sábado, 7 de octubre de 2023

Cristales rotos

¿Quién espera una tormenta en una tarde de verano?
¿Quién se desvela sin razón alguna?
Yo soy eso, todo eso, y lo contrario.
Oí el crujido en mi cabeza,
ese sonido al pisar cristales rotos,
y sin motivo empezaron a brotar
como lágrimas, pequeñas, transparentes,
dejándome los ojos rojos
y la cara marcada de sangre.
Son tristezas atrapadas,
miedos, desengaños, frustración,
que de tanto esconderlos baja la alfombra de mi silencio
terminaron colmando.
Llevo horas llorando desconsolada,
por todo, por nada.
Por algo se abrió el grifo
y no encuentro motivo para cerrarlo.
Bueno, quizá sí,
No deseo morir deshidrata.

lunes, 12 de diciembre de 2022

El camisero real

El camisero real gozaba de una fama infinita. De todos los reinos acudían caballeros con problemas de pareja, pero no a hacer terapia, no. La solución del camisero a todas aquellas damas que se negaban a ser subyugadas era un proceso fácil aunque no exento de trabajo.

Primero ponía en remojo a la señora en cuestión dentro de una bañera con agua bien caliente mezclada con un jabón del cual sólo él conocía su composición. Después de una larga hora en la que la mujer casi había perdido el sentido, imagino que del aburrimiento, le hacía salir junto con su vergüenza, y con un paño húmedo restregaba su cuerpo y su alma hasta que apenas dejaba voluntad alguna. Después la envolvía con una tela elegida por el marido, imagino que por darle algo de protagonismo en el proceso, y la dejaba fuera, hiciera frío o calor, para que secara al aire libre.

Ya sólo faltaba la plancha para lo cual el camisero tenía un don especial. Con todo el mimo del mundo repasaba cada recoveco y doblaba casi con amor a la dama cual camisa con el estampado elegido por su pareja. Ella, con la abulia impuesta, se dejaba hacer. Imaginad por un segundo este proceso, cual bailarina esquelética doblándose sobre sí misma con la facilidad con la que una pluma se mece al viento.

Así, como una camisa más, cuando un señor se cansaba de su señora, la colocaba en una repisa de su armario y disimulando el luto seguía con su vida y un guardarropa más amplio.

Los servicios del camisero no eran muy caros, no le hacía falta inflar el precio ni siquiera en tiempos más difíciles porque trabajo no le faltaba. Ni el paso del tiempo ni los cambios de moda le afectaron jamás ni a él ni a sus herederos que tenían el negocio asegurado o, al menos, así lo creían.

Juraría que fue a mis quince cuando empecé a darme cuenta de que cada vez había menos tiendas especializadas y que el oficio parecía ir perdiendo fuelle, de lo cual, como mujer, me alegro. No creo que convertirnos en camisas bien dobladas sea la solución a los problemas maritales. Pero sé que aún queda una, la más antigua camisería de Praga que conserva en sus estantes piezas únicas que presumen ser de siglos pasados. Ganas me dan de ir a desdoblar a las buenas mujeres que allí reposan.

El precio de la sangre

Tengo las manos ensangrentadas, mis dedos tiemblan. Percibo el olor y siento ganas de vomitar. No entiendo qué ha ocurrido.

Levanto la mirada, estoy en pleno corazón de Madrid y nadie excepto el oso amarrado a su madroño es testigo de mi miedo.

Mi abrigo apenas está manchado, pero mis manos siguen chorreando sangre y no sé de quién es.

Grito, grito lo más fuerte que puedo, pero nadie me escucha. Nadie excepto un par de turistas que se acercan curiosos y se hacen un selfie conmigo. Me he esforzado por sonreír y me han dado un par de euros.

