Llevaba días sin poder dormir bien y cuando al fin conseguía descansar un
rato, tenía pesadillas. Cada noche, en el plazo de pocas horas, todo
mi mundo se desmoronaba. Los sueños eran tan vívidos que me
devolvían al insomnio, encontrando alivio en mis ojeras. Los días
se hacían largos y pesados, el cansancio empezaba a hacer mella,
pero el miedo a caer en los brazos de Morfeo, aparentemente cabreado
conmigo, era mayor que el de sobrevivir a mis propios delirios.
Anoche soñé que caminaba huyendo de la tormenta cuando un pequeño rayo de
luz me atravesó, entonces me di cuenta de que era de cristal. El
miedo me hizo volver a la obscuridad que traían la lluvia y el
viento (podía oír el aire golpeando la persiana de mi dormitorio).
Inevitablemente, empecé a resquebrajarme a cada paso que daba; traté
de permanecer inmóvil (pude sentir mi cuerpo rígido contra el
colchón). Mis pies empezaron a desintegrarse, esquirlas
transparentes flotaban a mi alrededor (mientras un dolor agudo subía
por mis piernas). Un remolino de hojas jugó con mi pelo deshaciendo
la melena; una de ellas, la más astuta, vino a clavarse en mi
pecho (llevé rápidamente mi mano derecha al corazón para
protegerlo, pero no pude hacer nada). Ella puso fin al sueño; me
atravesó haciéndome estallar en ínfimos pedazos…
Desperté.
Estaba completa, en mi cama. El dolor había desaparecido. Mis pies
estaban donde siempre, como mi trenza despeinada. Aparté mi mano del
pecho y abrí el puño. En la palma tenía un trozo de cristal
clavado. Al arrancarlo no brotó sangre sino un líquido espeso, casi
transparente, era savia.
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