
Pues somos amantes
Tatuados en rosas.

Que corran los insensatos
Que huyen del amor.
Ciegos de rabia y miedo
A sentirnos en calor.

Porque somos invisibles.
No habrá domador
Que domine los caballos
De nuestro corazón.

Desnúdame despacio.
Sintamos en silencios
El pulso descontrolado
en cada gesto, en cada abrazo.

Y olvídame despacio
Tanto como te quiero yo.
Escucha la música
Que nos dicta el no amor.

Somos marionetas
Del silencio abrasador.
Seremos libres
En el último adiós.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Mi estresante vida como ama de casa


Entre todas las obligaciones de casa, la que más pereza me da es fregar los cacharros. Tengo pocos: seis cubiertos de cada y un juego de platos de distinto tamaño, sin contar las escasas cazuelas que apenas utilizo, y mis tazas de gatos, imprescindibles para el café de cualquier hora. Agoto las herramientas hasta que no me queda más remedio que sacar el estropajo y el lavavajillas; siempre suele ser el viernes, rozando el fin de semana. Me consuela pensar que el sábado y el domingo solo fregaré las tazas pues siempre como fuera o me acoplo a la cena en casa de mi hermana.
Esta tarea se convierte desde el primer momento en todo un acto planificado hasta el último detalle. ―La NASA debería ficharme, se me da genial jugar al tetris ―, y es que entre colocar los platos por tamaño, los vasos por forma, los cubiertos por tipo y las tazas por color, el entretenimiento está asegurado. Llenar la pila de agua bien calentita consuela las manos con este frío, eso es lo único que me gusta. Una vez iniciado el proceso, en el momento de aclarado, debo determinar el sitio adecuado en el escurreplatos. «El tamaño importa, claro que importa», me digo siempre. Los vasos abajo, los platos por orden volumétrico arriba, y el resto en el escurridor comprado para el caso; y una vez terminado, el ritual de enjuagado del estropajo y la bayeta, todo un arte, aprovechando cada movimiento para dejarlo todo perfecto, sin muestra alguna de mi paso por la cocina. Todo en su sitio, correctamente estructurado.
El problema es que la limpieza nunca acaba ahí, siempre hay unas migas que recoger o una bolsa que doblar. Así que, como todo en esta vida, es cuestión de empezar; así, el resto de la tarde del viernes la dedico a recoger, barrer, colocar, fregar, secar... Y cuando quiero darme cuenta, llega la hora de planchar.
¡Planchar! Siempre me pregunto porqué la investigación se dedica a generar sandías cuadradas pudiendo inventar el teletransportín (esas máquinas del diablo) o una máquina que te deje la ropa impecable nada más sacarla de la lavadora. No se puede tener todo... Además es la excusa perfecta para ver cualquier película de la sobremesa. Y de nuevo el ritual: mover el sofá, sacar la tabla ajustándola a la altura adecuada, preparar el agua destilada y la plancha. ¿Y la ropa? Primero las camisetas de manga corta, luego las de larga, jerseis y chaquetas, después los pantalones y para el final, sábanas y toallas. Como poco me esperan un par de horas de escuadra y cartabón para dejarlo todo matemáticamente doblado, y eso contando con que la programación sea de mi agrado.
Todo un viernes de tareas domésticas para acabar rendida en el sofá, escuchando la radio o leyendo algún libro. «Tengo que meterle mano al puzzle... Qué pereza, con el frío que hace, mejor mañana cuando saque un hueco». Si alguien quiere visitarme, el día perfecto es en fin de semana.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Para mi Pollo particular

Lo reconozco, me ha gustado volver a verte :-)
Ver tu cara de sueño, tu sonrisa y esa camisa de cuadros... Me he sentido cómoda ―ya no tengo nada que perder, de eso me encargué hace tiempo―, aunque hayan sido apenas unos minutos.
Pero es algo extraño; justo después de la despedida tu rostro se ha borrado de mi mente. Supongo que es esa pared invisible que hemos construido entre ambos, ese algo que no surgió y que sigue atolondrado, disperso entre las horas que convivimos. Y, sin embargo, compartimos ventanas y mensajes en una verbosidad confusa, sin entrar en detalles de cada tema y hablando de todo un poco, ¿no es eso lo que hacen los amigos?
Pregunta siempre, lo que quieras; tengo respuesta para casi todo y si no, «Burgos».
Te guardo en mi cajón desastre de recuerdos, en la parte de los buenos, pues tras el examen de conciencia asumo mi responsabilidad y el consiguiente aflojón de lo que no terminó de ser. Ya... Me dirás que no lo repita, pero no lo puedo evitar. Me pillaste en mal momento; ahora te invitaba a una caña encantada si me dejaras, si te dejaras. De hecho, dejaría de fumar para el evento :-P
Y en este pedacito de amor delirante, en los restos de aquel «te quiero un poco», agoto cada minuto que pasa la esperanza, pues en la inmensidad de mi estupidez sigue quedando un ínfimo hilo que me atará a ti siempre. Has sido el primero, el único, que me ha dicho ciertas cosas; me diste el empujón que necesitaba para volver a ser persona, a valorarme y a quererme un poco más. Por eso y otras cosas, te estaré siempre agradecida.
Así que, lo reconozco, eres lo que más he querido durante un breve espacio de mi vida.

Modestia a parte

Lo confieso, soy mejor escritora que persona.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Volver a la soledad

Silencio...
No digas nada, no hables.
Quisiera olvidar tu voz.
No me mires, cierra los ojos.
Ahora solo quiero rescatarme,
Volver al silencio que es tan mío
A mis ojos de verde olivo.
Sentir de nuevo el frío
de mi corazón valdío.
Parte raudo hacia mis recuerdos.
Déjame alojarte en mi álbum
Como las olas que se lleva la mar,
Con el silencio de tus palabras,
En los años que quedaron atrás.

Agotaré la esperanza
Pues no tengo más nada
Que esperar a la parca.
Y entre tanto, entre versos,
Verteré las pocas saladas
Que aún nacen de mi alma.

Rendición

He recuperado la triste idea de acabar con mi vida. Creía superado el miedo a mi propia existencia, pero me he visto de nuevo pequeña, insignificante y con las manos vacías. He rescatado la lista de suicidios que entre una amiga y yo elaboramos hace años; muertes sin dolor hay pocas. Consultaré en Google e iré planificando. Haré repaso de mis cosas, dejaré por escrito lo que deberían hacer con ellas y, porqué no, con mi cuerpo deshabitado.
Se me agota la esperanza, me he cansado de no encontrar lo que añoro, abandono la búsqueda, me rindo a la evidencia.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La memoria de las piedras