jueves, 6 de mayo de 2021

Comodín del público

Hola, ¿hay alguien ahí? Mi nombre es Alba y llevo un tiempo perdida.
Como rutina, pregunto y me presento todos los días; lo llevo haciendo desde que asumí que no saldría de aquí fácilmente. Es lo primero cada mañana: preguntar y presentarme. Pero nada, creo que nadie me oye. Debo estar en lo más profundo de un bosque porque por más que grito lo único que oigo es el eco de mi propia voz. Y no, no estoy muerta; eso lo sé seguro porque siento mis latidos. Mi corazón no se ha detenido ni siquiera en el instante en el que pasó por mi mente acabar con vida. Puede ser muy desesperante estar aquí, no sé bien dónde, sola, siempre sola.
Cuando desperté se me hizo rara tanta oscuridad. Pensé que era de noche. No reconocí el catre, estrecho e incómodo a primera vista, pero capaz de sumirme en el sueño más plácido y profundo que jamás he sentido. Y os aseguro que los primeros días fueron agotadores. Probé de todo: llorar, chillar, reír a carcajadas, suplicar, cantar a pleno pulmón, recitar versos, hasta golpear la pared…, pero cuando me di cuenta que lo único que conseguía era hacerme daño y silencio y más silencio, me di cuenta que no saldría de aquí fácilmente.
Puede ser hasta desquiciante, pero creo que lo tengo prácticamente controlado. Los momentos de estrés se han reducido porque cuando me agobio me dejo caer en mi colchón y me siento fluir sobre un montón de plumas. He llegado a oírme reír en sueños, imagino que será por las cosquillas.
También probé un truco que aprendí en Magisterio, creo que la asignatura se llamaba Matemáticas y juegos. Cómo escapar de un laberinto; fácil, seguir siempre el camino pegado a la misma pared. Aquí, en esta oscuridad, no sé… Es como si las paredes cambiaran a diario de posición porque jamás hallo la salida ni aunque vea un rayito de luz al final del túnel.
Y es que algo de luz hay, la justa para ver mis pies, mis manos, pero no la suficiente para ver más allá de mis narices.
Seguro que te lo estás preguntando ya un rato. No, no tengo hambre. Por alguna extraña razón que desconozco no siento hambre, tampoco sed. E insisto, no estoy muerta.
A veces oigo a alguien, es una voz suave y lejana, creo que de una mujer, pero no la reconozco. Me llama Bita, así me llaman en casa por ser la pequeña de cuatro hermanos. Pienso en ellos y en mi madre, en mi novio, en mis amigos, en mis clases… ¡Mis exámenes! Nada, casi olvido que ya di el curso por perdido. Y es que no está resultando fácil salir de aquí. Hay días que ni lo intento, simplemente me despierto y me quedo tumbada boca arriba esperando encontrar el techo, pero no soy capaz, no sé si es porque está muy alto o por esta oscuridad. Cuando me creo perdida y mi ritmo se acelera, busco mis manos y cuento mis dedos. Despacio, muy despacio. Uno, dos, tres, cuatro… y el gordo se los comió. Y sigo sin hambre.
No sé, puede parecer desquiciante, pero a veces hasta le veo la gracia. Ya no me preocupa mi apariencia, he conseguido dejar de morderme las uñas, y hasta he aprendido a hacerme trenzas de rey. El día que salga no me reconocerán, eso sí que me preocupa. Porque si alguna vez consigo escapar, ¿dónde estaré? ¿A dónde iré? ¿Me espera alguien? ¿Saldré…? Y ahí se acaban mis dudas. Entonces me levanto, me miro los pies, estiro los brazos y sí, sigo respirando. Suelto una risita nerviosa, o dos, y espero. Igual un día alguien abre la puerta, solo espero estar despierta en ese momento.
No hace mucho sentí corriente, el aire parecía jugar con mi pelo. No podía ser verdad, obviamente, el aire no es tan caprichoso así que ni me molesté en despertar.
Hola, me llamo Alba y estoy atrapada en algún sitio, ¿hay alguien ahí?
Y así un día tras otro. Igual ese es mi error. Debería cambiar el mensaje, ¿no crees?

jueves, 4 de febrero de 2021

Naufragio

Después de horas circundando sin descanso los maderos, los tiburones, aún hambrientos, se alejaron como alma que lleva al diablo. El náufrago no podía creer lo que había sucedido. Bajo el sol abrasador y a pesar del agotamiento, comenzó a celebrarlo cantando y bailando sobre su tambaleante balsa. No recuerdo bien la letra de la canción, lo que sí recuerdo es que en su primer giro se percató de la sombra de mi guadaña sobre el agua; justo en ese instante se quedó petrificado. La inercia del movimiento le hizo perder el equilibrio y caer hasta el fondo sin remedio.



martes, 2 de febrero de 2021

El epitafio

Me encontraba a la suficiente distancia para escuchar su conversación sin que se percataran de mi presencia.

El hombre a la derecha, ambas manos apoyadas en el asa de la pala, asentía sin mucha convicción. La otra persona, a la que no conseguía ver con claridad por la sombra de los árboles, no dejaba de explicar el porqué del epitafio. El otro seguía asintiendo con el mismo entusiasmo. 

