lunes, 3 de mayo de 2010

Invisible no, gracias

Entraste en el control del aeropuerto y aunque me pediste que me fuera me quedé esperando tras el cristal para mandarte un último beso... No podía creerlo, te marchabas de nuevo sin más remedio. Estuve suplicándote que te quedaras aún después de haber facturado la maleta, pero las cosas son así, hay que aceptar y acatar cuando la meta, aunque lejana, merece la pena.
Y allí me quedé, esperando a solo unos metros, intentando encontrarte entre la gente a través de los tabiques invisibles. Cuando por fin se cruzaron nuestras miradas, nos delató el reflejo de las lágrimas que ambos aguantamos durante la despedida tratando de disimular un valor que se vuelve ridículo cada vez que nos separamos. Te quedaste quieto y yo no supe que hacer; rompí a llorar y me fui para que no me vieras así, para que tu último recuerdo mío no fuera el de esta tonta llorona que te echa de menos a cada segundo...
Empecé a andar, recorriendo el camino de vuelta a la estación de Atocha, pero esta vez el camino era más largo, infinito, pensé que me había perdido porque hasta las estaciones me parecían disintas. Las voces de la gente en el vagón, cada curva que tomaba, las miradas furtivas... Todo empezó a desdibujarse, a perder su esencia y yo creí volverme invisible.
Supongo que es el síntoma habitual de esta soledad que queda cada vez que te vas. Silencio y más silencio. Hasta mi voz se hace extraña; han crecido telarañas en mi garganta y me cuesta emitir el más mínimo sonido.
Una vez me preguntaste porqué hablaba con las gatas, ¿lo entiendes ahora? No quiero volverme invisible, si así lo hiciera desaparecería y no quiero. Quiero estar aquí para cuando vuelvas, de hecho te esperaré en el mismo sitio, al otro lado de las paredes de cristal, a pocos metros entre tu futuro y mi opacidad, aguardando a que vuelvas de nuevo conmigo.

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