Desde que llegó al pueblo, Andrea solo veía aburrimiento por todas partes. Había dejado lejos a sus amigas y las compañeras del colegio. No le entusiasmaba nada tener que ayudar todas las tardes a su abuelo en el huerto, pero después de los deberes no le quedaba mucho más que hacer. Cuando terminaba de recoger los libros y cuadernos, se preparaba la ropa de campo y las botas de plástico. Era otoño y en aquella zona la lluvia no cesaba en todo el día. Los primeros viajes los hizo en coche hasta que sus padres supieron de un camino más corto que la niña podía hacer ella sola.
La primera vez que Andrea recorrió el muro fue acompañada, estuvo todo el tiempo quejándose: que si está muy lejos, que si estaba cansada, que si tenía frío... Cualquier excusa era buena para intentar convencer a los mayores de que la llevaran en coche o, mejor aún, a cuestas. A la vuelta la acompañó su abuela aprovechando que tenía que recoger un puchero para preparar la comida del día siguiente. Tuvo suerte, con la llegada del fin de semana y la visita de la familia, se ahorró la pesada tarea de recoger patatas ahorrándose el primer viaje sola. Pero llegó el lunes y tras la tarea tuvo que colocarse la ropa adecuada y abrigarse más de la cuenta.
―Andrea, deja de quejarte y ponte el gorro de lana.
―Pero mamá, no me gusta, hace frío, no quiero ir...
De poco valieron todos sus lamentos. Su madre la acompañó para cruzar la carretera. «Te espero aquí mismo a las siete y media»; sin añadir más la mujer la besó con cariño en la frente y esperó a que la niña iniciara el camino. Romoloneó, dudó, anduvo casi a tientas; se volvió una única vez para comprobar su «la Jefa», como le gustaba llamarla, seguía allí. Ya se había marchado; pensó en desandar lo avanzado, pero cruzar sola le daba miedo. «Tendré que ir irremediablemente a casa del abuelo».
Bordeando todo lo largo del muro de piedra de la antigua fábrica de harina que ahora estaba abandonada, se llegaba en un periquete al huerto. Al otro lado del camino, se habría un bosque de tímidos árboles al principio, pero que más allá de tres o cuatro metros impedían ver el fondo. El camino era una antigua calzada romana que el tiempo había respetado bastante. Entre las huecos nacían margaritas y otras flores que no conocía, recogió todas las que le cupieron en la mano y ya un poco más relajada, fue canturreando el resto del viaje. A la altura en la que pared dejaba parte de las ruinas al descubierto, Andrea se detuvo y observó una piedra que era distinta al resto: pequeña y redondeada, del tamaño de su puño cerrado. Le dio una patada y fue a parar entre los árboles. Se sentó un rato a deshojar las flores: «Me quiere, no me quiere, me quiere... ¡No me quiere! La próxima vez pensaré en papá». Cuando apenas le quedaban un puñado, decidió guardarlas para la vuelta.
Llegó al fin a su destino. La tarde pasó rápido, su abuelo le tenía preparadas varias tareas que, a su pesar, le resultaron divertidas. Cuando dieron las siete su abuela la avisó para que fuera recogiendo y volvió de nuevo al camino a encontrarse con la Jefa. Aún no había caído la tarde del todo, pero con la lluvia amenazando se veía más bien poco. Andrea sacó la linterna que su madre le había metido en el bolsillo y empezó a caminar. A la misma altura que la ida, la niña volvió a encontrar la piedra... «Qué raro, parece la misma de antes», y volvió a puntearla yendo a caer de nuevo a la espesura. No le dio más importancia.
Durante los viajes de esa semana, entre la lluvia y las flores, dedicándole cada día una nueva canción al muro y pintando sobre la superficie alguna que otra sonrisa, la piedra aparecía siempre en el mismo sitio a la ida y la vuelta. La niña, extrañada, miraba siempre alrededor temiendo que alguien la espiara y siempre la misma rutina: patada y continuar el camino sin volver la vista atrás. El viernes, decidió coger la piedra y echársela al bolsillo. «¿Igual son los duendes o las hadas? La abuela me dijo que antiguamente había seres fantásticos que habitaban estas tierras», le hacía ilusión pensar que se trataba de eso, se sentía como protagonista de un cuento. No volvió a acordarse de su «tesoro» hasta que, de vuelta a casa, apareció en el suelo de nuevo, entonces se echó mano al bolsillo... ¡No estaba! Por primera vez sintió miedo, echó a correr dejando caer las flores que había recogido hasta el momento. Cuando llegó a casa les contó a sus padres, no sin dificultades hasta que hubo recuperado el aliento, de todos sus viajes durante esa semana a casa de los abuelos. En su narración intercalaba canciones, las dudas que despertaba el deshojar de las margaritas, las caras pintadas con ceras sobre las paredes y los muchos charcos que tenía que sortear en cada viaje y, sobre todo, sus encuentros constantes con la piedra.
―Papá, de verdad, te juro que es la misma. Hoy me la eché al bolsillo y a la vuelta...
―Cariño es imposible, serán otras parecidas movidas por el viento, o quizá alguien que pase por allí que la golpee en dirección contraria volviendo a su sitio inicial.
―No te rías de mí, sabes que en el bosque solo hay hadas y duendes.
Sus padres no entendían su historia, pero el miedo que Andrea transmitía en la mirada les hizo tomar la decisión de volver a llevarla en coche. A la mañana siguiente la piedra apareció sobre su mesita sujetando un trozo de papel con una nota escrita; la niña, indecisa entre la sorpresa y el miedo, leyó en alto:
«Si tú no vuelves, no habrá quien nos recuerde. Las piedras.»

La futilidad del tiempo

¿Qué es una vida entera
Cuando de un tiempo a esta parte
Solo nos importan las horas?

Y si solo son minutos
En suma y descontando
Hablaré de la futilidad del tiempo.

Pues es inútil esperar,
Algo nimio o importante.
Ya no habrá cambio de hora.

Disfrutemos de cada segundo
Que nos regala el momento
De sabernos y encontrarnos.

Y mientras tanto, porqué no,
Déjame que te dedique
Otras cuantas sonrisas.

Ya no hay quien detenga
Las agujas del reloj empeñadas
En marcar los latidos del corazón.

No mires más el calendario.
Es innecesario, inevitable,
Habrá de llegar el momento.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Día de Reyes


