Laura
tenía inquietudes como cualquier chica de su edad, pero tenía una
extraña costumbre a la que los suyos no terminaban de acostumbrarse:
gustaba de consultar las esquelas. Cada día desde hacía años,
primero a la vuelta del colegio y más tarde del instituto, examinaba
las defunciones. Si sus tareas se lo permitían, se acercaba al
tanatorio y se daba una vuelta entre los amigos y familiares del
fallecido, observando sus caras, sus gestos, sus comentarios. Buscaba
algo o alguien, aún no lo tenía claro.
Tampoco sabían que esa
«inquietud» le había llevado a experimentar con la muerte. Con
apenas ocho años arrojó al gatito de su hermana desde el balcón de
su piso, un noveno. Justo en el momento en el que el animal iniciaba
el vuelo, Laura corrió hacia el ascensor con la estúpida idea de
que llegaría a tiempo al último estertor del desgraciado, pero no
fue así. Primer intento fallido. Aquel «accidente» pasó
desapercibido en casa. Después vinieron pequeños experimentos con
insectos que se le antojaron triviales para la Parca. A los doce por
fin tuvo su primer contacto; con su abuelo en cama, muy grave, le
dejaron despedirse. Ella, fingiéndose compungida, se acercó al
moribundo y le susurró al oído cosas terribles, tanto que no me
atrevo a repetirlas. El hombre, que no podía pronunciar palabra,
tomó la mano de la muchacha con firmeza, como queriendo llevársela
con él al otro mundo. Laura empezó a chillar. Sus padres trataron
de que el abuelo la soltara, pero la tenía fuertemente agarrada. El
forcejeo duró solo unos segundos. De pronto, el silencio. Se sintió
satisfecha al notar cómo el frío pasaba hasta sus dedos. «Cariño,
el abuelo ha muerto», sentenció su padre. Lloró, era lo más
adecuado. Después sintió rabia, no encontró lo que esperaba;
tampoco en el tanatorio.
A Laura le gustaban las despedidas, pero
más aún las bienvenidas; estaba deseando saludar a la muerte.
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