Las días se enlazaban con las noches
por costumbre, continuando con la antigua tradición de no parar el
tiempo. Pero las veinticuatro horas se me hacían eternas. A pesar
del trabajo, de los intentos por mantener las rutinas, mi vida había
dado un giro de 180º, algo inevitable cuando se pone fin a una
relación intensa, repleta de sueños incumplidos, de intenciones
silenciadas en el último rincón del armario. Durante años había
aprendido a vivir a otro ritmo que no era el mío y, de pronto, algo
vino a poner orden en el desorden desembocando en la inevitable
separación. Me fui de casa dejando atrás todos mis recuerdos, las
fotografías... Dejaba tantos años de compartir inútilmente. No
hubiera querido que fuera así, rompiendo una familia, una historia
aparentemente hermosa, pero a veces las cosas no salen como uno
espera...
En los primeros días sentía la
necesidad de hablar con alguien, de llenar ese vacío tan grande que
me había quedado y entonces llegó él. Con una vida paralela a la
mía, separado y con dos hijos. Me hablaba de ellos con pasión de
padre, de su historia ya casi olvidada y de sus ganas de iniciar una
nueva. Y surgió algo, un sentimiento hermoso y, a la vez, aterrador.
Una extraña intensidad empezó a guiar mis pasos, mis decisiones,
teniéndolo a él en cuenta para todo y me vi inmersa de nuevo en la
misma marea, pero en distinto mar. Me llamaba a diario convirtiendo
en sonrisas mi boca fría, planeando por los dos un devenir que, la
principio, se me antojó perfecto. Me enviaba mensajes al móvil a
cualquier hora del día, email cargados de propósitos ya conocidos y
empecé a sentirme absorvida por un presentimiento, algo me decía
que no era ni él ni el momento. Me asaltaron las dudas y puse nombre
a lo que me conmovía: «falsa intensidad».
Le pedí que me concediera unos días para pensar y los fijamos de mutuo acuerdo: «Hablamos en un par de semanas».
Necesitaba volver a mi espacio, a mi silencio, saber si le echaría
en falta. Siempre recuerdo una cita de Jorge Luis Borges, Uno está
enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única, y en poco tiempo supe que no tenía esa sensación. Después
de unos días, había recuperado algo parecido a la normalidad. Volví
a recuperar el sueño, los horarios, la dieta. Todo volvía a tener
su sitio, a pesar de faltarme parte del corazón. Me di cuenta de que
él no era, en realidad, la persona que estaba esperando.
A pesar de mi solicitud él insistía
en seguir quedando, sin importar la hora, a cenar en familia, ir al
cine o dar un paseo, cualquier excusa valía. Me sentía incluso
molesta por tener que rogarle que cumpliera el acuerdo, de tener que
silenciar el móvil para evitarle, pero la falsa intensidad me había
mostrado la verdad: a veces se siente por la simple necesidad de
cubrir una carencia sin ser objetivos.
Una amiga me dijo que en el amor no
hay objetividad, que es algo absurdo mantener la cabeza fría cuando
el corazón está caliente, pero ni eso sentía. Mi corazón latía
tranquilo y nada lo alteraba.
Faltaban solo dos días para cumplir
el plazo acordado. Casi le había olvidado cuando anoche, en medio de
una conversación, sonó el teléfono con un número privado.
Descolgué, era él:
―Hola cariño, estaba pensando... No
sé, ¿te apetece ir mañana a cenar a ese restaurante chino que hay
a la salida de mi trabajo? Pienso mucho en ti, en
nosotros. Mi hijo el mayor ha preguntado por ti, le he dicho que
cualquier día de estos te presentas con un Chupa Chups, de fresa,
claro, que son sus favoritos...
Hablaba sin parar como si nada pasara,
como si nos hubiéramos visto aquella misma tarde. Apenas me dejaba
interrumpirle. Cuando hubo un silencio esperando respuestas a todas y
cada una de las preguntas que me había hecho, solo pude decirle: «El
miércoles hablamos».
Sé lo que es la falsa intensidad, la
he vivido y no quiero caer en el mismo error dos veces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario