jueves, 14 de junio de 2012

Problemas de pareja

Me miró con cara de circunstancia; no era la mejor forma de comenzar una velada nocturna.
–Tranquila cariño, en un momento estoy contigo. Primero tengo que acabar esto.
Su mirada condescendiente me concedió la tranquilidad necesaria para continuar con mi tarea. No era lo habitual; normalmente salíamos a dar una vuelta antes o después de la cena para despejarnos del estrés diario. Con una auditoría a la vuelta de la esquina, el jefe me había pedido que cuadrara las cuentas antes de terminar el mes, así que no tuve más remedio que traerme el trabajo a casa. Tomé posesión de la mesa del comedor; dispuse la documentación estratégicamente repartida y en un rincón, coloqué una jarra de cerveza fría y el tabaco.
Cada vez que descansaba de los números para beber un sorbo y fumarme un cigarro, ella me miraba fijamente. La expresión de su cara denotaba impaciencia. No sabía dónde ni cómo colocarse.
–Anda, mi amor, échate en el sofá y descansa un ratito. Ya me queda menos.
No me gustaba engañarla, pero entre la tediosa labor y el sueño que empezaba a hacer mella, comencé a considerar posponer el paseo al día siguiente. No me lo tendría en cuenta, además, cuando llegué, salimos a comprar un paquete de Fortuna. Ella pasaba todo el día en el piso, con la única compañía de los dos periquitos que me regaló mi madre cuando nos trasladamos. Debía aburrirse mucho, siempre que llegaba me la encontraba durmiendo y, perezosa, se levantaba para darme la bienvenida; seguidamente se acercaba a comer algo a la cocina. Se estaba poniendo como una foca; obviamente no iba a dejar de quererla por eso, pero me costaba cada vez más compartir el lecho con ella.
Cuando terminé la primera cerveza, me incorporé con intención de ir a por una segunda. Inmediatamente se levantó y se acercó a mí.
–¿Ya? ¿Salimos ya?
–¿Sabes que eres la chica más bonita del mundo? –le dije tiernamente.
–Ya, pero ¿salimos? –insistió.
–Dame un rato más, si no lo acabo ahora tendré que levantarme temprano mañana, y sabes lo que me cuesta madrugar.
Frunció el ceño y sin más, me siguió hasta la cocina. Al pasar por la puerta de casa, se detuvo y volvió a mirarme con ojos suplicantes. Me acerqué a ella y le atusé el pelo con cariño.
–¿Has cenado? ¿Te apetece tomar algo? –le pregunté mientras abría la puerta del frigorífico y revolvía en el cajón del embutido.
–¿Hay jamón york? –se acercó para asegurarse.
Compartimos una escueta cena. Entre bocado y bocado, le daba algún mimo. Ella, sin prestarme atención, deboró su ración.
–Nena, deberías comer más despacio, masticar bien. Mira cómo te estás poniendo... –le reproché.
No me hizo ni caso. Obviamente, estaba enfadada.
–¿Quieres un yogur?
–Quiero salir –se movía nerviosa.
–Me han dicho que es bueno tomar yogur después de cenar.
–¡No aguanto más! –se volvió enojada y se asomó a la ventana.
El aire removía su pelo mientras perdía la mirada en el parque por el que solíamos pasear.
–Venga, te traigo postre y en cuanto acabe salimos –mentí descaradamente.
Su actitud indeferente a mi ofrecimiento hizo que me relajara. «Se conforma», pensé. Recogí la mesa sin prestarle más atención, ella seguía en la misma posición, dándome la espalda. No soportaba sus ademanes ni sus exigencias. Cuando volví al comedor, la encontré sobre el sofá de nuevo, boca arriba moviéndose sutilmente para despertar mi interés.
–Sois todas iguales... –le susurré mientras le daba un beso en la mejilla.
–Quiero salir, porfa.
–Mi chica mimosa... –le dije mientras llevaba mis manos hasta sus pezones.
Se incorporó con cierta prisa despreciando mis caricias y volvió a exigirme:
–¡No aguanto más! ¿Me oyes?
–Cálmate cariño, se van a enterar todos los vecinos.
Regresé al ordenador; empezó a cansarme tanto cambio de ánimo y seguí con mi trabajo.
–¡Quiero salir! ¿Me oyes? –exhortó.
–¡Basta ya, Lola! ¿No ves lo liado que estoy?
–¡No aguanto más!
–¡Basta ya, he dicho! Cómo sigas así vamos a tener un problema serio.
Se calló. Tras nuestra discusión, el espeso silencio podía cortarse con las miradas que nos lanzábamos furtivamente. Solo los avisos sonoros de los errores en el documento conseguían romper esa atmósfera. No podía concentrarme.
Lola se levantó con tranquilidad y fue hacia el dormitorio. Supuse que se había rendido a la evidencia. A los cinco minutos volvió con cara de satisfacción, más relajada, y retomó la posición de descanso sonriéndome de forma sospechosa. Aproveché la siguiente pausa para ir a ponerme al pijama. Cuando llegué a la habitación, encontré una meada enorme sobre mi almohada...
–¡Maldita perra!