En uno de los escasos silencios, el enterrador tomó su gorra al tiempo que secaba el sudor de su frente con la poca manga de la camisa.

—Discúlpeme, pero servidor ha de seguir trabajando.

Ya no cruzaron más palabras. El hombre tomó su herramienta de trabajo y siguió echando tierra dentro del agujero. El otro, resultó ser otra. Al llegar a mi altura, me miró a los ojos y las dos rompimos a llorar.

Era mi epitafio.



miércoles, 29 de abril de 2020

Una familia feliz


Los granjeros volvían de la Feria de Comarcal de ganado donde habían comprado una vaca. El animal, que viajaba en la parte de atrás, no dejaba de suspirar. La mujer se volvía de vez en cuando para acariciarle la cara y tranquilizarle.
—Mujer, que solo es una vaca —se quejó su marido.
—Ya, pero la pobre está inquieta. Algo le pasa.
—Pues que estará mareada, ¿qué va a ser?
—No, a esta lo que le pasa es que… ¡Está preñada!
¡Qué ilusión! La granjera iba emocionada. Ellos no habían tenido hijos y, aunque estaba acostumbrada a ejercer de matrona en el parto de su cerda y de sus ovejas, esto era una novedad. Era su primera vaca, ¡y venía con sorpresa! «¡Qué ilusión!», no cesaba de repetir. «Tendremos un nuevo bebé en casa».
Por su parte, el granjero pensaba: «¡Qué suerte la mía, dos en uno! Si es un macho nos lo comeremos en cuanto esté rollizo y si es una hembra tendremos el doble de leche cuando crezca. Sea como fuere, ha sido una buena inversión».
Así, entre suspiros y caricias, entre ilusiones de todo tipo, llegaron a casa.
Desde entonces, todos las mañanas la mujer se levantaba pronto para ir a prepararle el desayuno al animal. La lavaba, la perfumaba y la peinaba. Todas las mañanas su marido se quejaba:
—La tratas como a una reina. La tratas mejor que a mí.
—Anda, calla, tú no estás preñado.
—Ni intención tengo —le respondía irónico.
—¡Qué ilusión! Mi primer ternerito, un bebé en casa. Si es niño le llamaré Guillermín y si es niña, Elvirita —repetía la mujer.
El hombre, observándola desde la puerta del establo, pensaba: «¡Qué suerte la mía, dos en uno! Si es un macho nos lo comeremos en cuanto esté rollizo y si es una hembra tendremos el doble de leche cuando crezca».
Todas las tardes, la mujer se iba a pasar el rato con la vaca y mientras hacía gorritos de lana para el bebé, le contaba historias de cuando era pequeña. Y antes de irse a hacer la cena, le daba un masajito suave en la barriga. Todas las tardes su marido se quejaba:
—La tratas como a una reina. La tratas mejor que a mí.
—Anda, calla, tú no estás preñado.
—Pero también agradezco los masajitos —le respondía celoso.
—¡Qué ilusión! Mi primer ternerito. Si es niño le llamaré Guillermín y si es niña, Elvirita —repetía la mujer.
El hombre, observándola desde la puerta del establo, pensaba: «¡Qué suerte la mía, dos en uno! Si es un macho nos lo comeremos en cuanto esté rollizo y si es una hembra tendremos el doble de leche cuando crezca».
Por las noches, justo antes de acostarse, la mujer iba a hacer su última visita a la futura mamá y le cantaba una nana para que se durmiera. Todas las noches su marido se quejaba:
—La tratas como a una reina. La tratas mejor que a mí.
—Anda, calla, tú no estás preñado.
—Pero también me gustan tus cuentos —le respondía cansado.
—¡Qué ilusión! Mi primer ternerito. Si es niño le llamaré Guillermín y si es niña, Elvirita —explicaba la mujer encantada.
El hombre, observándola desde la puerta del establo, pensaba: Si es un macho nos lo comeremos en cuanto esté rollizo y si es una hembra tendremos el doble de leche cuando crezca».
Todos los días el mismo ritual hasta que la vaca se puso gorda gorda y llegó el día del parto. La mujer preparó el mejor lecho, agua caliente y hasta toallas nuevas.
—¡Vete corriendo a buscar al veterinario! —ordenó la granjera a su marido.
Cuando el médico llegó ya asomaban las patas de la cría, las agarró con fuerza y en un par de resoplidos salió.
—¿Qué ha sido? —preguntaron al unísono los dueños del recién nacido— ¿Macho o hembra?
—¡Macho!
—¡Bienvenido, Guillermín! —le recibió la mujer con los brazos abiertos.
El marido, que observaba desde la puerta del establo, se emocionó al ver a la cría y más aún a su mujer que lloraba de alegría. En su cabeza, aún resonaba la promesa: «Si es un macho, nos lo comeremos cuando…», pero ahora lo único que deseaba era mecerlo.
—¡Un momento!— ordenó el veterinario— ¡Qué viene otra cría!
Los granjeros se miraron sorprendidos. Al poco, nació el segundo bebé.
—¿Qué ha sido? —preguntaron al unísono los dueños del recién nacido— ¿Macho o hembra?
—¡Hembra!
—¡Bienvenida, Elvirita! —exclamó la mujer.
El marido se emocionó al ver a la segunda cría y más aún a su mujer que lloraba el doble de alegría. En su cabeza, aún resonaba la promesa: «Si es una hembra tendremos…», pero ahora lo único que deseaba era achucharla.
A los pocos días, las dos crías y la vaca pastaban en el prado en compañía de los granjeros. Nadie se comió al macho, nadie se impacientó porque la hembra creciera. Se dedicaron a cuidar a la nueva familia, a verles crecer y todos tan felices.