Alicia esperaba con impaciencia la llegada de los Reyes Magos, pero no la Noche sino el día, lo tenía claro desde hacía tiempo, el día clave es el 6. Tenía ya un ritual instaurado: levantarse la primera, ir sin hacer ruido al salón, asegurarse de que en la bandeja quedaba algún polvorón, encender las luces del abeto y abrir los paquetes.
Cualquiera de estas pautas que fallara podía dar al traste con la alegría del evento. Madrugaba mucho, preparaba las zapatillas delante de la cama y, por si acaso, escondía algún dulce en el bolsillo de la bata; las luces funcionarían perfectamente, siempre hacía la prueba justo antes de acostarse y para terminar, llevaba con ella un par de lazos preparados por si alguno de los paquetes no estaba adecuadamente envuelto.
Este año sería especial. Se había portado el doble de bien, así que en lugar del típico número de regalos, esperaba 6. Su madre se lo prometió, además conocía su secreto: los Reyes Magos no existen, son los padres. Si no cumplía ya había planeado no volver a comerse los cereales del desayuno hasta que le pidieran perdón.
Miró el despertador. Tenía la alarma preparada para sonar justo antes de que cantara el gallo. «¡1 hora entera todavía!», se empacientó. Todavía recuerdaba la decepción que se llevó a los 9 años: 8 paquetes bajo el árbol y ninguno era para ella, NINGUNO. Sus familiares pensaron que era más adecuado destinar el dinero a comprarle ropa y zapatos. Ella no estuvo de acuerdo, un regalo es un regalo y a esa edad siempre tocaban juguetes. Este año no le pasaría, era la «pequeña» oficial, sus hermanos necesitaban más la ropa ahora que estaban en pleno estirón.
Llegado el momento, se levantó con cuidado, todo estaba en silencio. Se calzó despacio y cogió la bata, faltaba algo; en el pasillo encontró a su perro mordisqueando la bolsa del almendrado que había reservado. «¡Dichoso chucho!», pensó. Ahora tendría que ir a la cocina a buscar más víveres, pero salirse de lo establecido no estaba en el plan. Lo dejó para después, sabía que su madre siempre tenía una caja de dulces escondida para estas emergencias. Cuando llegó al comedor lo primero que hizo fue encender las luces. «¿Solo 8? ¡Pero si anoche funcionaban todas!», Alicia empezó a temerse lo peor, las cosas no iban como ella esperaba.
Sonrió mientras se frotaba las manos satisfecha, la Reina Maga se había portado muy, pero que muy bien. Encontró 9 regalos alegremente adornados. Esta vez había una novedad: cada uno llevaba una etiqueta con un nombre escrito. «Bueno, puede que todos no sean para mí. Veamos: Luis, Abuelo, Carmen, Juanito, Papá y Mamá (qué descaro), Abuela, Brandy (¡si hasta el perro tiene regalo!)... ¿Solo 1? ¿Para mí solo un regalo?». Se sentó en el suelo decepcionada. «Y además es bien pequeño...». Al fin se decidió a abrirlo. En la cajita acolchada encontró un colgantito de plata con una inscripción que rezaba: «Te doy mi corazón».

domingo, 20 de noviembre de 2011

Los tatuajes invisibles


Sincronicé nuestros relojes y varié mis horarios para coincidir con ella, ahora la veo cada día en el crepúsculo y al alba. La ventana de su dormitorio, a escasos metros de la mía, coexisten a la misma altura del patio interior del edificio. La única diferencia que nos separa es que a ella no le importa desnudarse con la persiana subida. No tiene cortinas, no tiene nada que ocultar.
Su cuerpo, pasados los treinta, es aún más perfecto que en la juventud primera. Altura, 1,70. Peso, calculo, unos 65 kilos repartidos en correcta armonía. Su piel pálida como la nieve destacando el rosado de sus labios. Unos ojos negros en los que me perdería. Sus pechos firmes y redondeados marcan el inicio de la curvatura del resto de su anatomía.
En las noches en las que duerme sola, antes de meterse en la cama, repasa despacio su figura con aceite de almendras. En una única caricia recorre cada rincón de su cuerpo. No tiene ni una sola marca, lunar o cicatriz; jamás ningún artista retrató similar belleza. A la mañana siguiente aún permanece su aroma, dulce e intenso, marcando la hora del despertar de mi sexo. Oculto tras el estor, la observo desnuda frente al espejo. Dice algo entre susurros, siempre las mismas palabras, pero aún no he sido capaz de entenderla.
El resto del día es una completa desconocida. Nunca me la he cruzado por la escalera ni he coincidido con ella en el ascensor. Las vecinas hablan con sus lenguas maldicientes, movidas por la ignorancia y la envidia. Nadie sabe a qué se dedica, ni siquiera su nombre pues en el buzón aún rezan los datos del propietario de la vivienda. No tiene horarios fijos ni única compañía. Eso lo sé bien, conozco a sus amantes, siempre distintos.
En las noches en las que duerme acompañada la rutina es bien distinta. Es la pareja quien la desnuda y recorre cada curva, quien en apasionado afán la toma entre sus brazos y en desbocado frenesí la hace suya. Quisiera decir que entonces evito mirarla, pero no puedo. Quisiera ser cada uno de ellos y amarla cada noche hasta que nos rindiera el cansancio. La odio tanto como la deseo... A la mañana siguiente, ella se levanta cuando el hombre ya se ha marchado, pero hay algo que me confunde: su cuerpo ya no es lienzo en blanco, en cada aventura queda marcado por diferentes tatuajes. En líneas perfectamente definidas su piel descubre los anhelos de quien la conquistó y en su espalda, en terrible profecía, su muerte. Es entonces cuando vuelve a huntarse con el aciete, haciendo desaparecer las marcas, transformando su maldición en tatuajes invisibles.
Esta mañana me descubrió observándola y se quedó quieta, manteniendo la mirada. Un segundo después, sobre su pecho, a la altura del corazón, apareció su rostro esbozado. Supo entonces que yo la amaba sin haberla tocado nunca, conoció mi más profundo deseo que es ella y recé porque no se diera la vuelta.

Lo insípido de las palabras trasnochadas

Dime, ¿A qué saben las palabras
Cuando solo se mastica silencio?
Dime, ¿A qué sabe el silencio
Si solo se consume soledad?

Dicen de la soledad
Que es el peor de los males,
Que su sabor es amargo
Cuando no tienes más.

Dicen del silencio
Que es el peor castigo,
Que su sabor es amargo
Cuando no oyes más.

Si sumas amargo y amargo
¿Qué obtienes, más amargura?
¿O la suma de ambas
es quizá igual a la nada?

Las palabras no tienen sabor.
Si sumas nada más nada
Dime, ¿Qué obtienes entonces,
más vacío o el dolor más intenso?

sábado, 19 de noviembre de 2011

La casa de las sombras. Capítulo II

Por primera vez en mucho tiempo dejó la ventana abierta. Las mariposas que dibujaba la luz del día a través de las cortinas, revoloteaban por el dormitorio al mismo ritmo que latía su corazón. Lo tenía todo preparado, las maletas esperaban en la puerta de casa. Le costó despedirse de cada aroma, de cada rincón. Aún permanecían las sombras pintadas en las paredes, pero debía empezar de nuevo; anclarse a la tristeza no era solución.
Los muebles cubiertos con sábanas, los pequeños detalles empaquetados y apilados en la habitación del fondo y en cada caja, una nota: «SUS PAÑUELOS», «SUS FOTOGRAFÍAS», «SUS DIARIOS»... No se llevaba nada de ella salvo el recuerdo.
Antes de marcharse le dedicó un último baile. Se acercó a la puerta del armario, donde aún colgaban sus trajes boda, y tomó sus manos. En su cabeza sonó su canción en despedida, tres minutos y cuarenta y tres segundos de pasos perfectamente sincronizados. «Te amaré siempre», suspiró. Las mariposas volaron sobre su silueta de negro pintada y se posaron sobre ella. Él la besó por última vez y se marchó.
«La casa de las sombras», como los empleados de la inmobiliaria la llamaban, permaneció durante años cerrada. Nadie vino a descubrir los muebles ni a recoger las cajas. Todo quedó como él lo dejó. Cada mañana de sol, las mariposas volvían a adornar la vivienda. Sin nadie que marcara fronteras, empezaron a anidar en cada hueco y con el tiempo volvió a llenarse de vida.
Antes del último día de puertas abiertas, la muchacha de la limpieza subió a adecentar la casa. Al entrar, le sorprendió no encontrar polvo ni telarañas. Todo estaba como el primer día. Un olor a primavera envolvía cada habitación y en el pasillo habían brotado flores a lo largo del zócalo. A cada paso, surgían mariposas en vuelo y en las sombras de antaño ahora respiraban de nuevo rosales en flor. Ya en la última habitación, la mujer, movida por la curiosidad, abrió la caja donde rezaban los diarios. Permaneció durante horas leyendo cada una de las páginas, de vez en cuando paraba para sacar el clínex y limpiar sus lágrimas nacidas de la emoción.
«Nadie debería comprar esta casa. Si él vuelve, todo debe estar en su sitio», pensó. El resto del día se dedicó a colocar cada uno de los detalles, hizo la cama con las mejores sábanas que encontró, colocó el cesto con las lanas junto a la mecedora del salón. Antes de marcharse se sentó a descansar un momento en la cocina, junto a ella. Las mariposas, ya dormidas, dibujaban una taza de café en las manos de la sombra florecida. «Debió quererla mucho. Espero que vuelvan a encontrarse». Cogió un rotulador negro que había sobre la encimera. En el exterior de la casa, sobre el cartel colgado en la ventana, escribió bien grande «no».
Al día siguiente sorprendió a todo el que pasaban por allí encontrar el cartel «NO SE VENDE» con un hermoso marco de rosas.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Quererte como te quiero

