viernes, 20 de diciembre de 2013

El elegido

La reunión estaba convocada a las cinco de la tarde. Algunos se retrasaron; hacía mucho frío y daba pereza venir hasta tan lejos sólo para discutir algo que podía resolverse al día siguiente, pero Fran, «el Jefe», se empeñó en que había que zanjar el asunto cuanto antes. Cuando estuvimos todos, se propuso una ronda de intervenciones donde cada uno expondría su solución. La decisión que había que tomar era importante. Llevábamos ya varios días inmersos en aquel terrible proyecto que odiaba profundamente. Sentados en torno a la improvisada mesa de despacho, no pasamos de la primera propuesta; empezamos a discutir y a alzar las voces. Cuando Álvaro y Pedro llegaron a las manos, Fran puso fin a la discusión.
—¡Basta ya! ¡Parecéis nenazas! —gritó con fuerza.
Callamos. Volvimos a tomar asiento. El vaho que exhalábamos avisaba que se acercaba la noche, casi podía notarse cómo bajaba la temperatura a cada momento. Miré el reloj, eran casi las seis.
—Hay que cerrar esto ya. Uno de nosotros lo hará —afirmó con seguridad Fran.
Nos miramos a los ojos. Nuestra mirada delataba el miedo que sentíamos.
Buscábamos al elegido evitando ser nosotros mismos. Acabamos centrándonos en «el Jefe». Él era el más fuerte, el más decidido; al final siempre era quien tomaba las decisiones, nos gustaran o no.
—Yo no puedo hacerlo; bastante responsabilidad tengo con elegir al encargado.
—Eso no es justo, todo esto lo iniciaste tú —le recriminó Ángel.
—¿Perdona? Yo no os obligué a seguirme, estáis aquí porque queréis —respondió Fran amenazante.
—Es cierto, pero seguir con el «proyecto», como tú lo llamas, es despreciable y malvado. Debimos dejarlo pasar —comenté.
El ambiente empezaba a calentarse de nuevo. En cierto modo temíamos su reacción; más que un jefe, era un dictador. Ángel y yo habíamos osado replicarle, ya estábamos hartos de obedecer sus estúpidas órdenes, más aún cuando llegaban a ser crueles. El resto nos observaba desde la barrera, expectantes. Después de un largo minuto de silencio, Fran volvió a ordenar:
—¿Dejarlo pasar? Es un experimento. Ensayo y error, así es como se aprende todo en la vida. Nosotros, todos, empezamos esto y todos debemos acabarlo.
—¿No dijiste que sería uno solo? —pregunté. En qué momento se me ocurriría…
—Llevas razón. Serás tú.
—¿Yo? ¿Por qué yo? Has dicho que lo acabaríamos entre todos.
—¿Estamos todos de acuerdo en que sea Óscar el elegido? —preguntó ignorando mi respuesta.
—Sí, es el mejor candidato. Por favor, que sea rápido, queremos volver a casa —respondieron al unísono Álvaro y Pedro sin dudarlo.
Ángel no dijo nada. Me miró con una inmensa tristeza y afirmó sin pronunciar palabra. Estaba decidido, yo era el elegido. Fran me acercó un palo.
—Debes hacerlo ahora.
—Apenas hay luz. Mañana lo haré —dije soltando la madera.
—No. Debe ser ahora —ordenó «el Jefe» volviendo a colocarme el arma en la mano.
Miré a mis amigos buscando ayuda, pero se habían transformado. Ya no había opiniones contrarias, nadie que cuestionara la autoridad. Esperaban impacientes a que cumpliera con mi deber.
—Chicos, no puedo. Yo… No puedo —rompí a llorar.
—¡Eres un puto cobarde! ¡Dame eso, yo mismo lo haré! —dijo Fran mientras me empujaba.
Me arrancó el palo y fue hasta el animal que permanecía inmóvil, acurrucado sobre un cartón. Detrás de él, le siguieron los demás. Ángel se acercó y me ayudó a levantarme.
—Si no lo detienes, lo matará, lo sabes.
—¡No! ¡Espera! ¡Fran, lo haré! ¡Lo haré yo! —corrí desesperado.
—Así me gusta. Te hemos elegido todos, cumple como un hombre.
Le odié como nunca antes lo había hecho.
Volví a coger el arma. Me tomé mi tiempo. Ya se había hecho de noche; buscaba la oscuridad como aliada. Ángel se marchó poniendo una excusa estúpida; sabía que no podría soportarlo. Los demás sacaron el móvil y alumbraron el rincón. Me acerqué al perro que, moribundo, me lanzó una mirada suplicante. No necesitaba más agresiones. Su escuálido cuerpo sólo buscaba consuelo, algo que echarse a la boca. Sentí más pena por mí que por él.
—¡Vamos! ¿A qué esperas? —azuzó Fran.
Levanté el palo con todas mis fuerzas. Una idea cruzó mi mente: cuanto antes acabe con su sufrimiento, mejor para todos. Me volví hacia mis amigos.
—¡Venga Óscar, que nos queremos ir a merendar!
¿Merendar? Estaban allí quietos, mirando, esperando a que matara a aquel pobre animal indefenso. ¿Cómo se puede ser espectador de tan macabra visión y pensar en comida? No sé bien quién se llevó el primer golpe. Recuerdo que se mezclaron mis lanzadas con los haces de luz que despedían los teléfonos. Hubo gritos y llantos. Salieron corriendo despavoridos. Dejé caer el palo. Me senté en el suelo, derrotado por el cansancio, intentando recuperar el aliento. Saqué el móvil del bolsillo para iluminar la escena. El animal permanecía tumbado. El teléfono empezó a sonar. Vi mi rostro reflejado sobre la pantalla y detrás, la foto de mi madre mirándome a los ojos.
—Cariño, ¿dónde estás? Tu padre y yo vamos a salir a hacer unos recados. ¿Llevas llaves?
—Sí, no te preocupes.
—No vuelvas tarde.
—Mamá, ¿dónde guardas las mantas viejas?
—¿Por qué?
—Tengo un proyecto. Luego en casa te lo enseño.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Amor

Siempre digo que no encuentro palabras para expresarte mi amor… Miento, hay tantas que no sé por dónde empezar.

jueves, 28 de noviembre de 2013

La ceguera

Desde pequeña tenía la manía de cerrar los ojos con todas mis fuerzas cuando me encontraba en una absoluta obscuridad por miedo a encontrar algo inesperado. Solo los abría cuando tenía la seguridad de que había luz, cuando intuía claridad al otro lado. Todo ha cambiado esta noche. Me he levantado alertada por los ladridos del perro. He salido del dormitorio sin encender. He oído pasos al final del pasillo. Asustada, me he ocultado en la negrura de mi ceguera voluntaria. Al poco tiempo, con los ojos bien cerrados, he recuperado la vista. Alguien me espera al final del túnel.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Brotes de esperanza

Mientras todos duermen, Isabel se dedica a cuidar sus flores. Con el último beso de buenas noches, deja la lectura y se traslada al cuarto de costura. En la mesa descansan sus herramientas de jardinería: agujas de 16 pulgadas, lanas de colores y cintas de raso. Solo hizo una muestra de cada color que ahora descansan en pequeños floreros sobre el quicio de la ventana. Hoy ha añadido al pulverizador unas gotitas de esencia de vainilla. Riega cada noche sus plantas con la esperanza de que nazcan nuevos brotes. Sus manos, enfermas, ya no pueden añadir vida a las hebras.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Hoja en blanco

