lunes, 29 de abril de 2013

jueves, 18 de abril de 2013

Autocontrol

—Buenas tardes y bienvenidos al curso «Internet básico». Mi nombre es Alicia —me presenté al grupo.
Siempre comenzaba con la misma cantinela: los horarios, el control de asistencia, un resumen de los contenidos y, a modo de chiste, la distribución del centro. Era simple, muy simple. No había recepción; la puerta daba directamente al aula. Allí, distribuidas en filas y contra la pared en un extremo, se apiñaban las mesas. Al otro lado, dos cuartos: un almacén y otro para los aparatos a la espera de reparación. En este último, una puerta daba acceso al baño.
—La salida de emergencia es la misma por la que habéis entrado y si alguien tiene alguna necesidad fisiológica urgente, el aseo está a mi izquierda.
No habían pasado ni diez minutos desde la introducción al primer tema cuando empecé a sentir retorcijones.
—Esto ha sido la salsa de soja —pensé haciendo un repaso mental del menú del restaurante chino.
Hablaba del desarrollo de las Nuevas Tecnologías en los últimos años mientras la agitación de mi estómago evolucionaba a un ritmo más acelerado que el propio Internet. Traté de disimular los rugidos subiendo el tono de voz. Las ventajas del uso de estas herramientas en la vida diaria parecieron calmar algo las molestias, pero al abordar los inconvenientes vino lo peor. Desde el primer uso inadecuado hasta llegar a los fraudes, el malestar se fue intensificando. El dolor era tal que de vez en cuando tenía que sentarme en el pico de mi mesa para disimular cada encogimiento. Di paso a los alumnos invitándolos a participar en un debate improvisado acerca de la cuestión que nos ocupaba. Necesitaba descansar. Intenté controlar la respiración en un vano intento de aliviar mi sufrimiento, pero no hice más que empeorar la situación. Empecé a sudar profusamente. Un calor abrasador me recorría desde el bajo vientre hasta la cabeza.
—Si no os importa, voy a poner un ratito el aire acondicionado —disimulé mis intenciones.
Moderé el debate como pude, intentando mediar entre cada intervención y mi ansiedad. Cuando empezaron a acabarse las ideas, ofrecí hacer un descanso de quince minutos. Lo necesitaba de forma apremiante. Imaginé el agua fresca en la nuca y casi sentí consuelo. Al primer paso hacia el baño, se acercó una muchacha.
—Alicia, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Sí, claro —mentí, no estaba lo suficientemente concentrada ni para dar la hora.
—Verás, al acceder a Windows me sale un ventana avisando de un error de nosequé y se apaga solo.
—¿No podrías especificar un poco más? —le dije mirando hacia la puerta del aseo.
Ella hablaba sin parar; no recuerdo nada de lo que decía.
—Intenta apuntar el mensaje que te da y mañana me lo dices. Así, sin verlo, no puedo darte una respuesta.
Había pasado el cuarto de hora más largo de mi vida. Todos habían vuelto a su asiento y por delante me quedaba otra hora y media de clase. El frío en el aula parecía hacer efecto. Dejé de sudar, pero empecé a sentir escalofríos. Recordé entonces lo que siempre decía mi madre: «Antes de salir de viaje hay que ir al baño». No pensaba ir de crucero ni nada parecido, simplemente había venido a trabajar. Ahora el chiste del principio ya no me parecía tan gracioso. Ahora era yo la que tenía una necesidad fisiológica urgente. No creí profesional interrumpir la clase, así que apreté mi esfínter todo lo que pude.
De los navegadores pasé al manejo de Google. Después de una breve explicación de sus virtudes, propuse un par de ejercicios fáciles. Tardaron poco en hacerlos, así que se me ocurrió uno más complejo que les llevara el tiempo necesario para poder aligerar mi carga. Pronto empezaron a surgir las dudas.
—Alicia, ¿puedes apagar el aire? Hace frío —solicitó un señor con el mostacho manchado de café.
—¿Puedes venir un momento? No sé dónde tengo que pinchar —me reclamó la señora del fondo.
—Mi ordenador va muy lento —se quejó el alumno más joven.
Volvieron los retorcijones, los escalofríos se turnaban con los calores y mi esfínter parecía empezar a perder fuerza.

miércoles, 3 de abril de 2013

El hombre descalzo

Los cordones se rompieron y fue a comprar otros. De eso hace ya varios días. Es posible que perdiera los zapatos y, con ellos, el camino de vuelta a casa. Debí pedirle que me comprara tabaco, por si vuelve que tenga una buena excusa por el retraso.

Jorge

Empezó con una palabra sin definir y fue creciendo hasta convertirse en el inicio de una historia con nombre propio que aún está por escribir.


