–Tranquila cariño, en un momento estoy contigo. Primero tengo que acabar esto.
Su mirada condescendiente me concedió
la tranquilidad necesaria para continuar con mi tarea. No era lo
habitual; normalmente salíamos a dar una vuelta antes o después de
la cena para despejarnos del estrés diario. Con una auditoría
a la vuelta de la esquina, el jefe me había pedido que cuadrara las cuentas
antes de terminar el mes, así que no tuve más remedio que traerme
el trabajo a casa. Tomé posesión de la mesa del comedor; dispuse la
documentación estratégicamente repartida y en un rincón, coloqué
una jarra de cerveza fría y el tabaco.
Cada vez que descansaba de los números para beber un sorbo y fumarme un cigarro, ella me miraba fijamente.
La expresión de su cara denotaba impaciencia. No sabía dónde ni
cómo colocarse.
–Anda, mi amor, échate en el sofá y
descansa un ratito. Ya me queda menos.
No me gustaba engañarla, pero entre la
tediosa labor y el sueño que empezaba a hacer mella, comencé a
considerar posponer el paseo al día siguiente. No me lo tendría en
cuenta, además, cuando llegué, salimos a comprar
un paquete de Fortuna. Ella pasaba todo el día en el piso,
con la única compañía de los dos periquitos que me regaló mi
madre cuando nos trasladamos. Debía aburrirse mucho, siempre que
llegaba me la encontraba durmiendo y, perezosa, se levantaba para
darme la bienvenida; seguidamente se acercaba a comer algo a la
cocina. Se estaba poniendo como una foca; obviamente no iba a dejar
de quererla por eso, pero me costaba cada vez más compartir el lecho
con ella.
Cuando terminé la primera cerveza, me
incorporé con intención de ir a por una segunda. Inmediatamente se
levantó y se acercó a mí.
–¿Ya? ¿Salimos ya?
–¿Sabes que eres la chica más
bonita del mundo? –le dije tiernamente.
–Ya, pero ¿salimos? –insistió.
–Dame un rato más, si no lo acabo
ahora tendré que levantarme temprano mañana, y sabes lo que me
cuesta madrugar.
Frunció el ceño y sin más, me siguió
hasta la cocina. Al pasar por la puerta de casa, se detuvo y volvió
a mirarme con ojos suplicantes. Me acerqué a ella y le atusé el pelo
con cariño.
–¿Has cenado? ¿Te apetece tomar
algo? –le pregunté mientras abría la puerta del frigorífico y
revolvía en el cajón del embutido.
–¿Hay jamón york? –se acercó
para asegurarse.
Compartimos una escueta cena. Entre
bocado y bocado, le daba algún mimo. Ella,
sin prestarme atención, deboró su ración.
–Nena, deberías comer más despacio,
masticar bien. Mira cómo te estás poniendo... –le reproché.
No me hizo ni caso. Obviamente, estaba
enfadada.
–¿Quieres un yogur?
–Quiero salir –se movía nerviosa.
–Me han dicho que es bueno tomar
yogur después de cenar.
–¡No aguanto más! –se volvió
enojada y se asomó a la ventana.
El aire removía su pelo mientras
perdía la mirada en el parque por el que solíamos pasear.
–Venga, te traigo postre y en cuanto
acabe salimos –mentí descaradamente.
Su actitud indeferente a mi
ofrecimiento hizo que me relajara. «Se conforma», pensé. Recogí
la mesa sin prestarle más atención, ella seguía en la misma
posición, dándome la espalda. No soportaba sus ademanes ni sus
exigencias. Cuando volví al comedor, la encontré sobre el sofá de nuevo,
boca arriba moviéndose sutilmente para despertar mi interés.
–Sois todas iguales... –le susurré
mientras le daba un beso en la mejilla.
–Quiero salir, porfa.
–Mi chica mimosa... –le dije mientras
llevaba mis manos hasta sus pezones.
Se incorporó con cierta prisa despreciando mis caricias y volvió a exigirme:
–¡No aguanto más! ¿Me oyes?
–Cálmate cariño, se van a enterar
todos los vecinos.
Regresé al ordenador; empezó a cansarme
tanto cambio de ánimo y seguí con mi trabajo.
–¡Quiero salir! ¿Me oyes? –exhortó.
–¡Basta ya, Lola! ¿No ves lo liado
que estoy?
–¡No aguanto más!
–¡Basta ya, he dicho! Cómo sigas
así vamos a tener un problema serio.
Se calló. Tras nuestra discusión, el
espeso silencio podía cortarse con las miradas que nos lanzábamos
furtivamente. Solo los avisos sonoros de los errores en el documento
conseguían romper esa atmósfera. No podía concentrarme.
Lola se levantó con tranquilidad y fue hacia el dormitorio. Supuse que se había rendido a la
evidencia. A los cinco minutos volvió con cara de satisfacción, más
relajada, y retomó la posición de descanso sonriéndome de forma
sospechosa. Aproveché la siguiente pausa para ir a ponerme al
pijama. Cuando llegué a la habitación, encontré una meada enorme
sobre mi almohada...
–¡Maldita perra!