Después de leer durante varias horas, tengo claras varias cosas:
No, un microrrelato no es una secuencia de palabras bonitas escritas en prosa poética. Sí, yo también soy aficionada a esta composición absurda. No, no pienso volver a caer en la trampa de buscar la palabra adecuada.
¡Madre mía! He leído una y otra vez la misma historia con distinto traje: él, que se va; ella, que se desengaña; y, cualquiera de los dos muertos. Al final siempre es lo mismo. Sí, es cierto que la muerte es uno de los grandes temas literarios, pero ¿por qué no hablar de la vida? ¿Tan difícil es? ¡Claro, es más fácil sacarnos los trapos sucios! Y obviamente, más divertido. Pero creo que un final feliz de vez en cuando viene bien para coger el sueño.
Cómo detesto que los escritores desprecien su nombre. ¡Señores, González, López, Rodríguez… del mundo! ¡Poseen una tilde, hagan uso de ella! Y qué decir de las erratas, las faltas de ortografía y de gramática. Sí, yo también las cometo, pero es más por escribir deprisa que por desconocimiento. No, no pienso pasar ni una, ni siquiera de las mías, pero es que hay algunas que dañan la vista y ya soy bastante miope.
Y qué decir de las dichosas metáforas… Algunas son espesas como mi puré de patata, difíciles de digerir. ¿No sería más sencillo recurrir a expresiones sencillas? Sí, lo reconozco, yo también me paso en ocasiones. No, procuraré no volver a abusar de ellas. Mi profesor de novela me dijo en más de una ocasión que hay que huir de lo falsamente literario. ¡Es tan complicado! ¡Algunas frases quedan tan lindas! Pero… Seamos francos, para gustos los colores. Sí, es una frase hecha, de esas de las que deberíamos desprendernos como si fueran la peste porque tanta, taaaanta repetición ya cansa. ¿Acaso no existen formas nuevas para describir lo viejo? Señores escritores, hagamos todos un esfuerzo.
He de reconocerlo: no todo lo leído ha sido absurdo. Algunas líneas han merecido la pena. Aquellas que me han sacado una sonrisa o que me han hecho pensar en algo de mi pasado. Sí, es cierto, salvo algunos textos, pero qué sensación tan triste me queda al pensar que de cientos solo valen un par. Me preocupa ciertamente repasar todos mis escritos y descubrir que la mayoría de ellos puedan ser basura.
En resumen: la vida comienza desde que nos engendran hasta que exhalamos nuestro último aliento, la muerte no es más que el final de la vida, el amor es solo un cambio químico, como la tristeza o la alegría; sí, nos dejarán mil veces, tantas como lo haremos nosotros y sufriremos, sufriremos otro cambio químico… Resumiendo mi resumen: escritores, sigamos en el empeño de transformar en sentimientos esos cambios químicos, pero, por favor, aportemos algo más de originalidad.
¡Ahora me siento como un sarmiento, seco y flaco! Oigan, también tengo sentimientos y una necesidad fuerte de plasmarlos. ¡Quién tiene miedo ahora a la hoja en blanco!

martes, 19 de noviembre de 2013

Había algo más en la habitación, algo más que obscuridad y silencio, pero el miedo me impedía descubrirlo. Noche tras noche, traté de engañarme colocando velas encendidas y dejando la persiana subida algunos centímetros, pero cuando la cera se acababa derritiendo y la noche caía cerrada, volvía la misma sensación. No, no estaba sola, lo sé. Quizá fuera mi sombra que, desembaránzose de mis talones, intentaba despedirse. Quizá fuera mi vida que, expectante, esperaba el nuevo día.
Una mañana, cuando la primera luz del alba asomaba por el hueco de la ventana, abrí tímidamente los ojos. Aún tapada con la manta, estúpido escudo, sin mover ni un sólo músculo, oteé a mi alrededor. Sus ojos me miraron fijamente y con una voz pedregosa dijo: «No, no estás sola».

Cuando me pierdas, lo perderás todo

De qué vale atesorar momentos, de qué guardar secretos bajo llave. No trates de repasar fotografías con caras sin nombre, ni ciudades que visitaste, ni siquiera el día que nació tu primer hijo. Porque lo perderás todo cuando pierdas la memoria. Lo perderás todo cuando la pierdan los tuyos. No serás más que un nombre en una lista, en una lápida fría.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La edad del olvido

Las palabras se fueron marchitando lentamente en su boca. Apenas recordaba el sabor del «amor», pero sí tenía muy presente el del «olvido». Se desenmarañó del sillón ajado que durante tantos años había consolado su cuerpo en interminables siestas y fue al baño. Allí, levantó su mirada gris y se observó en el espejo. La imagen borrosa fingía la juventud de antaño. Esperando un último milagro, alzó la mano en movimiento remiso y emborronó el vaho para descubrirse envejecido. Descubrió surcos sinuosos, manchas estratégicamente distribuidas y el pelo blanquecino coronando su cabeza. «Tu cara me suena, ¿nos conocemos de algo?»

miércoles, 30 de octubre de 2013

Brotes de esperanza

Mientras todos duermen, Isabel se dedica a cuidar sus flores. Con el último beso de buenas noches, deja la lectura sobre el escritorio y se traslada al cuarto de costura. Sobre la mesa, descansan desde hace tiempo sus herramientas de jardinería: agujas de 16 pulgadas, lanas de colores y cintas de raso. Sólo hizo una muestra de cada color que ahora descansan en pequeños floreros dispuestos sobre el quicio de la ventana. Hoy ha añadido al pulverizador unas gotitas de esencia de vainilla. Riega cada noche sus plantas con la esperanza de que nazcan nuevos brotes. Sus manos, enfermas, ya no pueden añadir vida a las hebras.

jueves, 17 de octubre de 2013

Justicia para el roedor

—Vuelva a explicármelo desde el principio.
—Verá, señor policía, aquella noche volvía del trabajo, cansado, como siempre. Tengo un trabajo de mierda, ¿sabe? Mi jefe me explota. Paso diez horas sentado delante del ordenador revisando sus sandeces y...
—No se vaya por las ramas. Continúe.
—Pues eso, volvía del trabajo andando y son al menos cinco kilómetros. Cuando llegué a la plaza que hay frente a los pisos que la constructora Sainz dejó a medias, encontré a tres niños apaleando al animal. Al principio pensé que era un pobre gatito. Me acerqué con intención de salvarle la vida; lo que estaban haciendo esos gamberros me hizo hervir la sangre. Empecé a gritarles a cierta distancia para que dejaran de maltratar al bicho, pero se rieron de mí. Solo cuando inicié la carrera hacia ellos se detuvieron retrocediendo un pasos. Al llegar a su altura, pude ver que no era un felino. Se trataba de una sucia y asquerosa rata. Apenas le quedaba un hilo de vida. Los chavales se fueron hasta el banco más cercano y se sentaron a observar mi reacción. La alimaña se retorcía de dolor. Sentí grima. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al ver la sangre oscura que manaba de su boca. Pude oír las risas de los niños cuando me daba la vuelta rendido a la evidencia. Justo en ese instante, escuché su voz débil. La rata, extenuada, solo dijo una palabra: «Venganza» mientras señalaba a sus tres asesinos con el único dedo vivo que le quedaba. Su uña mugrienta decidió el destino.
—¿Y por eso les cortó la mano derecha a los pequeños?
—No exactamente, a uno de ellos le corté la izquierda porque era zurdo. Alguien tenía que hacerle justicia a la sucia y asquerosa rata.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Don Fernando

Después de mucho tiempo, Juan y Elisa decidieron cambiar de aires. Sus hijos se habían independizado y la casa de cinco habitaciones se les hacía innecesariamente grande. La única condición que le pusieron al agente de la inmobiliaria fue que su nuevo hogar tuviera un gran comedor para poder reunirse todos y un trastero de considerable tamaño.
A finales de agosto organizaron una última comida a modo de despedida. Sus hijos fueron llegando, unos más puntuales que otros, cada uno con sus parejas, sus niños y sus juguetes. Algunos traían platos con comida, otros bebida. Al pasar todos comentaban lo mismo:
—¡Qué triste! ¡Qué desangelada! —decían con cierta tristeza.
Su casa, donde se habían criado, estaba ahora vacía, no quedaba ni un solo cuadro colgado. Las últimas cajas que quedaban por recoger estaban fuera, junto a la puerta del porche. Allí, sus padres habían preparado varias mesas, con manteles de papel y vasos y cubiertos de plástico. No faltaba nada por empaquetar.
Después de disfrutar de un buen rato en familia, mientras los adultos tomaban el café entre risas rememorando algunas de sus travesuras, los niños se distraían jugando al escondite detrás de los paquetes. Alicia, la más pequeña de las nietas, tropezó y tiró una de las cajas que aún permanecía abierta. Rápidamente, la madre de la chiquilla fue a ver qué había pasado. Cuando llegó, su hija ya estaba corriendo por el jardín con el resto de sus primos. Antes de volver a la mesa, se entretuvo recogiendo las cosas que se habían quedado desperdigadas tras el accidente de la niña. De entre todas, le llamó mucho la atención una pipa.
—Papá, ¿esta pipa es tuya?
—Mía no, será de tu madre —dijo sorprendido.
Todos se quedaron perplejos.
—¿Cuándo has fumado tú en pipa, mami? —preguntó el mayor.
Elisa rió a carcajadas. Estaba segura, solo había sido una vez. Lo recordó como si fuera ayer. La pipa era de don Fernando, su maestro de escuela. El hombre se pasaba las horas de clase paseándose de un lado para otro del pasillo con la pipa en la boca. Unas veces encendida, otras apagada. Vaciarla, limpiarla y volver a rellenarla de tabaco era el ritual que repetía todos los días nada más entrar por la puerta. No tenía claro el motivo que la había empujado a robarla. Realmente detestaba aquel olor. Un viernes, antes de irse, en un descuido del maestro, Elisa metió la pipa en el abrigo y echó a correr en busca de su madre que la esperaba fuera. Durante el trayecto a casa, apretó todo lo que pudo la solapa del bolsillo para que la mujer no se diera cuenta de lo que escondía. Notaba un calor tibio que aliviaba el frío de su mano. Cuando llegaron, fue corriendo a su cuarto, sacó la pipa y la chupó con todas sus fuerzas. Sintió un asco horrible. Empezó a escupir y a toser. Abrió la ventana y la tiró afuera. La pipa quedó sobre la nieve exhalando sus últimos estertores. Al día siguiente, Elisa decidió recuperarla para devolvérsela a su dueño, pero la humedad había hecho que se hinchara. Solo tenía dos opciones: dejarla donde estaba o guardarla hasta que volviera a recuperar su forma original. Decidió recogerla y esconderla al fondo del baúl de sus juguetes para que nadie pudiera encontrarla. Allí permaneció durante años. Mucho tiempo después, fue pasando de caja en caja, de casa en casa, sin que nadie se fijara en ella, ni siquiera Elisa.
—Mamá, que te despistas ¿Nos vas a decir cuándo has fumado tú en pipa?
—Una vez, solo una.