Capítulos 1 y 2

1.
Juraría que había oído golpes. Paré el secador y bajé el volumen de la radio, pero no sentí nada. Sonaba «Déjame», de Los Secretos, cuando terminé. Fui al dormitorio, sobre la cama tenía estirado el vestido de flores. Miré el reloj: las nueve y cuarto. Aún tenía un rato para terminar de arreglarme. Me entretuve buscando una chaqueta en el armario. Cuando cerraba la puerta del mueble, sonó el timbre. ¿Quién será? Anudé el cinturón de la bata y fui hacia la entrada. Reconocí a Laura, mi vecina de arriba, a través de la mirilla. Abrí la puerta. Empujó y entró con prisa cerrando con cuidado de no hacer ruido. Apagó la luz del hall.
–Pero, ¿qué haces? –le pregunté sorprendida.
–No digas nada –me susurró.
Laura se echó a llorar. Despedía olor a sudor mezclado con sangre. La escasa luz que llegaba del salón me permitió ver su cara: sobre su ojo derecho, un brecha abierta y, en el otro, un cardenal antiguo. Llevaba la camisa rasgada.
–¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado?
Puso su mano temblorosa sobre mi boca pidiendo silencio.
–Vamos, hay que limpiar esa herida.
Al pasar al baño se detuvo frente al espejo. Limpió la sangre que caía por su mejilla con la manga. Le acerqué el taburete y la invité a sentarse.
–Déjame que te vea ¿Qué ha pasado? –le pregunté mientras tomaba su barbilla.
–Casi me mata. He aprovechado un despiste para salir corriendo –balbuceó.
–¿Dónde están tus hijos? Deberíamos llamar a la policía.
–Están en casa de mi madre. ¡Por favor, no llames! –exclamó.
–Deja, al menos, que te cure.
Asintió sin decir palabra. Miré el reloj: las nueve y media pasadas.
–Has quedado, ¿verdad? Déjalo, me voy –dijo haciendo ademán de levantarse.
–No te preocupes, no es importante. Te preparo un baño y te relajas. Ve quitándote la ropa, voy a buscarte algo limpio.
Recogí el vestido, ya tendría otra ocasión para estrenarlo. Saqué un chándal para Laura y volví con ella. No pude evitar mi cara de asombro al verla desnuda de cintura para arriba, con la espalda marcada de cicatrices y moraduras. Parecía más pequeña de lo que era. Al darse cuenta de mi presencia, tomó una toalla y se cubrió.
El timbre volvió a sonar. Eran las diez en punto. Ambas nos miramos conteniendo la respiración.

2.
«Un hombre condenado por maltrato mata a su hija y se suicida. Con este son tres los crímenes cometidos durante Semana Santa...». Cambié de dial, no me gusta oír ese tipo de noticias, menos cuando hay menores de por medio. Recogí la cocina oyendo Kiss FM. Alekos Rubio comentaba algo sobre un comprador anónimo que había pagado un dineral por un álbum firmado por los Beatles. ¡Menuda pasta! El tío debe ser un friki y estar podrido de dinero, con la mitad me conformaba.
Terminaba de colocar los cacharros secos cuando oí llorar al bebé a través del intercomunicador. Fui a su habitación. El pequeño se rebullía en la cuna y chupaba con ahínco su puño derecho, era su hora de comer.
–¿Ya te has despertado, Iván? Ven aquí, gordo –le dije cariñosamente mientras lo tomaba en brazos.
Sonrió agradecido y se abrazó a mi cuello. Me gustó la sensación. Volví a la cocina con el niño y lo senté en la trona mientras calentaba la papilla. La comida transcurrió entre cucharadas por papá, mamá y los abuelos, la última la reservaría para mí. Hacia la mitad del plato sonó mi móvil.
–Hola Bea, ¿qué haces? –me preguntó Rubén.
–Estoy dándole de comer al gordito. En cuanto llegue su madre me voy para casa.
–¿Te apetece que vayamos al cine esta noche?
–¿Siguen poniendo «El lado bueno de las cosas»? Me apetece mucho verla.
–Lo miro y ya te digo. Te recojo a las diez en casa, ¿vale?
–Genial, ya tengo una excusa para estrenar el vestido que me regaló mi hermana.
Rubén se despidió con un beso, como hacía siempre, pero nunca se atrevía a dármelo en persona. Era lo más parecido a un novio que había tenido, pero ninguno de los dos dábamos el paso.
La programación musical hizo una pausa para emitir un boletín informativo: «En la madrugada del domingo, un hombre mató presuntamente a su hija de seis años y después se suicidó en Campillos, Málaga. El padre, de 32 años...». Ya estamos otra vez. Volví a cambiar el dial.
–¡Y esta por Beatriz! –invité a Iván para terminar la comida.
En la radio sonaba «Déjame», de los hermanos Urquijo. Tarareé la canción para distraer al pequeño.

lunes, 1 de abril de 2013

Un despiste como otro cualquiera

Cuando era pequeño mi padre me enseñó a lanzar la caña, a montar en bicicleta y a buscar espárragos. Pero olvidó algo importante: jamás me dijo «te quiero».