Quererte como te quiero, María, merece el propio título del post porque jamás se ha escrito un amor más grande por un hermano, una hermana en tu caso... No encuentro palabras, propias o ajenas, para agradecerte todo lo que haces por mí. Eres hermana, amiga, confidente, a veces desconocida y, sobre todo, la que mejor sabe alejar mis penas y dar vida a mis alegrías.
Ser dos es lo mejor que le ha pasado a madre, ser dos es lo mejor que nos podía pasar a nosotras. Nadie entenderá jamás ese hilo invisible que la genética tejió uniéndonos para siempre.

A Lucía, desde el corazón

La casa de las sombras

Ara Malikian & Fernando Egozcue - No te pido nada más
(Pincha el enlace de la canción, ábrelo en una ventana aparte y disfruta de la música mientras lees...)

Aún recuerda la primera mañana que despertó junta a ella. La tela solo le cubría hasta la cadera dejando al descubierto unas curvas perfectas y su espalda desnuda definida por sus largos cabellos. Permaneció allí un rato observándola, acariciando su piel con cuidado de no despertarla. Cuando el sueño llegó a su fin, ella se sentó sobre la cama contoneando su cuerpo y estirando los brazos para desperezarse. La luz que entraba por la ventana dibujó sobre la pared su sombra.
Aún recuerda la mañana siguiente, junto a ella. Haciendo el amor sin prisa, compartiendo el placer como solo la experiencia enseña; al final, las sábanas revueltas volvieron a dibujar su figura. Todo lo que le rodeaba parecía amarla. Él no quería que se escapara ningún detalle, siempre pensó que el amor, aunque fuera tardío, debía conservarlo en todos sus matices.
A partir de entonces llevó siempre encima un rotulador negro con el que fue dibujando los contornos que el cuerpo de su mujer indicaba. No importaba la superficie: pintura, madera o cristal. La dibujó en las paredes, las puertas y los armarios, en la mampara de la ducha... Cualquier postura era buena: sentada, bailando o simplemente dormida aparecía en todos los rincones de su casa. Para completar su juego, ella rellenaba sus siluetas con flores de colores. Y así, los dos, entre risas e ilusiones, fueron descolgando cada día un cuadro hasta llenar su vida de alegres viñetas. Pero el destino es caprichoso y cuando más se amaban, vino la muerte a llevársela de su lado.
Aún recuerda la primer mañana... La primera sin ella. Abrió los ojos y miró hacia su lado de la cama, repasó despacio el vacío de su ausencia. Su dulce olor todavía sobre la almohada, la bata colgada en la percha y sus pendientes sobre la cómoda. Miró hacia la pared del fondo y recordó su primera sombra. Lloró... Quiso morirse en aquel preciso instante y se volvió intentando borrar el recuerdo. Pasaron los días sin saber qué hacer. Como un fantasma recorría los pasillos, las habitaciones, repasando cada trazo. Se sentaba a su lado en el salón mientras ella tejía una manta que nunca acabará, descansaba sobre las puertas tomando sus manos para volver a bailar el vals de su boda y por las noches amaba su espacio intentando recuperar antiguos aromas.
Una mañana sin saber cómo el rotulador apareció sobre su mesita y un tímido rayo de luz atravesó la habitación indicándole el punto exacto donde debía empezar a perfilar. Se levantó y con la mano temblorosa volvió a pintarla. Era tan fácil repasar cada curvatura de su cuerpo, lo conocía al detalle, y en una caricia la tuvo de nuevo frente a él. La hubiera abrazado si pudiera, pero solo pudo apoyarse sobre la pared para besar unos labios que ya no estaban. Durante varios días se dedicó a tapar las rosas y margaritas rellenando cada contorno de un negro intenso, pues ahora solo quedan las sombras de lo que fueron.

5 minutos



Tus cinco minutos de cortesía, mis cinco de tregua. Vernos en una pequeña cafetería para el primer encuentro.
Me gustan tus palabras.
―A mí tus sonrisas.
No hay habrá sitio para malos recuerdos, para experiencias pasadas, si acaso anécdotas que arranquen carcajadas.
―¿Te he dicho que me gusta reír más que nada?
Algo más habrá.
Solo frases cortas y entrecortadas. Mientras mantengamos la esperanza no habrá silencios que valgan.
Te diré...
―Yo tenía...
Tú primero, por favor.
―No, no importa.
Sin saber cómo romper el hielo ni quién de los dos iniciar la conversación agotaremos los segundos. Dejaremos pasar el tiempo, escucharemos la música, miraremos a nuestro alrededor para guardar en la memoria cada pequeño detalle.
―¿Qué hora es?
¿Tienes prisa?
―No, ninguna.
Ni yo.
¿Cuánto habrá pasado? Apenas unos minutos, dos, quizá tres. Seguiremos ensimismados, aislados en el pequeño mundo que entonces seremos tú y yo. No habrá distracciones más que manos inquietas.
¿Damos un paseo?
―Porqué no.
Pagaremos el café y saldremos a la calle. En la puerta ambos nos cederemos el paso «¿Salimos los dos a la vez?» Un primer acercamiento para aunar los latidos del corazón.
(Más sonrisas)
―(Más miradas calladas)
El suelo aún mojado por la última lluvia, el frío calando hasta los huesos y la noche, en alianza, nos regalará su mejor semblante. Caminaremos sin rumbo fijo. Compartiremos como lo hacen los amigos.
―¿Te apetece tomar algo?
Sí, claro.
Con la segunda cerveza llegarán oraciones más largas. Sabremos de nuestros nombres, deseos y añoranzas. Conciertos, teatros, visitas a otras ciudades... Y con cada historia compartida empezararán nuestros sueños.
Debo marcharme, ya es tarde.
―Sí, mañana me espera un día largo.
Te acompaño.
―No hace falta, estoy a un par de paradas de metro.
Otra salida compartida. Corazones que, por supuesto, ya latirán al mismo ritmo. Otro paseo, este más lento, queriendo alargar el tiempo. Y en mi parada bajaremos juntos las escaleras. El camino hasta el andén estará desierto, solo encontraremos un violinista tocando para sacar algo de dinero.
Y la despedida, siempre incierta. ¿Habrá más citas? ¿Seguirán nuestros corazones latiendo mañana al nuevo ritmo marcado?
Mirarás tu reloj, yo el mío. ¿Cuánto ha pasado? Dos minutos, quizá tres. La música lo envolverá todo.
―¿Qué hara tocando aún a estas horas?
Quizá nos estaba esperando.
Tu última sonrisa reclamará una palabra mía, pero ¿Cuál será la adecuada? Mientras consulte mi particular diccionario de tonterías, tú buscarás en tu bolsillo un par de monedas para el artista.
El tren llegará a la vía. La inquietud hará acto de presencia.
¿No dices nada?
―No tengo palabras.
El tren se irá, habrá más. El músico agradecido nos dedicará su última pieza.
Quizá...
―¿Te gustaría...?
Tú primero, por favor.
―No, no importa.
Cinco minutos bastarán, solo cinco para contener unas pocas horas que bien pudieran ser dos vidas.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Cometa

Palabras lanzadas al viento
Hiladas cual cometa
Tejidas de recuerdos
Agitadas por el vuelo.

Prenden mis sentimientos
Cambiantes como el tiempo
Ora en platas, ora en verdes
Tornando transparentes.

Hallarás en lo más alto
Mi corazón dirigiendo
Pues soy en prosa
Lo mismo que en verso.

No importan las tormentas,
Las lluvias o borrascas,
Volaré siempre en calma
A pesar de la adversidad.

¡Quién dijo miedo, dime!
Ya no volveré a tierra...
Me anclaré para siempre al cielo
Y derramaré mis poemas.

Seré lluvia fresca en verano
Y cálida en invierno.
Seré en cada rima
Lo que necesiten tus besos.

martes, 15 de noviembre de 2011

Noche de insomnio



No podía dormir. Tenía demasiadas cosas en la cabeza: pagar el seguro del coche, llevar los papeles del paro, llamar a los pintores, arreglar las humedades del baño... Cada día una tarea nueva que añadir a su «aburrida» vida de soltera, sin contar las habituales asociadas a la supervivencia.
Aquella noche lo había intentado todo. Contar ovejas no le funcionaba desde hacía bastante tiempo así que lo descartó directamente; uno de sus entretenimientos favoritos era repasar el alfabeto y pensar en alto lo más rápido posible cinco palabras que continuaran por cada vocal, pero llegando a la «ñ» siempre se rendía.
Se levantó y estiró la cama por enésima vez, cuidando de no dejar ni una arruga: la bajera, la sábana, la almohada, la manta y el edredón; todo perfectamente colocado. Volvió a meterse con cuidado de no desordenar nada.
Desenchufó el despertador, la radio y apagó la regleta con interruptor luminoso que, aun estando en el suelo, le molestaba. También bajó la persiana hasta abajo, corrió la cortina y cerró la puerta. Estaba en completa obscuridad y silencio.
«No puedo, no hay forma... Necesito dormir de una vez». Una sola noche de insomnio y empezaba a desesperar. «No lo entiendo: he comido bien, he hecho ejercicio, he salido a pasear al perro, no me duele nada. El seguro lo pagaré mañana, los papeles están preparados sobre la mesa del despacho, los pintores pueden esperar un par de días más y lo del baño tiene que secarse primero. No lo entiendo...». Por más que hiciera repaso y liberara su mente de preocupaciones, seguía sin pegar ojo.
Volvió a levantarse y abrió el cajón de la mesita. Siempre tenía aspirinas para el dolor de cabeza, pero de poco le servirían. Fue al baño y sacó el botiquín: antiinflamatorio, gasas, alcohol, algodón, mercromina y más aspirina, pero nada para dormir.
Intentó recordar algún remedio casero. Su madre siempre preparaba una mezla con hojas de naranjo y azúcar, pero no tenía ni lo uno ni lo otro, ella era de sacarina, de todas formas lo añadió a la lista de la compra que colgaba del frigorífico.
De pronto se acordó de un bote de valeriana que compró hace tiempo en el herbolario. Le costó encontrarlo. Cerca ya de las cuatro de la madrugada dio con él. «Caduca... ¡El año pasado! Bueno, tampoco puede ser tan grave, total, solo son hierbas». La duda era cuántas tomar. Hizo sus cuentas: si estaban caducadas no harían todo su efecto, así que decidió tomar ración doble. Se tapó la nariz y tragó hasta seis no sin esfuerzo.
Al día siguiente no fue al banco ni al paro, tampoco llamó a los pintores ni secó nada. Se levantó justo para la hora del café de sobremesa. Cuando llegó a la cocina lo primero que hizo fue tirar a la basura el bote del café. «A partir de ahora, descafeinado», y dicho eso, con el pijama aún puesto, se fue de nuevo al dormitorio a echarse una buena siesta.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Parque del Retiro




Adela se preparó para salir a pasear temprano, como hacía todos los domingos. Cogió la bufanda de lana y el tres cuartos que su madre le regaló el año anterior por su cumpleaños y sacó del monedero unos pocos euros y las llaves de casa, no necesitaba más. En el bolsillo derecho del abrigo llevaba el abono del metro. Se subió en Manuel de Falla, la parada más próxima a su casa; después de un transbordo y casi una hora de metro, llegó a Atocha.
Llevaba ocho años haciendo el mismo recorrido en el Parque del Retiro: entraba por la Puerta del Ángel Caído y se dirigía hacia la fuente, callejeaba por los jardines hasta llegar al Palacio de Cristal, visitaba el estanque y se marchaba por la Puerta de la Independencia. Le gustaba pensar en el contraste que ofrecía la singularidad de cada uno de aquellos puntos: la belleza en la desgracia de Lucifer expulsado del Paraíso y condenado para siempre, la aparente fragilidad del palacio de paredes transparentes y su frío esqueleto de metal, el estanque siempre bajo la atenta mirada de las estatuas capitaneadas por el rey Alfonso XII y su puerta de salida más por lo simbólico del nombre que por sus enormes columnas dóricas.
El sol asomaba tímido tras las nubes. A mediados de noviembre, el parque ya no estaba tan concurrido. El frío intenso de los últimos días solo dejaba hueco a los valientes y a los turistas. Adela no era nada de eso, más bien se definía como «un animal de costumbres». Salía siempre, sin importar el tiempo que hiciera; para ella el paseo era tan necesario como trabajar. Era su válvula de escape, su otra vida apartada del estrés diario. Le gustaba sentirse invisible entre la gente. Observaba a las familias jugando con los niños, a los ancianos que andaban cogidos de la mano, a los jóvenes amantes ocultos tras los árboles...
Aquella mañana se sentía más cansada que de consumbre. A pesar de la humedad, decidió sentarse en un banco y esperar a que se le pasara el mal estar. Se entretuvo contando a todo el que pasaba por delante: 37 corredores, la mayoría mujeres; 29 perros, siete de ellos de su raza favorita, pastor alemán; 12 parejas, la mitad con carrito, la otra paseando sin hablar; y cientos de personas caminando en soledad. Ese número le gustó más, aunque le hacía sentir menos especial. Cuando empezó a llover todo el mundo buscó refugio salvo ella; abrió su pequeño paraguas y se dirigió hacia la salida. Justo cuando tomaba el Paseo de México, alguien se acercó por detrás.
―¿Te importa si lo compartimos? Parece que no tiene intención de amainar.
Adelá miró al joven de ojos azul intenso y sin pensarlo le cedió el lado derecho.
―¿Hasta dónde vas? ―Le preguntó tímida.
―Contigo, hasta el fin del mundo.
Se le antojó algo ambicioso, pero, ¿Había algo mejor que hacer en un domingo de noviembre sin otro plan?

