Resultas
ridículo. ¿No te das cuenta de que estás asustando a la gente? Tus
pasos torpes, tu mirada perdida, vas haciéndote hueco a golpes.
Acabarás llamando la atención de los agentes.
¿Y
ahora por qué te detienes? Sí, mírate en el escaparate, ¿qué
ves? Sólo encuentro a un perdedor y no soy yo.
—¡Déjame
en paz! —me gritas.
Reanudas
tu marcha sin rumbo fijo. Aceleras el paso, pero lo único que
consigues es que tu jadeo resulte grosero. Te golpearía sin dudarlo.
¡Reacciona de una vez! Caes al suelo —recuerda, yo no he sido—,
te quedas de rodillas en medio del río humano. Enseguida se hace un
hueco a tu alrededor, eres como la peste. ¿Lloras?
Eres
un despojo, ¿por qué me fijaría en ti? Me has engañado
completamente. Desde el primer instante me quedé prendada de ese
cuerpo de Adonis perfectamente esculpido, de esa candidez que
desprendían tu mirada y tu sonrisa, y tus manos… ¡Oh, Dios! ¡Esas
manos que escribían poesía sobre el cuerpo de tu novia! Lo dejaste
todo por mí, la dejaste a ella a pesar de tener planes de boda. No
te creía tan imbécil. Pero esa fue tu decisión, dejarte llevar por
el deseo, por la ambición. Jamás te prometí nada que no estuviera
a tu alcance, pero te empeñaste en complicar la relación…
—¡Cállate
de una vez! ¡Me vas a volver loco! —me recriminas.
Te
apoyas en el carrito de un niño para levantar tu estupidez. La mujer
grita asustada, se habrá pensado que vas a hacerle algo al pequeño,
¿o lo has hecho? Te acusa de haberle robado el caramelo, una
piruleta. ¡Ja, no me lo puede creer! Yo no, pero los demás te
siguen con mirada acusatoria, alguno hasta se ha atrevido a
insultarte. Vuélvete, ¿no me ves? Lo reconozco, he sido yo, pero
creerte culpable me da placer.
¡Corre!
¡Vamos, corre! ¡No pares hasta llegar al cementerio!
—¡Ayuda!
—¡Socorro! —solicitas hacia un público que ya no se digna en
escucharte.
Estás
solo. Quizá deberías mirar dónde pisas. Tropiezas, Vuelves a caer
de nuevo golpeándote con un banco de piedra. Te lo dije. Te encoges,
posición fetal. Gimoteas como un niño. ¿Qué haces?
—¡Déjame
en paz, por favor! —me ruegas.
¿Dejarte?
Nada me gustaría más que eso…
Han
pasado varias horas. Te quedaste dormido. Ni siquiera notaste la
sangre tibia cayendo por tu ceja, te heriste. Un grupo de niños te
observa. Uno de ellos saca la pistola de agua y comienza a
dispararte. Te espabilas. Tratas de alejarlos haciendo aspavientos.
Resulta cómico. Los chicos se van corriendo cuando ven tu cara
desencajada. «¡Loco, mamarracho!», gritan mientras se alejan.
Vámonos
a casa, anda. Me avergüenzas.
—Me
rindo —afirmas quejumbroso.
En
el portal te cuesta meter la llave, ¿sigues desorientado? Te
ayudaría, pero prefieres evitarme, hacer como que no estoy. Sabes
que no te servirá de nada. Subes por las escaleras. Seis plantas.
¿No estás suficientemente cansado? Yo iré en el ascensor, te
espero arriba. Sé que no escaparás, ya no tienes fuerzas ni para
eso. Déjame que abra.
—¿Por
qué no te vas de una vez? —preguntas a pesar de conocer la
respuesta.
En
un arranque, entras corriendo y tratas de dejarme fuera, casi lo
consigues. Tú mismo frenas el cierre con el pie, además te has
hecho daño. Disculpa que me ría… Te quejas. En el pasillo te
descalzas y te quitas el calcetín para ver si te has hecho algo. ¿No
cierras? Me arrojas el zapato cabreado, con todas tus fuerzas. Lo
esquivo fácilmente. Has conseguido alcanzar la puerta, ahora se ha
quedado entornada. Tú mismo.
Te
diriges al baño. Te desnudas. Adoro tu cuerpo. Buscas algo en el
mueble, mientras me acerco sigilosamente, no quiero que vuelvas a
apartarme de tu lado. Puedo percibir tu hedor, mezcla de sudor y
sangre, pero me atraes igualmente. Te abrazo desde atrás para que
puedas sentir mi calor. Llevo mis manos a tu sexo, no tarda
reaccionar. Miras al espejo, la ceja se te ha hinchado, apenas ver
por tu ojo izquierdo. No puedes verme, sigo detrás de ti.
—Porqué
me haces esto…
Porque
te deseo, así de simple.
Vacías
el frasco de pastillas y las tragas sin masticar. Abres el grifo y
bebes agua con ansiedad. Vas al dormitorio y te tumbas en la cama,
boca arriba. Tu erección continúa, aparentemente es la única parte
de tu cuerpo que responde a mis caricias. Cariño, dime que me
quieres.
—Estoy
tan cansado…
Vamos,
dímelo. Me desnudo despacio. La escasa luz que proviene de la calle
nos da la intimidad necesaria. Miro el despertador: las diez y media.
Deja que te ame una última vez, después me iré para siempre.
Suspiras. Me coloco sobre ti, a rítmicos movimientos conseguimos
acompasar nuestra respiración. Ahora somos uno. Te dejas hacer, no
tienes ganas de nada, pero yo te deseo ardientemente. Mordisqueo tus
pezones. Sueltas un quejido leve, apenas perceptible. Lamo tu cuerpo
hasta llegar de nuevo a tu verga, pero esta vez no despierta. Así no
hay forma, no das la talla como amante.
Me
aparto y me siento en la esquina de la cama, mirando hacia la
ventana. Fumo. El humo se colorea con el neón recién encendido del
restaurante chino. Puedo sentir cómo tu respiración se va haciendo
más lenta, más pausada. En la silla pegada a la cristalera están
tus prismáticos. ¿Aún sigues espiando a tu vecinita? Eres un
cerdo. Tomo asiento y ajusto la lente. Allí está. Quince años
desnudos, Una Venus en plena pubertad descubriendo su cuerpo. ¡Oh,
dioses, cómo os adoro! Se mira en el espejo, repasa sus senos
impacientes, los aprieta uno junto a otro. Su cadera, su viente
estrecho me llaman a gritos. Se sienta sobre el colchón y acaricia
sus partes, se prepara para el placer. Mi cuerpo vuelve a
despertarse. Busco el caramelo que robé a tu costa y lo chupo
ansiosamente pensando en ella. Creo que le haré una visita.
Me
levanto y me visto impaciente. Cariño, me esperan al otro lado de la
calle. Oigo crujir la puerta, alguien entra.
—Fran,
¿estás en casa? —es tu ex.
Déjame
que te bese antes del último estertor. Escapo con cuidado de no ser
descubierta. Desde la puerta puedo oír el grito desgarrado de la
mujer.
Fue
bonito mientras duró.
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