viernes, 14 de febrero de 2020

La teoría del caos

Tendió su mano sin dejar de leer la prensa y tanteó torpemente. Cuando su índice se topó con el cartón, contuvo la respiración y alzó la vista de golpe. Como si de su último suspiro se tratara, por su mente cruzaron la extinción de los dinosaurios, el diluvio universal y hasta la erupción del Krakatoa… Y es que aquel podría haber sido un lunes cualquiera.
La alarma saltó cuando con el paso de las horas se empezaron a multiplicar las consultas a tarotistas y videntes. Los ayudantes de Esperanza Gracia no daban abasto a responder a preguntas de vivos y muertos que a través del chat discutían sin cesar por herencias, cuernos y otros menesteres. Hasta la bruja Lola se quedó sin velas que poner.
En las noticias de mediodía, un médico de urgencias declaraba acerca de un paciente que juraba haber vuelto de entre los muertos porque el túnel estaba hasta arriba. El camino hacia el más allá era un caos. Ni familiares, ni auxiliares y ni carteles orientativos. Los muertos se iban acumulando a modo de cola que no parecía acabar hasta que al fin ya no cupo ninguno más y dejó de entrar gente. A eso de las 8 de la tarde, hasta los jardines de los hospitales estaban atestados de vivos y muertos no muertos que trataban de arreglar sus diferencias antes de que se resolviera el incidente y todo volviera a su orden natural. Las primeras en quejarse fueron precisamente Esperanza y Lola, que se presentaron en el cuartel de la Guardia Civil a presentar una denuncia a todo aquel que decía haber muerto y no se moría; cada uno de esos era una tirada menos de cartas, una vela menos (que ya había repuesto existencias), vamos, que se les había estropeado el negocio tan fugazmente floreciente.
En las siguientes horas se reunión el Consejo de Gobierno para formar una Comisión de Investigación que encontrara la solución a esta extraña circunstancia que estaba desestabilizando los mercados a nivel internacional. Funerarias, floristerías, empresas de lápidas… Todos los negocios relacionados con la Parca reclamaban indemnizaciones a las aseguradoras que una tras otra iban declarándose insolventes. Planes de pensiones, seguros de vida, los préstamos; los bancos empezaron a bloquear todos sus servicios. Hasta las empresas de criogenización estuvieron a punto de desenchufar los congeladores.
La noche fue larga. Tablas de guija y sesiones de espiritismo se mezclaban con juergas de última hora. ¿Quién dijo que el último deseo de un moribundo era ver por última vez a la persona amada? Las únicas que hicieron el agosto fueron las prostitutas.
Al día siguiente, cual leve aleteo de mariposa, en la penúltima página del Diario Cristiano se publicó a modo de curiosidad el fin de la huelga de trabajadores del Grupo Faster Line, distribuidora oficial del papel higiénico del Vaticano.
Nadie dio crédito a la vidente de tres al cuarto Máxima del Real que dijo ver en las cartas a San Pedro abriendo las puertas del cielo par en par.