No es una nana

Dame.
Dame palabras,
Gratuitas,
De sentimientos
Y risas.

Concédeme
Minutos sin aire,
Miradas
De rana, mono
U oso panda.

Toma la copa,
Bébete conmigo
La noche,
La Luna,
El tiempo.

Baila los hielos
Al ritmo
De caderas
Encendidas
Sin recuerdos.

Recuperar vida
A galope,
Caballos
De estampida
En la lejanía.

Y leerás mis versos
En verde
Ecológico,
De latidos
En madrugada.

Ya no habrá más frío
Rompiendo el alma.
Ahora,
Querido,
Soy tuya y tú eres mío.

Dejemos a Morfeo
Obrar en consecuencia.
Silencio.
Llegará
La mañana.

No habrá más rima
Que la dicten
Las sábanas.
Duerme, niño mío.
Descansa.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Reflexiones sobre mi nueva vida

Habrá quien se sorprenda, reconozco que soy la primera. Hace solo unos meses era una triste ama de casa sumida en las tareas del hogar, ahogada en el trabajo y, a menudo, decepcionada con mi existencia.
La decisión de reiniciar fue dura, para mí y para cuantos me rodeaban, pero es mi vida y necesito aprovecharla. He dejado atrás a mi otra familia, que siempre tendrá un hueco en mi corazón; a personas a las que estimaba y que, por desgracia, han salido de mi lista de amigos. Mantendré siempre la cercanía en la distancia con otros que sin ser íntimos se han convertido, y en todas mis visitas a la capitalilla les dedicaré un hueco.
Es cierto, los plazos siempre se cumplen; una amiga que ha pasado por lo mismo me lo dijo: «Lo peor son los dos primeros meses». Así han sido, terribles; no solo el trauma de la separación, también las desgracias familiares y alguna que otra decepción, me sumieron en una profunda tristeza. A pesar de poseer al fin la oportunidad de rehacer mi vida, esa soledad tan ansiada, me sentía peor que nunca. Me costó darme cuenta de que a mi alrededor hay gente buena que me quiere, que no se ofrece a ayudar solo de palabra. Tengo tanto que agradecer a mi familia y a mis amigos...
Y al fin llegaron las sonrisas :-) Con un café de tres horas en buena compañía, con los largos paseos y las celestinas, con las visitas a Madrid a casa de una gran amiga, planes para viajes más lejanos; con los conciertos, los teatros y los libros; de cañas y tapas, como está mandado.
Ahora sí puedo decir que estoy reiniciando mi vida, estoy convencida de que lo que quiero es escribir, de que tengo una oportunidad; es ahora o nunca.
Este tiempo pasado me ha enseñado que es más productivo sonreírle a la vida que llorarla. Dejaré las lágrimas para las ocasiones que lo merezcan; prefiero llorar de emoción y soy muy emocionable. Y reír... ¡Por Dios! Que no se agote nunca, a carcajadas, hasta que nos cambie el color de la cara. Pienso compartir mi alegría con todo el que lo necesite o simplemente lo pida. Ahora es mi momento y pienso disfrutarlo, eso sí, con prudencia (¿Verdad, madre?)
Y sí, sigo esperando la oportunidad de encontrar a alguien especial, pero sin prisas, sin expectativas que luego ya se sabe. No creo en los flechazos, eso lo dejo para los veinteañeros; ya pasada la treintena, cuando llegue el momento, analizaremos conjuntamente. Hasta entonces, disfrutaré de lo que tengo que para empezar es un plan de formación para el año 2012 que espero resulte generoso en experiencias, sensaciones, sentimientos... Todos buenos y que iré compartiendo.

«Vida»: disfrutar de todo lo que me rodea, sonreír a todas horas, cuidar (y ampliar dentro de lo posible) mi círculo social, desarrollar mi vena escritora en plan profesional y, porqué no, conseguir una relación estable.

MI VIDA ES Y SERÁ

Hablando del amor

Nunca digas te quiero,
Las palabras se las lleva el viento.
No firmes más contratos,
Solo son papel mojado.
No ocultes los sentimientos,
Los secretos no son buenos.

Para que el amor persista
Debe haber un nexo,
Una intención inagotable,
Miradas y besos a destiempo,
Susurros en silencio
Corazones palpitando al unísono.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Sublevación librera


Cuando llegué al piso apenas tenía trastos. Compré algunas cosas que necesitaba para la cocina: cubiertos, vasos y una botella de cristal. Para el salón conseguí reunir el valor suficiente para comprar ―por primera vez en mi vida― un ramo de flores (pompones, creo que se llamaban), y es que nunca me han gustado las flores cortadas; para calmar mi conciencia, completé la decoración con una planta y su correspondiente maceta. Esa todavía dura. Para el dormitorio, sábanas y edredón, y algunas perchas a la espera de camisas y vestidos que colgar. Y para los baños, toallas nuevas, cepillo de dientes, dentífrico, jabón y el imprescindible papel higiénico. El despacho salió mejor parado: mesa y estantes regalados, todo a juego en un gris plomo.
Al poco tiempo hice la mudanza y me traje la mayoría de mis cosas. Estuve todo un fin de semana colocando y organizando ropa, calzado, muñecos, detalles... Infinidad de ellos, esos que hacen mi piso de alquiler una casa más propia. Pero algo que no termina de cuadrarme son los libros. No porque no los quiera, todo lo contrario, es solo que cada vez que paso por delante del mueble del salón parecen hablarme. De primeras los ordené por tamaño: de mayor a menor, pero mezclar a Isabel Allende con Fernando Sánchez Dragó causó un gran revuelo entre los autores, los propios y los ajenos. Ante tanto jaleo no tuve más remedio que reubicar las obras por autor con cuidado de no mezclar ciertos elementos, pero Stieg Larsson y el Marqués de Sade con tanto presumir de ser los más leídos empezarón a levantar envidias entre los que se encontraban en única publicación. De nuevo la batalla, de nuevo reordenación. Decidí tomar como medida de cautela el ordenarlos por estilo: a un lado la ilustración, a otro la lírica, más allá la narrativa y la final la dramática. De momento parecen contentos, no se han vuelto a quejar; la única, Ana María Matute, a la que le gustaría estar más cerca de Jimmy Liao (creo que envidia su imaginación).
¡Por fin! Problema resuelto.
Esta misma mañana, al entrar al despacho, todos mis manuales se han puesto en pie de guerra. Aquellos dedicados a aplicaciones de software propietario han dejado de hablarse con los de sofware libre; Blogger y WordPress ni se miran las portadas; y no os digo nada del enfado que tiene el manual Cómo crear una web docente de calidad con los dedicados a la Web 2.0. Menos mal que don José Martínez de Sousa ha puesto un poco de orden y coherencia en este sinsentido; eso que sus libros no han levantado la voz ni cuando no se ponían de acuerdo en ciertas normas tipográficas.
Mañana, sin más espera, me dedicaré a poner paz, que para eso soy la «jefa de mi casa». Ya estoy cansada de tanta discusión y, sobre todo, de tanto cambio.
Miedo me da pensar que todos mis pendientes felinos se pongan a maullar una de estas noches.