martes, 15 de octubre de 2013

La curiosidad mató al gato

Entonces... se escuchó un grito pidiendo auxilio que me despertó. Me incorporé en la cama intentando recuperar el aliento. Creí que todo había sido un mal sueño y volví a acostarme. Pasé un rato dando vueltas intentando retomar el descanso, pero no fui capaz. Me levanté y fui arrastrando los pies hasta el baño. Oriné intentando atinar en la taza, pero aún estaba medio dormido. Al acabar, me lavé las manos y miré el reloj: las cuatro y cuarto; solo faltaban un par de horas para que sonara el despertador. De camino al dormitorio volví a oír las llamadas de socorro. No sabía exactamente de dónde provenían. Me acerqué a la ventana del comedor, pero no vi a nadie. Fui hasta los dormitorios que dan al patio interior; tampoco descubrí el origen de la llamada desesperada. Pensé que algún vecino debía estar viendo una película de terror y abandoné mi búsqueda.
Con el sobresalto se me había puesto un buen dolor de cabeza. Decidí tomarme una aspirina y entretenerme con el canal 24 Horas a ver si recuperaba el sueño. En la cocina preparé una taza con leche y la metí en el microondas. Cerré la puerta y seleccioné el tiempo: dos minutos. En ese momento sonaron los gritos con más fuerza. Un hombre amenazaba a una mujer que lloraba desesperada.
—¡Eres una zorra, te mataré!
—Cariño, por favor, te juro que yo no...
Dos minutos, tiempo más que suficiente para forcejeos, golpes, un grito ahogado, una respiración cada vez más pausada y un último estertor que entraron a través de la campana del extractor. Me quedé paralizado. En ese instante, la alarma del microondas sonó; mi única reacción fue soltar el bote de Nescafé que, al caer al suelo, se rompió en pedazos.
—¿Quién hay ahí? —preguntó el asesino.
Podía imaginarlo asomado a su campana esperando encontrar la cara de alguien, la mía. Tragué saliva y contuve el aliento, ni pestañeé. Al otro lado, el hombre empezó a silbar la marcha del Coronel Bogey. Mi corazón latía a toda velocidad, juraría que él podía oírlo desde su cocina. La alarma del microondas volvió a sonar. Me estremecí.
—¿Quién hay ahí? —insistió de nuevo.
Cerré la boca y los ojos con todas mis fuerzas. Él retomó la melodía. La música resonaba a través de la campana. Decidí sacar la taza antes de que volviera a avisar el electrodoméstico. Sin darme cuenta, caminé descalzo hasta la puerta y pisé algunos cristales. Mordí mi labio inferior intentando reprimir el grito de dolor, pero se me escapó un pequeño quejido.
—¿Qué, te has cortado? —su risa malvada martilleó mis oídos.
Miré hacia abajo y vi salir un hilo de sangre por debajo de mi pie derecho. Haciendo un esfuerzo, llegué hasta el microondas y saqué la leche maldiciendo por dentro mi dolor de cabeza.
—Si no me hubiera movido de la cama nada de esto habría pasado —pensé.
Dejé la taza sobre la encimera y miré la herida. Arranqué el cristal que tenía clavado y fue el sonido de una gota de sangre cayendo al suelo la que me hizo darme cuenta del silencio que había. Ya no sonaba nada, no había gritos ni silbidos. Enrollé papel de cocina alrededor del corte y fui a buscar mi móvil, debía avisar a la policía. Justo cuando pasaba por delante de la puerta de entrada, oí el silbido por la escalera. Mi cuerpo empezó a temblar de forma incontrolada. Ya había marcado el 112. El sonido era cada vez más cercano, debía estar bajando las escaleras. No sé porqué, pero un arrebato de curiosidad me llevó a levantar la mirilla. Allí estaba, cargando con el cuerpo de la mujer. Justo en ese instante, sonó una voz femenina al otro lado del teléfono: «Policía, ¿dígame?». Colgué la llamada, no quería que el asesino me descubriera. Permanecí unos segundos quieto, soportando el dolor de mi pie, con el miedo metido hasta el tuétano. De nuevo silencio, de nuevo la curiosidad. Corrí de una vez más la mirilla. Al otro lado estaba el hombre manchado de sangre, sonriéndome con la mirada fija. Levantó el brazo izquierdo, en su mano un cuchillo de cocina ensangrentado me apuntó directamente.
—Sé que estás ahí —rió burlonamente y continuó silbando mientras bajaba las escaleras.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Muuuuuuucha mala leche

Me mira desde lo alto del estante, perversa. A ciertas horas sus ojos saltones, su lengua juguetona y el cencerro inmóvil, resultan simpáticos; pero cuando cae la noche se transforma. La vaca de barro que ocupa un lugar prominente en el salón parece tomar vida, retoma su enfado constante. Frunce el ceño, me observa fijamente. De su boca, pende una gota de saliva y el badajo me apunta directo entre ojo y ojo. Creo que me odia, quizá quiera comerme. Lo mejor será que me vaya a dormir. Mañana, con las primeras luces del alba, volveremos a sellar la paz.

jueves, 3 de octubre de 2013

El interruptor

«Érase una vez...». Así comenzaba siempre Beatriz a narrar cuentos a su pequeña, desde Caperucita hasta el Rey Rana, cada día uno distinto. Aquella noche, mientras la niña terminaba de acurrucarse en la cama, su madre empezó la historia de Pulgarcito: «Érase una vez...», pero algo la interrumpió: la lamparita dejó de funcionar. Beatriz fue a buscar una bombilla nueva. Durante esos minutos, Carmen no pudo más y cerró los ojos rendida por el cansancio. Cuando la mujer volvió y repitió el comienzo, su hija la interrumpió: «Mamá, déjalo para mañana, ese ya me lo sé» y se durmió profundamente.

Amor

Siempre digo que no encuentro palabras para expresarte mi amor... Miento, hay tantas que no sé por dónde empezar.

El gusano iluso

Érase una vez un miriópodo, concretamente un ciempiés que quiso ser humano desde que vino al mundo. Aprendió a masticar pausadamente, usó un par de gafas de diseño para sus cuatro ojos y fundas de ganchillo para su par de antenas. Coqueto, lucía cada día un cinturón distinto en cada uno de sus veintiún anillos. Llegó a calzar cincuenta pares de botas de tacón alto, todas del mismo número, presumiendo de un andar sinuoso. Pero sólo consiguió tropezar cien veces con la misma piedra.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Confesiones literarias

—Al principio fue divertido. Simplemente me dediqué durante unas cuantas noches a transcribir lo que doña Enriqueta relataba al resto de víboras acerca de los cuernos de Isabel, mi vecina de planta. A la hora del café, con Jorge Javier Vázquez de fondo, la buena mujer, como una colaboradora más del show, presentaba los hechos —probados según ella—; después de su afilada exposición daba paso a las contertulias. Entre voces y aspavientos, los rumores recorrían el patio interior del antiguo edificio de vecinas infestándolo todo. Así nació mi primera novela de éxito, «Se pilla antes a un adúltero que a un mentiroso». No lo podía creer, en menos de seis meses ya era superventas.
—Claro, es una obra maestra. Tus anteriores libros eran basura —afirmó con rotundidad Ismael.
—Hombre, yo no los calificaría como basura; es cierto que tenían poca gracia, pero…
—¿Poca? Más bien ninguna.
Respiré profundo. Conté en silencio hasta diez para recobrar la calma. Durante ese corto intervalo de silencio, me incorporé un poco para apagar el cigarro en el cenicero. Al lado, sobre la mesa, en forma de abanico, tenía colocadas sus tarjetas: «Ismael Lozano. Editor». Tomé una y descoloqué el resto como represalia por su insulto.
—¿Y bien? ¿Qué querías contarme? No tengo todo el día —me invitó amablemente a seguir con mi declaración.
—Al poco tiempo, me pediste un segundo libro. Prácticamente me exigiste el mismo nivel y fue complicado. Tuve que ingeniármelas para hacerme un hueco en el club social de doña Enriqueta. Me costó muchas tardes de favores, recados y chapuzas en su casa. Pasé de ser un don nadie a ser el niño de sus ojos; si hubiera continuado con aquella pantomima habría acabado nombrándome su heredero, estoy seguro. Con el paso del tiempo y el divorcio de Isabel, el tema de conversación había cambiado. Ahora, las vecinas, generosas como siempre, habían puesto el foco de atención sobre Leo, el chico del conserje. La verdad es que se le veía venir, ya desde niño apuntaba maneras. Los rasgos afeminados se hicieron más patentes con el tiempo y, claro, según Enri —como le gustaba que la llamara— era más maricón que un palomo cojo. Tanto insistió que acabó convenciéndonos a todos, incluido al padre, que decidió llevarlo a unos cursillos católicos para reformarlo. Al final acabó haciéndose cura.
—Genial el título, «Padre gay, cura maricón» —dijo entre risotadas que me resultaron casi insultantes.
—A mí no me hace ni puta gracia.
—Ya, bueno, pero volviste a desbancar a Erika Leonard y sus jodidas «Cuarenta sombras de Grey».
—Son cincuenta —le corregí.
—Como si son dos mil, me da igual. Conseguiste vender más que ella las Navidades pasadas, ¿qué más quieres?
—No quiero seguir con esto.
—¿Con qué? ¿Escribiendo? ¡Eres escritor, maldita sea! ¿Ahora quieres cambiar de profesión? ¿Qué quieres ser, sexador de pollos? —volvió a reír.
—Quiero decir que no puedo seguir con esto. No soy escritor, soy transcriptor. Únicamente me dedico a pasar al papel todas y cada una de las calumnias de mis vecinas, me avergüenzo de ello. Además pensé que pasaría desapercibido, la mayoría de ellas, lo más que han leído en su vida es la Biblia. Pero no contaba con sus hijos ni sus nietos, ni los amigos de sus hijos y sus nietos. Por más que traté de cambiar los nombres y las descripciones de los personajes, me han pillado. Enri ha dejado de ser Enri, ha vuelto al doña y al nombre completo al darse cuenta de mis verdaderas intenciones. Su nieta —maldita niña— la puso sobre aviso.
—No insultes a nuestros lectores, son los que te dan de comer —aseveró con sarcasmo.
—Ahora ya no me habla nadie en la escalera, salvo para pedirme que les firme el libro para algún conocido.
—¿Cuál es el problema? Cómprale unas flores y listo. Necesito un tercer libro en el plazo de un mes, así que no te demores.
—No puedo, me niego. Estoy seguro de que ahora estarán rajándome a mí. Casi puedo verlas, asomadas cada una a su ventana, imitando mi forma de hablar. Se estarán mofando de cada momento en los que participé en sus reuniones.
—¿Eso te preocupa? Con lo que has ganado con tus últimas dos novelas puedes permitirte un piso en la misma Plaza Mayor de Madrid.
—Yo no quiero eso... No sé qué quiero la verdad —dije compungido.
—Pues yo lo tengo muy claro: quiero un tercer libro así que ya te estás buscando otro vecindario con viejas glorias que te surtan de buenas historias.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

El silencio

Para la mayoría, el silencio es ese momento en el que no se oye nada. Para mí, es aquel en el que mis ideas descansan, y yo... Yo no conozco el silencio.

Amor fraternal

Pasé por delante de su puerta que, entreabierta, dejaba escapar algo más que la estridente música de quinceañeras. Ella, más ocupada en escoger el conjunto para ir al cine, descuidó de miradas furtivas su reflejo en el espejo. La había visto muchas veces, pero nunca así. Conocía a la perfección su uniforme del colegio, la talla de sus calcetines y hasta el color favorito de sus cintas del pelo, pero hasta la fecha no la había contemplado en pleno desarrollo en ropa interior. Su cuerpo dejaba asomar los pechos casi con timidez, sus pezones marcaban las flores del sostén y, en su braguita, tras la sonrisa de Winnie de Pooh, se escondía un jardín aún por florecer.
Me descubrí exaltado, con el corazón agitado y la respiración entrecortada. Tapé mi boca con fuerza por miedo a ser descubierto y me escondí en el pasillo. Mi sexo por fin había despertado. Jamás le confesé a mi hermana que la amé desde aquel mismo momento.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Determinación

Lavaba sus manos con cuidado, observando cómo la sangre se diluía mezclada con el agua. No sentía nada. No cabía el arrepentimiento, ya no. «Lo hecho, hecho está», pensó. Se miró al espejo mientras dejaba escurrir su pecado por la pila del lavabo. Tomó la toalla y mojó parte de la tela. Limpió sus lágrimas y se dijo a sí misma: «No era tan difícil».

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Poesía es...

... el dulce verso de tu boca.

Nunca jamás


Te pedí que no volvieras a intentarlo y sigues empeñado en encontrarme. Prosigues con la caza cada noche, persiguiéndome hasta la extenuación. Estás convencido de que el silencio es tu aliado, pero tu respiración entrecortada delata cada uno de tus torpes pasos. ¿No te cansas? ¿Aún no asumes la derrota? Fueron tantos los años en los que me negaste que ahora apenas te reconozco. Sabes, —ambos lo sabemos—, que te flaquean las fuerzas, que se agota tu tiempo. Quizá sea esa la razón por la que has decidido volver conmigo.
Lo admito, ya no te quiero a mi lado, hace mucho que perdí la esperanza de volver a ser uno. A pesar de esa certeza acepto nuestra dependencia. Somos como el yin y el yang, opuestos y complementarios, así es como nos necesitamos. Por eso te ruego, déjame en paz. Conviviremos con esta maldición hasta que la parca decida venir a reclamarte.
Conozco tus intenciones. Nuestra patria quedó muy lejos, pero aún conozco el camino. ¿Lo recuerdas? La segunda a la derecha, fijo hasta al amanecer. Cuando las moiras acaben su labor contigo, desharé cada puntada hasta liberarme por completo. Será entonces cuando inicie mi viaje de vuelta. Porque sé que cuando mueras las estrellas brillarán plenas y sobre tu tumba rezará este epitafio: «Aquí yace Peter Pan».

