Relato basado en la Mecánica
Popular, Raymond Carver
(De
qué hablamos cuando hablamos de amor,
1974-81)
No soportaba más la situación, la
enfermedad de Adela iba a peor y ella no quería admitir que
necesitaba tratamiento. A medio día tomé la decisión más dicícil
de mi vida, debía marcharme. El ambiente, frío y oscuro como el de
la calle, solo invitaba al silencio. Fui al trastero y saqué la
maleta. De vuelta al piso, la oí hablando por teléfono.
―Se va, mamá, se va y no puedo
hacer nada ―decía ahogando el aliento entre sollozos.
Me acerqué a ella, en cuanto
percibió mi presencia colgó y guardó silencio.
―Cariño, si quieres que me quede
no tienes más que decírmelo, por ti haría cualquier cosa, lo
sabes...
Me miró a los ojos, pensé que
estaría dispuesta a darnos otra oportunidad, pero volvió a lo de
siempre: a los gritos, a la pataleta, a la ansiedad. Le rogué que se
calmara, pero se iba encendiendo cada vez más. Busqué sus
pastillas, pero no las encontré. No quería seguirla, siempre me
recriminaba un acoso inexistente. No podía más, la decisión estaba
tomada. Fui al dormitorio y empecé a vaciar los cajones. Ella se
acercó a la puerta y se quedó allí, parada, en silencio.
―Adela... ¿Dónde tienes la
medicación?
No respondía, tenía la mirada
desencajada, fija en mí. Creo que jamás me había mirado con tanto
odio. No sentí miedo, jamás lo había sentido, solo pena. Seguí
vaciando mi vida; con cada camisa mal doblada que metía en la maleta
me parecía ir borrando cada beso, cada abrazo, todo el amor que
desde hacía tantos años nos había unido. Pero el agotamiento me
había llevado al límite. Si al menos Adela hubiera admitido que
tenía un problema, habría sido un paso adelante para superarlo,
pero no lo hizo. Pensé que con la llegada de nuestro hijo todo iría
mejor, pero la depresión postparto unida ya a su trastorno de base,
no hicieron más que agravar más la situación.
―¡Eres un cabrón! Me abandonas
ahora cuando más te necesitamos ―me gritó sin moverse del sitio.
No fui capaz de volverme, ni
siquiera de mirarle a la cara. Sentía su respiración agitada. Mi
actitud debía dolerle, pero mi corazón ya estaba roto hacía tiempo
y estaba entrenado en sus enfados. Seguí preparando la maleta,
colocando mis cosas como podía. Se acercó y me apartó de un
empujón. Vació la maleta sobre la cama.
―¿Qué haces? Estate quieta.
―¡Vete! ¿Quieres irte? Pues
vete, no te quiero aquí, ya no te quiero, ¿me oyes? ―decía entre
lágrimas mientras doblaba perfectamente cada prenda volviendo a
colocarla en la maleta con sumo cuidado.
Hice un repaso a lo que había en
el cuarto, poco más había que quisiera llevarme. Ella se dio cuenta
y corrió hacia la mesita de noche donde tenía la foto de nuestro
hijo.
―¡Es mío! ¿Me oyes? ―dijo
cogiendo el marco y llevándoselo al pecho.
―Adela no me hagas esto, sabes
que no puedes quedarte con él.
Y salió a toda prisa del
dormitorio en dirección al salón donde el pequeño jugaba en el
parque. Por un momento pensé en ir tras ella, pero no serviría de
nada. Cuando tenía esos arranques prefería dejarla hasta que se
calmaba. Cerré la maleta y cogí mi abrigo, otro día volvería a
por el resto. Eché una última mirada y apagué la luz despidiéndome
de todos los recuerdos.
La encontré en el umbral de la
cocina, con el niño en brazos.
―Entrégame al niño, no quiero
discutir otra vez contigo, ambos sabemos que...
―¿Qué? ¿Que soy una loca, una
mala madre? El niño es mío, ¿quién lo ha parido?
―Adela, no empieces...
Mi hijo empezó a llorar, parecía
no acostumbrarse a los gritos, tan normales en aquella casa. Lo
abrazó con más fuerza, sin dejar de mirarme. «El niño es mío»,
repetía una y otra vez. En la cocina, con cuchillos a mano me empecé
a temer lo peor.
―Dámelo, por favor, le harás
daño, te lo estás haciendo a ti misma. Adela, por favor.
―¡El niño es mío! ¿Me oyes? Y
nadie me lo va a quitar. Tú eres el loco, tú me has vuelto loca
―decía mientras intentaba consolar al pequeño―. ¡Fuera! ¡Vete!
Cada vez más dentro, pegada a la
mesa, iba encogiéndose como una madre protegiendo a su cachorro,
pero mi hijo lloraba cada vez más fuerte. Empecé a temer por su
vida. Solté la maleta y me acerqué a ella con cierta prisa,
intentando coger al chiquillo.
―¡Fuera! ¡Déjanos en paz!
―Adela, por Dios, le estás
haciendo daño, dámelo.
Se agitaba con violencia sin
percatarse de su carga. La situación se tornó violenta y las voces
llegaron al patio de vecinos donde algún curioso se había asomado a
la ventana para enterarse, como otras tantas veces, de lo que pasaba.
Rogué porque alguien llamara a la policía. Ella empezó a pedir
ayuda a gritos, el pequeño lloraba con más fuerza. Insistí, debía
apartarlo de ella, pero Adela se aferraba cada vez más a su pequeño
cuerpo. Pude al fin alcanzar uno de sus brazos y tiré de él hacia a
mí a sabiendas de que podía hacerle daño. Hubo forcejeo, ella se
revolvía y yo tiraba del brazo del niño. Sentí que flaqueaban sus
fuerzas y pensé que era el momento del último esfuerzo, debía
librar a mi hijo de aquel tormento. No sé qué pasó, en el mismo
instante en el que intenté coger su otro brazo, Adela se fue hacia
atrás dejando escurrirse al niño de entre sus brazos.
Lo siento, agente, no recuerdo qué
pasó después. Solo silencio, a mi hijo sin aliento y un rastro de
sangre sobre el suelo.
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