martes, 8 de noviembre de 2011

Luna llena



Noche de luna,
Iluminando cada silencio
Escondido tras los rincones.
Abro las ventanas
Para dejar pasar el frío,
Mi único compañero de piso.
A veces pienso en la muerte, 
Esa dulce de mis relatos,
La invitaría a entrar,
A quedarse a mi lado.
Pero sigo sola.
Y mi vida pasa, sin más.
Cojo el abrigo y salgo a pasear.
No hay nadie,
Solo algún gato que vigilante
Sigue mis pasos.
Me gusta la noche,
Estas horas
En las que solo te cruzas
Almas perdidas que,
Como fantasmas,
Vagan por vida.
Soy uno de ellos,
Disfrazada de negro,
En obscuros pensamientos.

Son, serán



Son...

Son amantes sin saberlo.
Ya han compartido lecho.
ELLA con otro, otra con ÉL.
Y los dos desconocidos
Han captado su correspondiente olor.

Ahora se buscan,
Infatigables, obstinados,
Intentando captar la esencia
Del anónimo amador.

ÉL caminará perdido
En la coherencia de unos pasos
Sin rumbo fijo.

ELLA buscará incansable
Siempre guiada por el corazón
En cariz inestable.

Son uno siendo dos.
Pues comparten el perfume
De una incontrolable pasión.
Esa será su infalible guía.

En la interminable cacería
ÉL de ELLA, ELLA de ÉL,
Dejarán de amar a otros
Hasta hallar el significado
De la palabra «amor».

Serán...

Libertad

El día amaneció despejado, solo unas tímidas nubes a lo lejos recordaban la amenaza del invierno. El frío permanecía fuera, esperando a los incautos que se atrevían a lanzarse a la calle; irremediable salida para los obligados por la vida. Los quicios de las ventanas servían de refugio a los pajarillos que aún mantenían el trino.
No sabía qué hora era, no le importaba. A pesar de estar despierta, seguía en la cama, atrapada por el peso de las mantas. Sonó el móvil, pero no se movió del sitio, ni siquiera hizo acto de presencia la curiosidad. Solo tenía encendida la lámpara de noche. Miró a su alrededor. «Lo tengo todo», pensaba.
Sobre la cómoda su colección de cajitas y en cada una de ellas alguna joya; en el armario de seis puertas guardaba la ropa de verano y de invierno perfectamente doblada y colocada, los vestidos que ya no se ponía nunca, colgados por orden de talla. Y los bolsos, demasiados para su gusto, los apilaba en un lateral de mayor a menor. Todo tenía su sitio. El resto del piso lucía igual de ordenado, tanto las habitaciones como el salón tenían cuadros en las paredes, muebles repletos de libros y recuerdos. Y los baños de blanco inmaculado, presumían los juegos de toallas recién compradas. En la cocina, el frigorífico era el único que echaba de menos la compañía de los alimentos.
A pesar de las comodidades, no disfrutaba de su espacio, hacía vida en el despacho y apenas salía a la calle. Su vida era el portátil desde que se levantaba hasta que se quedaba dormida sobre cualquiera de los libros que tuviera empezados. Sus personajes eran parte de ella, sus historias empezaban a tomar vida desde el mismo instante en el que posaba sus dedos sobre las teclas, pero tampoco le consolaba.
Sentía una necesidad tan grande como su miedo y en ese equilibrio permanecía siempre oculta tras las cuatro paredes del cuarto.
Volvió a sonar el teléfono. Supo que era su madre porque empezó a sonar la melodía de Mercedes Sousa. No se movió, no quería. Aquella mañana de luz y frío había decidido permanecer allí hasta encontrar el motivo que la impulsara a seguir hacia delante.
―Repasemos... La familia. No, cada uno tiene su vida hecha. Mi trabajo. ¿Escribir? ¿Cuántos comen de eso? No tendré ni para el pan. Mis amigos; para un café o unas cañas vale, pero ¿Y el resto del día? Mis cuentos, esos que solo yo leo, y mis personajes que, a pesar del esfuerzo, siguen siendo yo misma... ¡Eso es! Mientras ellos no escapen, yo seguiré aquí.
Sonó el timbre. Se levantó, pero no fue a abrir la puerta. Cogió la bata y fue corriendo a su escritorio. Tomó todos los folios escritos, excitada, y abrió la ventana. Un par de palomas que dormitaban salieron volando espantadas. Y despidiéndose de cada una de sus historias y sus protagonistas fue lanzando los papeles al viento.
―Por fin soy libre.

lunes, 7 de noviembre de 2011

La línea ecológica de Titan


Terminé de pintar las paredes. Según indicaciones del vendedor, mezclando el blanco con el verde de la nueva línea ecológica de Titan conseguiría darle a mi dormitorio el sosiego y la serenidad necesarias para el descanso. No entiendo de mezclas, tampoco de cantidades; al final el tono resultó ser algo más «alegre» de lo esperado en un principio.
Dejé los guantes en la cubeta y me levanté brocha en mano para admirar mi obra. Abrí la ventana de par en par, subí bien la persiana y encendí todas las luces para apreciar el resultado. Ninguna gota, todo perfectamente verde primaveral para un sueño que no se me antojaba precisamente relajante, pero después de tanto trabajo decidí dejarlo. Me subí las gafas instintivamente, sin recordar la pintura aún fresca en las cerdas. ¡Qué desastre! No veía nada, tenía los cristales manchados y en lugar de quitarme las lentes eché a andar a ciegas... ¡Qué desastre! Tropecé con el cubo y acabé derramando el resto de la mezcla, manchando la parte baja de la pared en frente de la ventana. Y de la perfección pasé a la catástrofe, una semana de trabajo para echarlo todo a perder un minuto escaso.
Me fui de allí sin pensarlo dos veces, enfadada conmigo misma, todavía con el pañuelo en la cabeza y restos del esmalte en la cara y los cristales.
Al día siguiente volví al piso dispuesta a recogerlo todo. Preparé un cubo con agua bien caliente y el raspador de la placa. La pintura se había agarrado bien a las baldosas y por más que me empeñara, las manchas no salían completamente. La pared ya era otro cantar, intenté quitar los restos con un trapo húmedo, pero nada. «Colocaré los muebles estratégicamente para ocultarlo ¡No lo voy a pintar otra vez!» Dejé de nuevo la ventana abierta para que ventilara y se secara cuando antes.
Aquel fin de semana no pasé por allí, llovió y decidí darme un descanso sobre todo para ver si se me pasaba el disgusto. Al lunes siguiente, incluso antes de llegar al portal, ya se percibía un olor especial. Intenté localizar el origen, pero mi olfato de fumadora no atinaba. No había duda, al abrir la puerta de mi casa supe de inmediato que aquel extraño olor a flores provenía de mi cuarto. Cómo era posible, estaba vacía, ni había más que brochas, cubos de pintura y la escalera. Me dirigí al dormitorio algo agitada, el perfume emanaba de allí con toda seguridad. Al llegar, descubrí con sorpresa todo un jardín nacido en las primeras manchas de la pared. Gracias a la lluvia y el sol que atravesaban la ventana, la línea ecológica había hecho crecer todo tipo de flores y plantas a lo largo de las cuatro paredes. El verde vivo había dejado paso a una vida inesperada, transformándose en un color pastel, convirtiendo la habitación en un hermoso vergel aportando esa paz deseada.
Parece que al final el dependiente de La Tienda del Pintor tenía razón.