lunes, 6 de mayo de 2013

La condena


Se despertó con el ruido de la puerta. Su carcelera echó dos vueltas de llave y se marchó. Pudo oír sus pasos alejándose por el pasillo. Suspiró. Aún estaba en la cama. Su celda estaba a oscuras. No estaba seguro de si era de día o de noche. Se incorporó y encendió la lamparilla. En la mesita había una nota en la que rezaba:
«Me voy a comprar, vuelvo en seguida. Procura comer algo.
Un beso. Tu madre»
Sobre la bandeja, una taza de café humeante, un par de sobaos y la colección de calmantes. Tomó las pastillas y las masticó con desgana. Tragó su escueto desayuno ayudándose de un sorbo de café. Se sentó y buscó las zapatillas con los pies. El frío del suelo le hizo encoger los dedos. Abrió el cajón del mueble y sacó una navajilla. Tiró de la uña y desplegó la hoja. Una vez más sintió la tentación de acabar con su vida. La condena se le hacía insoportable, pero era demasiado cobarde. En un lateral de la caja hizo una marca, una diagonal que cruzó cuatro muescas. «Veinticinco días», contó.
Su cuerpo entumecido necesitaba tiempo para tomar conciencia de cada uno de sus miembros. Cogió uno de los bizcochos y lo guardó en el bolsillo de la camisa. Cuando reunió las fuerzas necesarias, se levantó y se dirigió lentamente hacia la ventana. Al llegar, abrió e inspiró con fuerza. El olor a hierba recién cortada del parque de enfrente chocó inevitablemente con la pestilencia que despedía. Sintió cierta paz, una libertad insignificante que le alivió durante unos segundos. Sacó el sobao y lo deshizo desperdigando las migas por el quicio. Esperaba la visita de un gorrión, cualquiera que quisiera convertirse en su compañero. Le hubiera gustado parecerse a Burt Lancaster, pero nunca fue un galán ni le gustó la gimnasia, prefería el sofá y una buena cerveza fría para pasar las tardes.
Volvió a respirar con la misma intensidad. Esta vez notó los minúsculos granos de polen atravesándole como proyectiles. El dolor borró su recién estrenado sosiego. Tosió. Tosió con tanta fuerza que acabó vomitando sobre los geranios. Las flores tintadas de un amarillo pálido se apagaron. Sintió más pena por ellas que por sí mismo. Cerró la cristalera y bajó la persiana dejando solo un palmo de luz. Se despidió con tristeza del día regresando a su encierro.
El ambiente volvió a hacerse pesado. «Demasiado tiempo recluido», pensó. Volvió a su cama arrastrando los pies. Las zapatillas ajadas, a modo de grilletes, hacían su paso lento y torpe. Se sentó en el borde, junto a la mesilla, y encendió un cigarro. El humo se movía caprichoso a su alrededor. Buscó su reflejo en el espejo del armario. El pelo desaliñado y la barba descuidada le hacían parecer mayor. Le costaba enfocar; su vista, intoxicada por el tratamiento, le engañaba borrando las primeras arrugas de su cara. Parecía encoger por momentos. Sabía que estaba condenado a muerte. Con cada calada hacía un esfuerzo por cambiar el gesto: pasó de la sonrisa al llanto, de la calma a la sorpresa, del enfado a la felicidad; pero ninguna le convencía. Con la última chupada, dibujó un aro y trató de atravesarlo; quiso ser Alicia atravesando la puerta al País de las Maravillas. Esperó pero no ocurrió nada. Cuando sintió el calor en la yema de sus dedos, apagó la colilla en el cenicero y se recostó.
Estaba incómodo. Las finas sábanas aplastaban sus heridas. Ninguna postura le reconfortaba. Miró el despertador: las once en punto. Esta vez la medicación tardaba en hacer efecto. A pesar de notar la somnolencia, no era capaz de conciliar el sueño. El picor se hizó molesto. Se levantó de nuevo intentando huir de esa sensación.
Solo le hicieron falta un par de pasos para encontrarse otra vez con su imagen. Apenas se reconocía. «Das asco. Si Paula te viera así, se iría una y mil veces más», susurró. Examinó de arriba a abajo al extraño en el que se había convertido. Las rayas de su pijama eran los barrotes de su celda. Las dos piezas almidonadas de sudor le rozaban provocando un dolor insoportable. El cuello, que permanecía perfectamente planchado, cortaba su respiración. Podía notar los puños de las mangas cortando sus muñecas como cuchillas. Sintió un calor agobiante. Necesitaba una ducha de agua fría. Comenzó a desnudarse desabrochando primero el pie de la camisa evitando rozar las úlceras y siguió despacio con cada ojal. Al llegar a la altura del bolsillo, descansó su mano derecha sobre el corazón que latía cada vez con menos fuerza. «Cualquier día de estos te concedo el tercer grado», bromeó. En una maniobra bien coordinada, consiguió deshacerse de la prenda dejándola caer sin mirar. Al contacto con el suelo, rebotó un ruido metálico, casi ensordecedor. A pesar de las quejas cuando estrenó el pantalón, nadie hizo nada por aliviar el martirio que para él suponían las costuras que parecían estar cosidas con hilo de pescar. Lo bajó con cuidado. La goma del pantalón había marcado el perímetro de su cintura igual que el código de un preso. En la zona más castigada, la entrepierna, las heridas escocían a conciencia. Pronunció su nombre en alto un par de veces: «Francisco Javier, Francisco Javier»; quería comprobar si su timbre había variado. Se sintió como un castrati.
Lloró como un niño al contemplar su cuerpo huesudo en la penumbra de su prisión. De camino al baño que había en su dormitorio, maldijo su cadena perpetua.

lunes, 29 de abril de 2013

jueves, 18 de abril de 2013

Autocontrol

—Buenas tardes y bienvenidos al curso «Internet básico». Mi nombre es Alicia —me presenté al grupo.
Siempre comenzaba con la misma cantinela: los horarios, el control de asistencia, un resumen de los contenidos y, a modo de chiste, la distribución del centro. Era simple, muy simple. No había recepción; la puerta daba directamente al aula. Allí, distribuidas en filas y contra la pared en un extremo, se apiñaban las mesas. Al otro lado, dos cuartos: un almacén y otro para los aparatos a la espera de reparación. En este último, una puerta daba acceso al baño.
—La salida de emergencia es la misma por la que habéis entrado y si alguien tiene alguna necesidad fisiológica urgente, el aseo está a mi izquierda.
No habían pasado ni diez minutos desde la introducción al primer tema cuando empecé a sentir retorcijones.
—Esto ha sido la salsa de soja —pensé haciendo un repaso mental del menú del restaurante chino.
Hablaba del desarrollo de las Nuevas Tecnologías en los últimos años mientras la agitación de mi estómago evolucionaba a un ritmo más acelerado que el propio Internet. Traté de disimular los rugidos subiendo el tono de voz. Las ventajas del uso de estas herramientas en la vida diaria parecieron calmar algo las molestias, pero al abordar los inconvenientes vino lo peor. Desde el primer uso inadecuado hasta llegar a los fraudes, el malestar se fue intensificando. El dolor era tal que de vez en cuando tenía que sentarme en el pico de mi mesa para disimular cada encogimiento. Di paso a los alumnos invitándolos a participar en un debate improvisado acerca de la cuestión que nos ocupaba. Necesitaba descansar. Intenté controlar la respiración en un vano intento de aliviar mi sufrimiento, pero no hice más que empeorar la situación. Empecé a sudar profusamente. Un calor abrasador me recorría desde el bajo vientre hasta la cabeza.
—Si no os importa, voy a poner un ratito el aire acondicionado —disimulé mis intenciones.
Moderé el debate como pude, intentando mediar entre cada intervención y mi ansiedad. Cuando empezaron a acabarse las ideas, ofrecí hacer un descanso de quince minutos. Lo necesitaba de forma apremiante. Imaginé el agua fresca en la nuca y casi sentí consuelo. Al primer paso hacia el baño, se acercó una muchacha.
—Alicia, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Sí, claro —mentí, no estaba lo suficientemente concentrada ni para dar la hora.
—Verás, al acceder a Windows me sale un ventana avisando de un error de nosequé y se apaga solo.
—¿No podrías especificar un poco más? —le dije mirando hacia la puerta del aseo.
Ella hablaba sin parar; no recuerdo nada de lo que decía.
—Intenta apuntar el mensaje que te da y mañana me lo dices. Así, sin verlo, no puedo darte una respuesta.
Había pasado el cuarto de hora más largo de mi vida. Todos habían vuelto a su asiento y por delante me quedaba otra hora y media de clase. El frío en el aula parecía hacer efecto. Dejé de sudar, pero empecé a sentir escalofríos. Recordé entonces lo que siempre decía mi madre: «Antes de salir de viaje hay que ir al baño». No pensaba ir de crucero ni nada parecido, simplemente había venido a trabajar. Ahora el chiste del principio ya no me parecía tan gracioso. Ahora era yo la que tenía una necesidad fisiológica urgente. No creí profesional interrumpir la clase, así que apreté mi esfínter todo lo que pude.
De los navegadores pasé al manejo de Google. Después de una breve explicación de sus virtudes, propuse un par de ejercicios fáciles. Tardaron poco en hacerlos, así que se me ocurrió uno más complejo que les llevara el tiempo necesario para poder aligerar mi carga. Pronto empezaron a surgir las dudas.
—Alicia, ¿puedes apagar el aire? Hace frío —solicitó un señor con el mostacho manchado de café.
—¿Puedes venir un momento? No sé dónde tengo que pinchar —me reclamó la señora del fondo.
—Mi ordenador va muy lento —se quejó el alumno más joven.
Volvieron los retorcijones, los escalofríos se turnaban con los calores y mi esfínter parecía empezar a perder fuerza.

miércoles, 3 de abril de 2013

El hombre descalzo

Los cordones se rompieron y fue a comprar otros. De eso hace ya varios días. Es posible que perdiera los zapatos y, con ellos, el camino de vuelta a casa. Debí pedirle que me comprara tabaco, por si vuelve que tenga una buena excusa por el retraso.

Jorge

Empezó con una palabra sin definir y fue creciendo hasta convertirse en el inicio de una historia con nombre propio que aún está por escribir.


