En
aquel edificio viejo y destartalado vivíamos solo seis mujeres, una
por cada década contando desde los treinta, —casualidades de la
vida—, en orden alfabético y ascendente. Las señoras Adolfa y
Balbina, las más antiguas, vigilaban la entrada a ambos lados del
hall. En la primera planta, Cayetana y Domi compartían piso
por temporadas: primavera y verano en casa de la primera, y otoño e
invierno en la de la segunda. Y en la última planta estábamos Eli y
yo. Éramos una pequeña familia, un matriarcado en el que, por años,
nos turnábamos la presidencia de la comunidad más como una hobby
que como una obligación. Aunque tuviéramos nuestros más y nuestros
menos, la simbiosis era perfecta.
Pero
esta historia no es la mía, tampoco la de mis vecinas de los pisos
inferiores, aunque entre todas ellas daban para una novela de varios
tomos. No, esta que os voy a contar es la de Eli.
Eli,
de Elicia, detestaba corregir a los de Correos cuando le traían un
certificado, aunque más detestaba su nombre. Siempre coincidíamos a
primera hora, cuando yo salía a trabajar y ella sacaba de paseo a su
bichón maltés, Magnum. Todavía me pregunto qué clase de nombre
era ese. Cada vez que lo llamaba, me la imaginaba sujetando las patas
traseras de su perro como si fuera el palito de madera, lamiéndolo,
la boca llena de pelos. Me da repelús solo recordarlo.
Era
una mujer normal, de cuarenta y pocos. No trabajaba. Ninguna sabíamos
de dónde sacaba el dinero para permitirse tantos lujos como se daba.
Las señoras Adolfa y Balbina tenían la teoría de que era alguna
rica heredera que quería pasar desapercibida; sin embargo, Cayetana
y Domi se decantaban más por el puterío. A mí, la verdad, siempre
me dio igual. Eli era generosa e inteligente, sabía bien a quién y
cuándo hacer favores, y siempre correspondía cuando se los
hacíamos.
Pero
esta historia que os voy a contar tampoco va sobre su vida, al menos
no de toda ella; esta que os voy a contar es la de la afición de
Eli.
Eli,
de Elicia, estaba tres veces divorciada. Las relaciones estables no
eran su fuerte. Estaba desencantada del amor; cada vez que me veía
entrar a casa con Héctor, mi novio de entonces, sonreía levemente
mientras meneaba despacio la cabeza de un lado a otro. Después de
cada discusión con él, iba a verla buscando un hombro en el que
llorar y siempre me decía: «No te fíes de los hombres, ellos solo
quieren una cosa y cuando se cansan de ti, la buscan en otro lado».
En una de esas visitas me llamó la atención una vitrina de cristal
donde lucían miniaturas de los perfumes más conocidos. En otra, me
fijé en la colección de muñecas de porcelana que descansaba sobre
varios estantes de la salita de estar. En la siguiente, sobre la
repisa del baño, pude contar al menos cincuenta piedras distintas,
todas del mismo tamaño. Sí, Héctor y yo discutíamos a menudo,
tanto como coleccionables tenía Eli.
—Te
gusta coleccionar cosas, ¿verdad?
—Sí,
es mi hobby
favorito. Algún día te enseñaré mi colección de llaves y la de
collares de perro, una lástima que los hicieran tan grandes, si
fueran un poco más pequeños le podría haber puesto uno distinto
cada día durante tres meses a mi Magnum —dijo besando amorosamente
a su chucho.
Mi
vecina era peculiar, pero más lo era la última afición que le
conocí: coleccionar amantes. No lo hacía en plan peliculero, era
«algo práctico» como a ella le gustaba decir.
Todo
empezó el día que se dio la última oportunidad con Cupido; se
registró en una de esas web de contactos y conoció a su primer
fascículo: Adrián. El muchacho, de mi quinta, se presentaba como
alguien discreto y maduro. Después de llevarla a cenar a un burguer,
ella le invitó a tomar una copa en su piso (casi mejor que le
hubiera puesto un Cola-Cao). Follaron toda la noche, lo sé no
porque les oyera sino porque Magnum aullaba a la vez que ellos se
dejaban llevar por la pasión. Obviamente no funcionó, ella
necesitaba algo más que una hamburguesa y un buen polvo para ser
feliz, así que volvió a intentarlo.