Unas simples palabras

Cuánto vacío hay en mi corazón... Has pronunciado unas simples palabras y, de pronto, se ha derrumbado todo un universo, convirtiendo mi vida en un caos.
No tengo muy claro cual es mi camino ahora que no sé dónde dormir, de dónde soy y de dónde vengo lo sé seguro, pero hacia donde voy... Me pierdo en el horizonte con solo levantar la mirada, ¡qué obscuro mi futuro!
Quise encontrar mi sitio y perdí lo poco que tenía. Ahora, vago sin rumbo, con el corazón herido y un vacío inmenso que duele más que nunca. ¡Qué estúpido sinsentido! Quisiera que alguien me dijera qué tengo que hacer para volver a ser alguien, persona, un ente con nombre y apellidos que adquiera de nuevo la mínima importancia de la que gozan los necios.
Y aguanto estoica esta nueva batalla, con los ojos a punto de reventar de lágrimas; a veces, quisiera no ser, y cuando no soy, volver. Pero ahora, que no sé dónde ni cuándo ni cómo, ¿qué debo hacer? ¿Qué?

domingo, 6 de noviembre de 2011

Cuerpos encendidos



Anoche tuve un sueño en el que aparecías tú. Me tomabas de la mano y me llevabas a recorrer las calles del Madrid nocturno, dibujadas en trazos borrosos, cruzándonos con seres grises que solo tomaban color cuando tropezábamos con ellos. Llovían pequeñas plumas de almohadón; el suelo estaba plagado de charcos blancos que salpicaban ligero al que los pisaba.
En esa fría atmósfera de invierno vacío aprovechábamos cada rincón para acercarnos. En esos momentos siempre había luz; una luz cálida que desprendíamos atrayéndonos inevitablemente el uno hacia el otro. Tus ojos me decían que aún me deseas, tus manos inquietas se aferraban a mi cintura y yo me moría por besarte, pero en cada aproximación alguien retomaba el pigmento y volvíamos a los pasos sin rumbo fijo.
No recuerdo exactamente cuántas veces quisimos amarnos, tantas como nos interrumpieron. Pero sé que en una de ellas, el reloj se detuvo para concedernos ese tiempo tan ansiado. Reconocí el espacio, te tenía tan cerca que apenas podía contar las flores muertas de jarrón. En el sofá, semidesnudos, recorrimos todos los rincones de nuestra piel. Besos apasionados, algún mordisco, ambos cuerpos entrelazados respirándono al unísono. Y la luz, cegadora, terminó por despertarme de la fantasía justo en el instante en el que al fin alcanzaba tu boca...
Contarte que anoche soñé contigo, con nuestros cuerpos encendidos.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Problemas de tensión

Aquel día estaba resultando más largo de lo habitual: a primera hora discusión con mi pareja, de los nervios en el atasco matutino, por llegar tarde al trabajo me gané un rapapolvo de mi jefe, me quedé encerrada en el ascensor ―del que me sacaron un buen rato después de la hora de comer―, y para colmo me había bajado la regla y no tenía qué ponerme; al menos agradecí no haberme quedado embarazada por cuarta vez. Con tanta excitación mi tensión empezó a bajar a un ritmo descontrolado. Eva, la administrativa, se fue corriendo a buscar al encargado cuando empecé a palidecer. Entre los dos me sacaron a la calle. «El fresco te vendrá bien», dijeron sin tener en cuenta que estábamos en pleno diciembre a -5º.
Justo en el momento en que ambos entraban corriendo a la oficina temblando de frío, pasaba por allí mi amiga Lola.
―Chica, qué mala cara tienes.
―No sé qué me ha dado, un bajón o algo.
―Vamos, anda, te invito a una Coca-Cola.
Cuatro me tomé en menos de veinte minutos y ni así me espabilaba. Toñi, otra amiga de la infancia que trabaja de camarera en el bar, salió de la barra preocupada. «Tú lo que necesitas es un porro», dijo sentenciosa; nos fuimos las tres a la despensa del local. Allí con nuestra poca práctica en el tema acabamos fumándonos lo más parecido a un churro o una trompeta, depende de a cuál de las tres preguntaras.
No tardaron en aparecer las risas tontas, los bucles infinitos de carcajadas y viejos recuerdos de travesuras, pero nada, no se me pasaba el mal cuerpo. Antes de que ninguna pudiera darse cuenta caí desmayada sobre unos sacos de patatas viejas. Mis amigas, sumergidas en la hilaridad de la inexperiencia, me sacaron como pudieron a la entrada y, aún no sé cómo, me llevaron a urgencias. Después de pruebas, analíticas y alguna placa, el médico preguntó:
Señora, ¿consume usted drogas?
No supe qué responder, jamás bebía alcohol ni tomaba nada. Espera, creo recordar... Solté una carcajada. Me levanté de la camilla, tomé al doctor de la mano y lo llevé a la sala de espera. Allí me acerqué a Lola y le susurré al oído.
Tía, que me ha preguntado que si tomo drogas.
¿Y qué le has dicho?
Pues que no. ―Dije alargando el final casi entre dudas.
¡Eres tonta! Eso lo verán en los análisis.
Me erguí lentamente y me dirigí al médico:
¿Me preguntó que si tomo drogas? Se refiere a un porro, ¿no? Pues sí, estoy colocada. Yo y todos estooooooos. ―Dije levantando el brazo y señalando con el dedo a todos los allí presentes cómo quien marca los límites de su linde.
La gente, que no entendía lo que estaba sucediendo, guardó silencio. Las únicas que rompieron a reír a carcajada batiente fueron Lola y Toñi. Seguramente llevaban aguántandose la risa desde que llegamos al hospital.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Tras la lluvia

Decirte que volverán...

Del silencio,
Las golondrinas.

De los charcos,
Tu recuerdo.

Del frío,
El calor de tus besos.

Del otoño,
Tu presencia tan esperada.

De la obscuridad,
Tu sombra intuida.

De tus huellas,
Las mías caminando a la par.

Del álbum de fotografías,
Tu rostro rescatado.

Del olvido,
La verdad.

De las mantas,
El calor sentido.

De la humedad,
La pasión nocturna.

Del aire,
Los suspiros.

Del agua caída,
Las dulces lágrimas.

De la luz escondida,
Las secretos entre nubes.

De los cúmulos,
Tus palabras.

Del viento caprichoso,
El cabello revuelto.

... Pues tras la lluvia
Volverán las golondrinas.