Capítulos 1 y 2

1.
Juraría que había oído golpes. Paré el secador y bajé el volumen de la radio, pero no sentí nada. Sonaba «Déjame», de Los Secretos, cuando terminé. Fui al dormitorio, sobre la cama tenía estirado el vestido de flores. Miré el reloj: las nueve y cuarto. Aún tenía un rato para terminar de arreglarme. Me entretuve buscando una chaqueta en el armario. Cuando cerraba la puerta del mueble, sonó el timbre. ¿Quién será? Anudé el cinturón de la bata y fui hacia la entrada. Reconocí a Laura, mi vecina de arriba, a través de la mirilla. Abrí la puerta. Empujó y entró con prisa cerrando con cuidado de no hacer ruido. Apagó la luz del hall.
–Pero, ¿qué haces? –le pregunté sorprendida.
–No digas nada –me susurró.
Laura se echó a llorar. Despedía olor a sudor mezclado con sangre. La escasa luz que llegaba del salón me permitió ver su cara: sobre su ojo derecho, un brecha abierta y, en el otro, un cardenal antiguo. Llevaba la camisa rasgada.
–¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado?
Puso su mano temblorosa sobre mi boca pidiendo silencio.
–Vamos, hay que limpiar esa herida.
Al pasar al baño se detuvo frente al espejo. Limpió la sangre que caía por su mejilla con la manga. Le acerqué el taburete y la invité a sentarse.
–Déjame que te vea ¿Qué ha pasado? –le pregunté mientras tomaba su barbilla.
–Casi me mata. He aprovechado un despiste para salir corriendo –balbuceó.
–¿Dónde están tus hijos? Deberíamos llamar a la policía.
–Están en casa de mi madre. ¡Por favor, no llames! –exclamó.
–Deja, al menos, que te cure.
Asintió sin decir palabra. Miré el reloj: las nueve y media pasadas.
–Has quedado, ¿verdad? Déjalo, me voy –dijo haciendo ademán de levantarse.
–No te preocupes, no es importante. Te preparo un baño y te relajas. Ve quitándote la ropa, voy a buscarte algo limpio.
Recogí el vestido, ya tendría otra ocasión para estrenarlo. Saqué un chándal para Laura y volví con ella. No pude evitar mi cara de asombro al verla desnuda de cintura para arriba, con la espalda marcada de cicatrices y moraduras. Parecía más pequeña de lo que era. Al darse cuenta de mi presencia, tomó una toalla y se cubrió.
El timbre volvió a sonar. Eran las diez en punto. Ambas nos miramos conteniendo la respiración.

2.
«Un hombre condenado por maltrato mata a su hija y se suicida. Con este son tres los crímenes cometidos durante Semana Santa...». Cambié de dial, no me gusta oír ese tipo de noticias, menos cuando hay menores de por medio. Recogí la cocina oyendo Kiss FM. Alekos Rubio comentaba algo sobre un comprador anónimo que había pagado un dineral por un álbum firmado por los Beatles. ¡Menuda pasta! El tío debe ser un friki y estar podrido de dinero, con la mitad me conformaba.
Terminaba de colocar los cacharros secos cuando oí llorar al bebé a través del intercomunicador. Fui a su habitación. El pequeño se rebullía en la cuna y chupaba con ahínco su puño derecho, era su hora de comer.
–¿Ya te has despertado, Iván? Ven aquí, gordo –le dije cariñosamente mientras lo tomaba en brazos.
Sonrió agradecido y se abrazó a mi cuello. Me gustó la sensación. Volví a la cocina con el niño y lo senté en la trona mientras calentaba la papilla. La comida transcurrió entre cucharadas por papá, mamá y los abuelos, la última la reservaría para mí. Hacia la mitad del plato sonó mi móvil.
–Hola Bea, ¿qué haces? –me preguntó Rubén.
–Estoy dándole de comer al gordito. En cuanto llegue su madre me voy para casa.
–¿Te apetece que vayamos al cine esta noche?
–¿Siguen poniendo «El lado bueno de las cosas»? Me apetece mucho verla.
–Lo miro y ya te digo. Te recojo a las diez en casa, ¿vale?
–Genial, ya tengo una excusa para estrenar el vestido que me regaló mi hermana.
Rubén se despidió con un beso, como hacía siempre, pero nunca se atrevía a dármelo en persona. Era lo más parecido a un novio que había tenido, pero ninguno de los dos dábamos el paso.
La programación musical hizo una pausa para emitir un boletín informativo: «En la madrugada del domingo, un hombre mató presuntamente a su hija de seis años y después se suicidó en Campillos, Málaga. El padre, de 32 años...». Ya estamos otra vez. Volví a cambiar el dial.
–¡Y esta por Beatriz! –invité a Iván para terminar la comida.
En la radio sonaba «Déjame», de los hermanos Urquijo. Tarareé la canción para distraer al pequeño.

lunes, 1 de abril de 2013

Un despiste como otro cualquiera

Cuando era pequeño mi padre me enseñó a lanzar la caña, a montar en bicicleta y a buscar espárragos. Pero olvidó algo importante: jamás me dijo «te quiero».

miércoles, 6 de febrero de 2013

Camino

Camino entre brotes de silencio
en la búsqueda incesante
de cada momento, de cada instante.

La indecisión

―¡Espera! ¿Estás completamente seguro? ―la advertencia del padre martilleó su cabeza.
―No quiero pensarlo de nuevo, dudaría. Déjame hacerlo ―el hombre dejaba caer las palabras de su boca arrítmicamente.
―No cometas mi mismo error.

martes, 5 de febrero de 2013

Secuencia III-IV (corrección)

III - IV
El día de la graduación de Elena, Elías la invitó a cenar en un restaurante que le había recomendado su amigo Jorge: «Metro Bistró, en la calle Evaristo San Miguel. Es el sitio perfecto: comida clásica con un toque moderno, un entorno cuidado y de trato cercano. Lo pasaréis genial».
Tomaron un Muga de crianza y brindaron por el futuro. Cuando dejaron la cuenta sobre la mesa, Elías tomó la bandejita.
–Te dije que invitaba yo –le recordó el muchacho.
La camarera volvió a la mesa con las vueltas y dos copas de champán.
–Espero que hayan disfrutado de la cena –guiñó cómplice el ojo a Elías y sonrió antes de marcharse.
Elena tomó la copa y se la acercó a la boca.
–Espera, tengo algo para ti –le pidió Elías.
Sacó de la chaqueta un paquetito bien envuelto. Ella descubrió la caja y abrió la tapa.
–Elena, cásate conmigo –le pidió ilusionado.
Ella se quedó sin palabras. Él sacó el anillo de la caja y se lo puso en el dedo índice.
–Te queda perfecto.
Apartaron las copas y se besaron con cariño.
–Bueno, ¿qué me dices? ¿Aceptas?
–¿Acaso puedo negarme? –Ambos rieron ilusionados y volvieron a besarse bajo la atenta mirada de la camarera que les dio la enhorabuena cuando se marchaban.
Volvieron a casa dando un paseo, entre arrumacos y constantes muestras de cariño.

Cuando llegaron, se sirvieron una par de copas para celebrar el compromiso. Bebieron y rieron recordando viejos tiempos, esperanzados por los que estaban por venir. El alcohol hizo su efecto y antes de darse cuenta, la charla dio lugar a los besos y a las caricias en el sofá. Elena, por primera vez en mucho tiempo, se dejó llevar. Elías la tomó en brazos y atravesó la jamba del dormitorio como si fueran una pareja de recién casados. La tumbó sobre la cama con cuidado y empezó a bajar la cremallera de su vestido. Ella le detuvo. El cuerpo le pedía a gritos entregarse a la pasión, pero su mente le jugó una mala pasa. Los recuerdos volvieron como una ráfaga.
–Ahora no –dijo Elena.
Elías hizo un movimiento negativo con la cabeza y soltó un suspiro.
–Espera, necesito, dame un segundo.
Ella se levantó y fue al baño. Se refrescó la cara y se miró al espejo.
–Olvídalo de una vez. Elías no es él, ni tú aquella niña tonta –reflexionó el voz alta.
–¿Estás bien? –preguntó el novio desde la habitación.
Elena sacó el neceser el bolso y se retocó el maquillaje. Se entretuvo unos minutos más.
Elías permanecía sentado sobre el colchón, esperándola, repasando lo que había pasado, intentando encontrar el momento en el que había fallado. Para su sorpresa, ella apareció por la puerta. Había cambiado su vestido de gala por un salto de cama que dejaba adivinar sus curvas. Se acercó despacio hacia su ahora prometido.
–No te rías, ¿vale? Solo quería que la primera vez fuera especial.
Elías la tomó de la cintura y se besaron apasionadamente.