El
siguiente fascículo vino en italiano. Marco, peluquero y
esteticista, prometía embellecer y llenar de color su vida, pero lo
único que sacó fue un corte de pelo pasado de moda y unas mechas
que no le favorecían nada. Eso sí, volví a aguantar los aullidos
del dichoso can una noche más. «A la tercera va la vencida», me
dijo cuando nos encontramos una mañana en el rellano. La primavera
le trajo a sus brazos a Miguel Ángel, un adonis despampanante que
podía sacarte un ojo con el pezón si te acercabas demasiado. Con
este repitió un par de noches... Y seguidas... ¡Dichoso Magnum, no
se quedó afónico ni con esas! Pero tampoco terminó de convencerla.
A
todo esto, las señoras Adolfa y Balbina empezaban a creer en la
teoría de las vecinas del segundo, y Cayetana y Domi a envidiarla
cada día un poco más. A mí siguió dándome lo mismo lo que
hiciera con su vida, lo único que me fastidiaba de aquello era la
serenata que daba su perro cada noche de pasión.
Eli
empezó a cogerle un gustillo a aquello y decidió coleccionar
amantes. Había noches en que las entregas venían por pares;
recuerdo una ocasión en la que me presentó a dos gemelos, no
recuerdo los nombres. Altos y guapos, —como todos los números de
su colección—, trajeados, ambos con gafas de pasta (el mismo
modelo en distinto color) que les hacía más interesantes. La noche
en la que montaron el trío gritaron el nombre de algún santo cada
vez que se corrían, y os juro que recitaron casi todo el santoral.
Cada
dos semanas llegaba una nueva entrega. Lo tenía todo calculado:
siete días para entablar amistad, tres para intimar por escrito, dos
para la relación por teléfono, uno para conocerse en persona y el
último para follar. Solo repetía cuando era fin de semana, supongo
que para no quedarse sin plan. Nunca había cine ni escapada
romántica, y Eli parecía no tener hartura. Después de un par de
meses, Magnum cambió su banda sonora por atronadores ronquidos; aún
me pregunto cómo podía un perro tan pequeño resoplar con tanta
fuerza.
Todo
cambió el día que llegó un fascículo especial, de esos que vienen
en todos los coleccionables con algún regalo, los que suponen
lanzarse hasta el final o abandonar. Conoció a Adela en un chat. Las
dos tenían parte de su pasado en común, principalmente los tres ex.
No se cumplieron los plazos de rigor dado que mi vecina entendió
aquella relación como una bonita amistad. Una noche, después de una
visita al Prado, de ir al cine y unas cañas por la Latina, se
fueron a casa de Eli con intención de tomarse la última copa.
Estaban intentando meter la llave en la cerradura con la risa tonta
del que ha bebido un poco de más cuando yo salía a echar la basura.
Reconocí su risa al instante. Imaginaos la escena: ellas vestidas de
fiesta con taconazos y yo en pijama y zapatillas de andar por casa.
—¿Adela,
eres tú?
—¡Prima!
—dijo mientras se agachaba para abrazarme.
—¿Os
conocéis? —preguntó sorprendida Eli.
—Sí,
es mi primita. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos? —Adela
contaba con los dedos meses, años.
—Muchos...
Ni se te ocurra hacerle daño —susurré mientras lanzaba una mirada
inquisitoria a mi vecina.
Eli
me lanzó un beso, agarró a mi prima del brazo sin dejar que nos
despidiéramos y subieron a trompicones las dos plantas. Aquella
noche no se oyó nada, ni siquiera al perro.
Nunca
más volví a ver entrar a un hombre en casa de Eli. Acabó su
colección de amantes después de casi un año de entregas.
¿Queréis
saber qué pasó con el último fascículo? Tendréis que
preguntárselo a ella. Si os interesa, alquilo mi piso, es un segundo
sin ascensor, tres dormitorios, baño, cocina y comedor, con
calefacción central. Totalmente reformado. El barrio es muy
tranquilo, tiene zona ajardinada y está muy bien comunicado con el
centro. Lo mejor: las vistas y mis vecinas. La única condición: es
solo para treintañeras cuyo nombre empiece por «F».
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