miércoles, 30 de octubre de 2013

Brotes de esperanza

Mientras todos duermen, Isabel se dedica a cuidar sus flores. Con el último beso de buenas noches, deja la lectura sobre el escritorio y se traslada al cuarto de costura. Sobre la mesa, descansan desde hace tiempo sus herramientas de jardinería: agujas de 16 pulgadas, lanas de colores y cintas de raso. Sólo hizo una muestra de cada color que ahora descansan en pequeños floreros dispuestos sobre el quicio de la ventana. Hoy ha añadido al pulverizador unas gotitas de esencia de vainilla. Riega cada noche sus plantas con la esperanza de que nazcan nuevos brotes. Sus manos, enfermas, ya no pueden añadir vida a las hebras.

jueves, 17 de octubre de 2013

Justicia para el roedor

—Vuelva a explicármelo desde el principio.
—Verá, señor policía, aquella noche volvía del trabajo, cansado, como siempre. Tengo un trabajo de mierda, ¿sabe? Mi jefe me explota. Paso diez horas sentado delante del ordenador revisando sus sandeces y...
—No se vaya por las ramas. Continúe.
—Pues eso, volvía del trabajo andando y son al menos cinco kilómetros. Cuando llegué a la plaza que hay frente a los pisos que la constructora Sainz dejó a medias, encontré a tres niños apaleando al animal. Al principio pensé que era un pobre gatito. Me acerqué con intención de salvarle la vida; lo que estaban haciendo esos gamberros me hizo hervir la sangre. Empecé a gritarles a cierta distancia para que dejaran de maltratar al bicho, pero se rieron de mí. Solo cuando inicié la carrera hacia ellos se detuvieron retrocediendo un pasos. Al llegar a su altura, pude ver que no era un felino. Se trataba de una sucia y asquerosa rata. Apenas le quedaba un hilo de vida. Los chavales se fueron hasta el banco más cercano y se sentaron a observar mi reacción. La alimaña se retorcía de dolor. Sentí grima. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al ver la sangre oscura que manaba de su boca. Pude oír las risas de los niños cuando me daba la vuelta rendido a la evidencia. Justo en ese instante, escuché su voz débil. La rata, extenuada, solo dijo una palabra: «Venganza» mientras señalaba a sus tres asesinos con el único dedo vivo que le quedaba. Su uña mugrienta decidió el destino.
—¿Y por eso les cortó la mano derecha a los pequeños?
—No exactamente, a uno de ellos le corté la izquierda porque era zurdo. Alguien tenía que hacerle justicia a la sucia y asquerosa rata.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Don Fernando