Secuencia II (corrección)

II
A media mañana recibió un whatsapp de su novio, Elías: «Tenemos que hablar, pásate por el piso antes de comer. Tengo academia a primera hora». No añadió más, no hacía falta. Elena sabía perfectamente qué le preocupaba. Ya habían hablado del tema en más de una ocasión. Él echaba de menos la falta de detalles, necesitaba entenderla mejor, quería ayudarla pero no sabía cómo. Ella, lo contaba como una anécdota casi olvidada, pero sus ojos la delataban siempre.
Se presentó en su casa después de la última clase, a la que casi nunca asistía. Eran casi las tres. Apuró todo lo que pudo forzando así una charla más corta de lo que él desearía. Al entrar al piso, dejó los libros sobre la silla que hacía de mesilla improvisada y colgó el abrigo en el único brazo útil del perchero. Al llegar a la cocina, el olor a salsa cuatro quesos despertó su apetito. En el fregadero, junto a los cacharros utilizados para hacer la pasta, esperaban aún los del desayuno y la cena de la noche anterior. La sartén todavía humeaba.
–Coge lo que quieras, he hecho comida de sobra –comentó Elías sin levantarse de la mesa.
Elena tomó un plato del escurridor y se sirvió una ración escueta, con la salsa fue más generosa.
–Perdona que no te haya esperado. Llegas un poco tarde.
–Tenía una clase importante, la semana que viene tenemos un examen final.
–¿Cuándo empiezas las prácticas?
–No tengo ni idea, supongo que nos avisarán. ¿Era de esto de lo que querías hablar? –preguntó mientras se sentaba a su lado.
–Sabes perfectamente que no.
De nuevo la misma historia: el encuentro con Pablo. Todas sus parejas se quejaban de lo mismo: no se dejaba tocar. Llevaba casi cuatro meses saliendo con Elías y en ese tiempo no habían pasado de inocentes besos y algún que otro intento de rollo –con la ropa puesta– que siempre acababa en discusión. Era experta en inventar todo tipo de excusas para evitar acabar en la cama. Él hacía alarde de una inmensa paciencia.
–¿Tienes que contarme algo? Me refiero a algo más, algún detalle que se te haya escapado –preguntó el novio.
–Ya te lo conté en su día –dijo ella sin apartar la mirada del plato.
Sintió un escalofrío al recordar aquel encuentro. Le pasaba siempre. Se quedaba paralizada. el mero hecho de desear a alguien, de despertar su sexo, la hacia odiarse a sí misma. Sentía miedo, no quería pasar por la misma experiencia o siquiera parecida. Elías notó su reacción. Se levantó para dejar el plato en la encimera y volvió a la mesa. Se acercó a ella.
–Vamos cariño, no pasa nada –le dijo con cariño.
Elena se abrazó a él y comenzó a llorar.
–Te quiero, lo sabes –afirmó ella.
–Lo sé. Tómate tu tiempo, esperaré lo que haga falta. Pero hazme un favor, confía en mí.
Elena le miró a los ojos.
–Primero tengo que aprender a confiar en mí misma.

Secuencia I (corrección)

I
–Ya sabes dónde está la puerta –le dijo Pablo molesto con la reacción de Elena.
Le habló con el mismo tono con el que pediría un café en el bar, sin sentimiento alguno. Solo se movió para colocar un par de cojines a su espalda. Se recostó sobre ellos y sacó un cigarro del paquete. Su actitud chulesca contrastaba con la inquietud de la muchacha.
–¿Me dejas el encendedor? –habló de nuevo.
Ella siguió recogiendo su ropa con cierta prisa sin prestarle atención. Pablo rió despreciando su gesto de falsa indiferencia. Aún podía notar su nerviosismo, su cuerpo tembloroso. Buscó en la mesilla de noche. Bajo la caja de condones sin abrir, localizó el mechero.
El olor a tabaco, unido al del sexo que aún permanecía en el anticuado dormitorio de matrimonio, espesó el ambiente. Elena sintió náuseas. Lo único que deseaba era marcharse de allí. La escasa luz de la calle que entraba por la ventana del dormitorio le obligó a utilizar el móvil a modo de linterna. Se agachó para alcanzar un calcetín que estaba debajo de la cama. Pablo aprovechó el momento y le dio un azote en el culo aún desnudo.
–¿Qué haces? ¡No vuelvas a tocarme! –le reprendió.
–Vamos nena, no seas mojigata. Aún podemos hacerlo mejor.
Elena se levantó rápidamente y comenzó a vestirse de espaldas, intentando ocultar su deshonra. Él volvió a reír, esta vez con más fuerza. Le dio una larga calada al cigarro y dejó caer la ceniza en el suelo marcando la alfombrilla. Ella deseó que la pequeña quemadura en la tela prendiera, que el chico ardiera por su pecado.
–¿Nos vemos mañana? Lo hemos pasado bien, ¿no? –preguntó Pablo.
Elena no respondió. Hizo una bola con el jersey y lo metió en el bolso. Salió sin mirar atrás. Podía oír las carcajadas del muchacho resonando por el pasillo. En cuanto cerró la puerta del piso, rompió a llorar. Allí, en el descansillo, pensó que había sido un error, el peor que había cometido hasta ahora. Solo tenía diecisiete años, él diecinueve. De camino a casa, repasó los motivos que la habían llevado a aquel dormitorio. Quería conocer mejor a Pablo, le gustaba. Él supo engatusarla con piropos y buenas formas. Ella se dejó llevar por la inexperiencia. Del enamoramiento pasó a la vergüenza. ¿Cómo le diría a su familia que la habían violado?

miércoles, 30 de enero de 2013

Trabajando con secuencias...

I
«Ya sabes dónde está la puerta». Le dijo con el mismo tono con el que pediría un café en el bar. Sin sentimiento alguno. Solo se movió para colocar un par de cojines a su espalda. Se recostó sobre ellos y sacó un cigarro del paquete.
–¿Me dejas el encendedor? –le dijo a Elena.
Ella siguió recogiendo su ropa con cierta prisa sin prestarle atención. Pablo rió despreciando su gesto de falsa indiferencia. Aún podía notar su nerviosismo, su cuerpo tembloroso. Buscó en la mesilla de noche. Bajo la caja de condones sin abrir, localizó el mechero.
El olor a tabaco, unido al del sexo que aún permanecía en el dormitorio de matrimonio, espesó el ambiente. Elena sintió náuseas. Lo único que deseaba era marcharse de allí. La escasa luz de la calle que entraba por la ventana del dormitorio le obligó a utilizar el móvil a modo de linterna. Se agachó para alcanzar un calcetín que estaba debajo de la cama. Pablo aprovechó el momento y le dio un azote en el culo aún desnudo.
–¿Qué haces? ¡No vuelvas a tocarme! –le reprendió.
–Vamos nena, no seas mojigata. Aún podemos hacerlo mejor.
Elena se levantó rápidamente y comenzó a vestirse de espaldas, intentando ocultar su deshonra. Él volvió a reír, esta vez con más fuerza. Le dio una larga calada al cigarro y dejó caer la ceniza en el suelo. Ella deseó que ardiera.
–¿Nos vemos mañana? Lo hemos pasado bien, ¿no? –preguntó Pablo.
Elena no respondió. Hizo una bola con el jersey y lo metió en el bolso. Salió sin mirar atrás. Podía oír las carcajadas del muchacho resonando por el pasillo. En cuanto cerró la puerta del piso, rompió a llorar. Allí, en el descansillo, pensó que había sido un error, el peor que había cometido hasta ahora. Solo tenía diecisiete años, él diecinueve. De camino a casa, repasó los motivos que la habían llevado a aquel dormitorio. Quería conocer mejor a Pablo, le gustaba. Él supo engatusarla con piropos y buenas formas. Ella se dejó llevar por la inexperiencia. Del enamoramiento pasó a la vergüenza. ¿Cómo le diría a su familia que la habían violado?


II
A media mañana recibió un whatsapp de Elías: «Tenemos que hablar, pásate por el piso antes de comer. Tengo academia a primera hora». No añadió más, no hacía falta. Elena sabía perfectamente qué le preocupaba a su novio. Se presentó en su casa después de la última clase, a la que casi nunca asistía. Eran casi las tres. Apuró todo lo que pudo, así la charla sería corta. Al entrar, el olor a salsa cuatro quesos despertó su apetito. Cuando llegó a la cocina, vio una pila de cacharros en el fregadero y la sartén todavía humeando. Elías estaba sentado a la mesa terminando su plato. Al lado, había preparado uno para ella.
–Perdona que no te haya esperado. Llegas un poco tarde.
–Tenía una clase importante, la semana que viene tenemos un examen final e iban a repasar conceptos importantes.
–¿Cuándo empiezas las prácticas?
–No tengo ni idea, supongo que nos avisarán. ¿Era de esto de lo que querías hablar? –preguntó mientras dejaba la mochila en el suelo y se sentaba a su lado.
–Sabes perfectamente que no...
Siempre la misma historia desde el encuentro con Pablo. Todas sus parejas se quejaban de lo mismo: no se dejaba tocar. Llevaba casi cuatro meses saliendo con Elías y en ese tiempo no habían pasado de inocentes besos y algún que otro intento de rollo –con la ropa puesta– que siempre acababa en discusión. Era experta en inventar todo tipo de excusas para evitar acabar en la cama.
–¿Tienes que contarme algo? Me refiero a algo más, algún detalle que se te haya escapado –preguntó el novio.
–Ya te lo conté en su día –dijo ella sin mirarle a los ojos.
Sintió un escalofrío al recordar aquel encuentro. Le pasaba siempre. Se quedaba paralizada, se odiaba por desear. Y otra vez el miedo a pasar por la misma experiencia o siquiera parecida. Elías notó su reacción. Se levantó y se acercó a ella. «Vamos cariño, no pasa nada», le dijo con cariño. Elena se abrazó a él y comenzó a llorar.
–Te quiero, lo sabes –afirmó ella.
–Lo sé. Tómate tu tiempo, esperaré lo que haga falta. Pero hazme un favor, confía en mí.
Elena le miró a los ojos. «Primero tengo que aprender a confiar en mí misma».


