lunes, 27 de diciembre de 2010

Su séptima vida


No sabía cuánto tiempo más aguantaría, hacía mucho frío y las noches cada vez se hacían más complicadas en la calle. Mamá me había dicho que volvería, que no estaría solo en mi primera Navidad, pero por más que buscaba no daba con ella. Decidí que aquella sería la última puerta a la que llamaría esperando encontrarla.
Una niña de unos diez años abrió la puerta. Yo puse la mejor cara que tenía para estas ocasiones, estaba bien aleccionado:
* Regla número 1: girar ligeramente la cabeza hacia la izquierda.
* Regla número 2: agachar las orejas lo máximo posible.
* Regla número 3: dilatar las pupilas hasta hacer mis ojos tan redondos como la luna llena.
―Mamá, ¿puedes venir?―, gritó la niña sin dejar de mirarme.
Al instante apareció ella, la reconocí desde el primer momento: su pelo negro y esos ojos dulces. Empecé a temblar de emoción, casi no podía tenerme en pie y cuando quise reaccionar caí desmayado allí mismo. A pesar de mi inconsciencia pude notar sus manos cálidas recogiendo mi cuerpo del felpudo. Sí, estaba seguro, había vuelto a su lado...
―Mamá, ¿podemos quedárnoslo? ¿Podemos?
―Cariño, no sé, habrá que esperar a que llegue tu padre, a ver qué opina. De momento le prepararemos una cama y un plato de leche para cuando despierte.
Mamá me envolvió en una mantita y me tuvo en brazos un largo rato; yo me hice el dormido, quería disfrutar de ese momento todo lo posible. Madre me mecía, no sé si intencionadamente, y canturreaba algo que me era familiar, era su nana-ronroneo que tantas veces me cantó de bebé. Humedeció un paño y me lavó suavemente como solía hacerlo. Desperté, no tuve más remedio, no pude evitar sonreír durante el baño.
―Elena ven, ya ha despertado.
La niña se acercó y me tomó entre sus brazos... «¿Podemos quedárnoslo? Porfa, porfa», insistió.
Madre me recogió y me acercó a su cara, rozó su nariz con la mía y dijo: «Sí, se queda».
Aquella fue la primera vez que dormí en casa, que volví con mi familia. Mamá en su séptima vida se había reencarnado en la mujer que desde entonces cada noche al acostarme me susurra al oído: «Nunca más te dejaré».

jueves, 23 de diciembre de 2010

El problema de la construcción

El dolor tiene forma, es tangible, pesado y tiene forma de ladrillo; al menos, el mío es así. Llevo varios días con un terrible dolor de espalda que vino con el frío y debió encontrar la puerta abierta en algún momento entre el dormitorio y el baño, o quizá cuando abrí el armario para escoger la ropa. El caso es que este ladrillo que tengo alojado a la altura de..., bueno, como suele decir mi madre: «donde la espalda pierde su casto nombre»; este dolor, ya sea ciática o lumbago, me ha dejado atrapada varios días entre el sofá y la manta eléctrica.
Esta tesela, que se me antoja de la clásica arcilla roja, me hace saber de sus picos cada vez que me muevo y como si de un corredor de fondo se tratara, recorre mi cuerpo en todas direcciones un dolor incansable que me deja baldada.
Pero por fin superé el fin de semana y visité a don médico que amablemente me recetó calmantes. Ojalá me dieran una solución que no tuviera forma de pastilla, una forma de acabar con este fenómeno del ladrillazo.
Y siguiendo con este símil... Estoy yo pensando que quizá el día que deje de pagar hipoteca, deje de dolerme la espalda. Lástima que me haya casado con Caja Madrid durante un tercio de mi vida, tendré que seguir recurriendo a las drogas para limar los picos del ladrillo.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Soñadora de vidas

Sé que no soy una soñadora cualquiera, mi madre me lo decía desde niña, me hablaba de un don que se hereda de generación en generación. Soy «soñadora de vidas». Todo el mundo ha oído hablar del significado de los sueños, pero pocos saben que la interpretación está sujeta al origen de los mismos. No tiene igual valor un sueño soñado por cualquiera vosotros, que uno soñado por las mujeres de mi familia porque ―para más inri― esta «maldición» solo persigue a las féminas.
Hasta hacía poco solo había tenido un par de experiencias muy breves, sueños tan ligeros que apenas recordaba al despertar, pero con la reciente muerte de mi padre la sensación se ha agudizado. Anoche mismo, en el duermevela que precede al sueño nocturno, mis gatas que llevaban un tiempo enredándose a los pies de la cama, se detuvieron de pronto. Oí a Java gruñir, las dos se agazaparon al mismo tiempo y empezaron a temblar de miedo. Sus sentidos me avisaron, abrí los ojos y lo vi allí, en mi habitación, en la esquina de siempre. Todos se aparecen en el mismo rincón...
Ahí estaba él, era un muchacho joven, demacrado, con los ojos inyectados en sangre. Jadeaba al mismo ritmo que se agitaba de un lado a otro. Clavó su mirada en la mía y antes de que pudiera reaccionar se lanzó sobre mí. Me volví hacia un lado y me tapé con la manta como si pudiera protegerme de algo. Me despertó mi propio grito de terror, las gatas ya no estaban allí, no había nadie.
Quisé que mi marido hubiera oído mi quejido, pero debía tener la puerta del despacho cerrada. Pensé incluso en levantarme, contarle lo sucedido y buscar algo de consuelo en sus brazos, pero me pudo el sueño y con el poco valor que me quedaba mullí mi almohada y eché un vistazo más a la habitación antes de apagar la luz.
Volví a dormirme y comencé un nuevo sueño. Recuerdo un jardín y un mirador con balacines de madera y cojines bordados. Yo era más joven, llevaba un vestido a lo Mariquita Pérez; todo acompañaba: el sitio, la luz, el ambiente y el resto de las personas. Llevaba un rato jugando con otros niños cuando se acercó él. Me tomó de la mano y me llevó hasta el banco más cercano, uno que miraba hacia los rosales de los que ahora, después del día entero, aún soy capaz de percibir el olor.
Al principio no lo reconocí, estuvimos un rato sentados, mirándonos sin mediar palabra. Cuando por fin se atrevió a hablar, lo primero que hizo fue darme las gracias. No entendía a qué venía aquello, pero para qué, simplemente era un sueño. Y él, que pareció percibir este pensamiento, enseguida reaccionó:
― ¿No me reconoces?
― Pues no, lo siento, ¿debería?
― Siento haberme presentado así en tu habitación, no pretendía asustarte. Alguien me habló de ti, de tu poder y necesitaba volver aquí, reencontrarme con los míos.
Soy «soñadora de vidas», debería acostumbrándome, lo único que espero es que no se hayan enterado muchos más espíritus y, sobre todo, que el próximo que venga no me dé otro susto como el de anoche.