Serán

Son amantes sin saberlo. Ya han compartido lecho, ella con otro, otra con él; y los dos desconocidos has captado su correspondiente olor. Ahora se buscan, infatigables, intentando captar la esencia del anónimo amador. Son uno siendo dos, esa será su incesante guía en la interminable cacería. Dejarán de amar a otros hasta hallar el significado de la palabra «amor».

martes, 12 de junio de 2012

La emigración

Con el otoño las golondrinas iniciaron su emigración. La pareja que anidó en el quicio de mi ventana instruía a sus pequeños cuando llegué. «¿Volveréis el año que viene?», les pregunté. «Volveremos siempre que nos esperes». Cuando al fin iniciaron el vuelo, recogí su nido y le dejé mi corazón en él para que permanezca caliente hasta que decidan volver.

miércoles, 6 de junio de 2012

El ascensor

El ascensor de la oficina paró en seco a las ocho en punto de la mañana. No hacía ni tres segundos que me había subido sin prestar atención a mi alrededor. Saltó la luz de emergencia y con ella mi mal humor.
―¡Me cago en la...! ¡Ya es el segundo día! ¿Por qué no habré subido por las escaleras? ¡Me cago en la madre que...!
―Ejem ―una mujer forzó dulcemente un carraspeo que detuvo la blasfemia que ascendía desde mi estómago.
Dudé durante un instante: ¿debía disculparme y volverme, o invertir el orden? Su voz, a pesar de la llamada de atención, se me antojó amable. Mientras me volvía, la escasa iluminación terminó por rendirse a la evidencia y quedamos en una obscuridad absoluta. No hubo forma de detener la inercia de mi movimiento; inevitablemente, nuestros cuerpos chocaron y la onda expansiva rebotó contra las paredes volviendo cargada de deseo.
―Discúlpeme, no pretendía... ―le dije sin huella de arrepentimiento.
―No se preocupe. El ascensor volverá a funcionar enseguida, anteayer también me quedé encerrada; debe ser una avería que no terminan de arreglar.
Me separé lo necesario para que nuestros cuerpos no se tocaran a pesar de que el mío reclamaba justo lo contrario. Busqué el pulsador de emergencia, pero mis manos impacientes fueron a dar con tercer en botón de su camisa...
―Ejem... ―volvió a carraspear sin mucha convicción.
―¡Oh, Dios mío! Perdóneme, no, no... Se va a hacer una idea equivocada de mí. Yo no...
―¿Idea? Lo tengo complicado, lo único que he visto de usted ha sido su trasero ―comentó acompañando con una leve risita.
―Lleva razón. Perdone, subí con cierta prisa.
―No hay problema. Dígame, ¿cómo es? Me gusta mirar a los ojos de la gente con la que hablo y, de momento, lo tenemos complicado.
―Si le digo que soy alto, rubio y de ojos azules, ¿me creería?
―No del todo, es moreno, en eso sí me he fijado.
―¡Vaya! Pensé que había reparado solo en mi culo.
Ambos reímos. La situación era, como poco, inusual; ligar en un ascensor no era uno de mis hobbies favoritos. Después, un espeso silencio se unió a nosotros. Era incómodo; podía oír como respiraba, rítmica y calmada, excitándome con cada inspiración.
―Perdona, creo que... ―ambos rompimos el hielo a la vez mezclando nuestras voces.
―Por favor, habla tú ―deseaba sentir el ritmo de sus palabras.
―No te preocupes, era una bobada.
«Una bobada»; sus palabras resonaron en mi cabeza que empezó a transformar la expresión en cualquier otra que rimara e implicara el tacto de su piel, de su boca. Me decidí, no tenía nada que perder. Ya la había tocado en dos ocasiones y parecía no haberse disgustado. Me acerqué de nuevo con la excusa de buscar la baranda para descansar un poco. De nuevo el choque, de nuevo la pasión que encendió nuestros cuerpos.
―No hables ―me dijo dulcemente mientras me quitaba la chaqueta del traje.
―Pero... ―me ruboricé, no sabría explicar porqué.
―Tranquilo, no haremos nada que no quieras, es solo por pasar el rato ―afirmó como si fuera lo más normal del mundo al terminar de desabrochar mi camisa.
―Un buen rato, sí, pero y si... ―mi miedo a que nos pillaran en plena faena empezaba a ser mayor que mi deseo. Mi erección empezaba a peligrar.
―Vamos, cariño, no seas remilgado; como poco estaremos aquí otros quince minutos ―vaticinó mientras rodeaba con su lengua mi pezón izquierdo.
―¿Sólo quince? ―pregunté entre sorprendido e inquieto.
Ella rió sin dejar de manosearme. Solo necesitó tres segundos para desabrocharse la camisa. Colocó las mías sobre su sujetador, pude notar sus pezones firmes, sus pechos turgentes asomando por encima de la puntilla. Nos besamos apasionadamente. Descubrí con prisa cada parte de su anatomía, el tiempo apremiaba. Cuando llegué al bajo de la falda, me puse de rodillas frente a ella y fui ascendiendo con la lengua hasta llegar al liguero que sujetaba sus medias. Mi nerviosismo me jugó una mala pasada, no atiné a desabrocharlo.
―Déjame a mí ―dijo entre jadeos.
―Espera un segundo, lo intento otra vez.
Nuestra impaciencia hizo que ambos, sin saberlo, nos moviéramos con fuerza llevados por el frenesí que envolvía el momento, con tan mala suerte que nuestras cabezas acabaron chocando bruscamente. Ella cayó al suelo, yo eché mano a la frente, noté el líquido, la sangre que caía sobre mi ceja. La mera idea hizo que me desmayara sobre ella. Justo en ese instante el ascensor volvió a funcionar.
―¡Despierta, imbécil! ―gritó mientras intentaba espabilarme dándome tortas en la cara, manchándose con la sangre que seguía manando de mi cabeza.
―Qué... ¿qué ha pasado? ―balbuceé.
Cuando conseguí recuperar la consciencia, la puerta del ascensor se abrió. Varios bomberos; Santi, el de seguridad; un par de recepcionistas; Jorge, mi compañero de trabajo y otros cuantos miraban atónitos la escena.
―Si no les importa, cojan el siguiente.