III
El día de la graduación de Elena, Elías la invitó a cenar en un restaurante que le había recomendado su amigo Jorge: «Metro Bistró, en la calle Evaristo San Miguel. Es el sitio perfecto: comida clásica con un toque moderno, un entorno cuidado y de trato cercano. Lo pasaréis genial».
Tomaron un Muga de crianza y brindaron por el futuro. Cuando dejaron la cuenta sobre la mesa, Elías tomó la bandejita: «Te dije que invitaba yo». La camarera volvió a la mesa con las vueltas y dos copas de champán. «Espero que hayan disfrutado de la cena», guiñó cómplice el ojo a Elías y sonrió antes de marcharse. Elena tomó la copa y se la acercó a la boca.
–Espera, tengo algo para ti –le pidió su novio.
Sacó de la chaqueta un paquetito bien envuelto. Ella descubrió la caja y abrió la tapa.
–Elena, cásate conmigo.
Se quedó sin palabras. Elías sacó el anillo de la caja y se lo puso en el dedo índice. «Te queda perfecto».
Volvieron a casa dando un paseo, disfrutando de la noche madrileña. Cuando llegaron, se sirvieron una par de copas. Bebieron y rieron. El alcohol hizo su efecto y antes de darse cuenta, la charla dio lugar a los besos y a las caricias en el sofá. Elena, por primera vez en mucho tiempo, se dejó llevar. Elías la tomó en brazos y atravesó la jamba del dormitorio como si fueran una pareja de recién casados. La tumbó sobre la cama con cuidado y empezó a bajar la cremallera de su vestido. Ella le detuvo. Aún conservaba el puntito de cordura que ponía freno a su pasión.
–Ahora no... –Elías desesperó.
–Necesito, dame solo un segundo.
Ella se levantó y fue al baño. Él se quedó sentado sobre el colchón, repasando lo que había pasado hasta el momento, intentando encontrar el momento donde había fallado. Elena apareció por la puerta de nuevo. Había cambiado su vestido de gala por un salto de cama que dejaba adivinar sus curvas. Se acercó despacio hacia su ahora prometido.
–No te rías, ¿vale? Solo quería que la primera vez fuera especial.
Elías la tomó de la cintura y se besaron apasionadamente.

jueves, 17 de enero de 2013

El testamento

–¿Por qué siempre es tu hermano el que organiza las reuniones? –susurró Elena disgustada al oído de su marido.
–Cállate, te van a oír y no tengo ganas de discutir con nadie –le recriminó Lorenzo acomodándose en el sofá de cuero recién estrenado.
–Buenas tardes, ¿queréis tomar un café? –ofreció Lola, la cuñadísima, como Elena la llamaba, mientras dejaba sobre la mesita una bandeja con la cafetera y un par de tazas.
–¿A qué viene tanto misterio? ¿Dónde está mi hermano? –preguntó Lorenzo sujetándose las rodillas un tanto impaciente.
–Aquí estoy –dijo Antonio, entrando por la puerta seguido por Isabel, la pequeña de mis tres vástagos.
Transcurridos unos minutos, todos los miembros de mi familia se sentaron en torno al café recién servido y las últimas pastas navideñas. El primero en tomar la palabra fue el mayor. Antonio, siempre tan templado, tan cabal, hizo el anuncio del hallazgo de mi testamento. Lorenzo se hizo el sorprendido a pesar de que le advertí de mis intenciones el día que murió su padre, y su mujer, correcta como pocas, halagó mi buen hacer con una sonrisa forzada. La única que no abrió la boca fue mi pequeña. Supongo que no quería dar motivos a nadie; desde bien joven siempre fue una «rebelde sin causa», como le gustaba llamarse a sí misma y en estos tres años no había aparecido por casa salvo para pedirme dinero. Me dio gusto verlos a todos reunidos, probablemente por última vez en sus vidas, y mucho más después de conocer mis deseos póstumos. Casi me arrepentía de ciertas decisiones y más después de comprobar lo bien que lo habían organizado todo: el velatorio, la misa, las flores... ¡Hasta plañideras profesionales habían contratado! No me quedó otro remedio que hacer un trato con el Todopoderoso para retrasar mi acceso al Paraíso donde me esperaba pacientemente mi esposo. Quería despedirme a lo grande de mis hijos estando «presente» en la lectura de mi testamento.
–¿Testamento? ¿Contrató a un abogado? No creo que hiciera falta y más después de habernos hecho cargo de ella durante todo este tiempo –Elena daba por sentado que le correspondía más que al resto.
–No te pongas medallas antes de tiempo que todos sabemos que vuestro cariño tenía condiciones –contestó con malicia Lola.
La discusión estaba servida. No pasó ni un minuto cuando ambas mujeres empezaron a sacar todo tipo de trapos sucios. Para sorpresa de todos, la que puso orden fue Isabel.
–¿Por qué no os calláis? A mí me interesa saber cuáles fueron los últimos deseos de mi madre.
–Será la primera vez en mucho tiempo que te interesas por ella y no por su dinero –comentó Elena llevándose la taza a la boca.
–Cariño, cállate, anda –le repitió su marido sin ocultar su malestar.
Haciendo oídos sordos a mi nuera, Lorenzo abrió el sobre donde rezaba «Mi testamento. Léase en presencia de todos mis hijos, a ser posible una vez que haya muerto». Me senté a su lado, sobre el brazo del sofá, y leí al mismo tiempo:
«Queridos hijos:
Seré breve, tampoco hay mucho que repartir, pero antes de ir a lo que os interesa, quiero dejaros unas palabras de lo que a mí me interesa y nadie tuvo la amabilidad de preguntar. Estoy orgullosa de vosotros».
Lorenzo hizo una pausa y sonrió satisfecho, todos lo hicieron, como si lo que acababa de leer fuera una verdad absoluta.
«Sois buenas personas, mejores profesionales e inmejorables padres de familia...».
–Lo siento Isabel, en ese párrafo no te incluye –interrumpió de nuevo Elena con sorna mientras su marido le daba un codazo con poco disimulo.
–¿Puedo continuar?
«En fin, que me alegra haberos conocido. Concluyo diciendo lo que estaréis deseando oír. Dejo todos mis bienes a Isabel».
Lorenzo paró en seco, yo empecé a reír. Obviamente no podían oírme. Mis nueras reanudaron la discusión y mis hijos se unieron indignados. Isabel permaneció callada. Me acerqué a ella y le acaricié el pelo, siempre me gustó ese olor a recién lavado. Intentó intervenir, pero los ánimos estaban demasiado caldeados y decidió marcharse. Cogió la chaqueta raída que remendaba en cada una de sus visitas y se fue sin decir adiós. Antes de salir de la casa, se miró al espejo. Comprobamos el extraordinario parecido que teníamos: los ojos y esa sonrisa pícara. «Mis hermanos no van a cambiar nunca y sus mujeres... ¡Menudas víboras! Mi madre sabrá lo que se hacía al tomar esa decisión».

domingo, 6 de enero de 2013

La lluvia

Te hablaré de la lluvia lejana,
de la que empapaba mi aliento
y adormecía el alma.
Era una lluvia discreta, silenciosa,
lenta como el tiempo.
Permanecía a mi lado en perpetua compañía,
en otoño eterno.
Hasta que amaneció.

Cada gota tiene un destino, un fin último.
Quizá fuera despertar los sentidos,
quizá limpiar los latidos.
Calando hasta los huesos
despertó mi corazón dormido.
Se abrieron puertas desconocidas,
ocultas entre las goteras de la tristeza
y se mostró el mundo.

Te hablaré de la lluvia de primavera,
la que embriaga los sentidos
y aviva los aturdidos sentimientos
del letargo de la melancolía.
En la tímida caída respetando los espacios
que nos unen y nos separan,
me recuerdan a cada paso
que estoy, que sigo viva.

Vuelven a revolverse las mariposas
tintando los verdes campos de azules
entre amapolas encendidas de pasión,
amarillos girasol indicando el camino
y al final... Al final te encuentro.
«¿Dónde has estado todo este tiempo?
Deja el paraguas y camina conmigo,
la llovizna será nuestro sino».