Después de mucho tiempo, Juan y Elisa decidieron cambiar de aires. Sus hijos se habían independizado y la casa de cinco habitaciones se les hacía innecesariamente grande. La única condición que le pusieron al agente de la inmobiliaria fue que su nuevo hogar tuviera un gran comedor para poder reunirse todos y un trastero de considerable tamaño.
A finales de agosto organizaron una última comida a modo de despedida. Sus hijos fueron llegando, unos más puntuales que otros, cada uno con sus parejas, sus niños y sus juguetes. Algunos traían platos con comida, otros bebida. Al pasar todos comentaban lo mismo:
—¡Qué triste! ¡Qué desangelada! —decían con cierta tristeza.
Su casa, donde se habían criado, estaba ahora vacía, no quedaba ni un solo cuadro colgado. Las últimas cajas que quedaban por recoger estaban fuera, junto a la puerta del porche. Allí, sus padres habían preparado varias mesas, con manteles de papel y vasos y cubiertos de plástico. No faltaba nada por empaquetar.
Después de disfrutar de un buen rato en familia, mientras los adultos tomaban el café entre risas rememorando algunas de sus travesuras, los niños se distraían jugando al escondite detrás de los paquetes. Alicia, la más pequeña de las nietas, tropezó y tiró una de las cajas que aún permanecía abierta. Rápidamente, la madre de la chiquilla fue a ver qué había pasado. Cuando llegó, su hija ya estaba corriendo por el jardín con el resto de sus primos. Antes de volver a la mesa, se entretuvo recogiendo las cosas que se habían quedado desperdigadas tras el accidente de la niña. De entre todas, le llamó mucho la atención una pipa.
—Papá, ¿esta pipa es tuya?
—Mía no, será de tu madre —dijo sorprendido.
Todos se quedaron perplejos.
—¿Cuándo has fumado tú en pipa, mami? —preguntó el mayor.
Elisa rió a carcajadas. Estaba segura, solo había sido una vez. Lo recordó como si fuera ayer. La pipa era de don Fernando, su maestro de escuela. El hombre se pasaba las horas de clase paseándose de un lado para otro del pasillo con la pipa en la boca. Unas veces encendida, otras apagada. Vaciarla, limpiarla y volver a rellenarla de tabaco era el ritual que repetía todos los días nada más entrar por la puerta. No tenía claro el motivo que la había empujado a robarla. Realmente detestaba aquel olor. Un viernes, antes de irse, en un descuido del maestro, Elisa metió la pipa en el abrigo y echó a correr en busca de su madre que la esperaba fuera. Durante el trayecto a casa, apretó todo lo que pudo la solapa del bolsillo para que la mujer no se diera cuenta de lo que escondía. Notaba un calor tibio que aliviaba el frío de su mano. Cuando llegaron, fue corriendo a su cuarto, sacó la pipa y la chupó con todas sus fuerzas. Sintió un asco horrible. Empezó a escupir y a toser. Abrió la ventana y la tiró afuera. La pipa quedó sobre la nieve exhalando sus últimos estertores. Al día siguiente, Elisa decidió recuperarla para devolvérsela a su dueño, pero la humedad había hecho que se hinchara. Solo tenía dos opciones: dejarla donde estaba o guardarla hasta que volviera a recuperar su forma original. Decidió recogerla y esconderla al fondo del baúl de sus juguetes para que nadie pudiera encontrarla. Allí permaneció durante años. Mucho tiempo después, fue pasando de caja en caja, de casa en casa, sin que nadie se fijara en ella, ni siquiera Elisa.
—Mamá, que te despistas ¿Nos vas a decir cuándo has fumado tú en pipa?
—Una vez, solo una.

martes, 15 de octubre de 2013

La curiosidad mató al gato

Entonces... se escuchó un grito pidiendo auxilio que me despertó. Me incorporé en la cama intentando recuperar el aliento. Creí que todo había sido un mal sueño y volví a acostarme. Pasé un rato dando vueltas intentando retomar el descanso, pero no fui capaz. Me levanté y fui arrastrando los pies hasta el baño. Oriné intentando atinar en la taza, pero aún estaba medio dormido. Al acabar, me lavé las manos y miré el reloj: las cuatro y cuarto; solo faltaban un par de horas para que sonara el despertador. De camino al dormitorio volví a oír las llamadas de socorro. No sabía exactamente de dónde provenían. Me acerqué a la ventana del comedor, pero no vi a nadie. Fui hasta los dormitorios que dan al patio interior; tampoco descubrí el origen de la llamada desesperada. Pensé que algún vecino debía estar viendo una película de terror y abandoné mi búsqueda.
Con el sobresalto se me había puesto un buen dolor de cabeza. Decidí tomarme una aspirina y entretenerme con el canal 24 Horas a ver si recuperaba el sueño. En la cocina preparé una taza con leche y la metí en el microondas. Cerré la puerta y seleccioné el tiempo: dos minutos. En ese momento sonaron los gritos con más fuerza. Un hombre amenazaba a una mujer que lloraba desesperada.
—¡Eres una zorra, te mataré!
—Cariño, por favor, te juro que yo no...
Dos minutos, tiempo más que suficiente para forcejeos, golpes, un grito ahogado, una respiración cada vez más pausada y un último estertor que entraron a través de la campana del extractor. Me quedé paralizado. En ese instante, la alarma del microondas sonó; mi única reacción fue soltar el bote de Nescafé que, al caer al suelo, se rompió en pedazos.
—¿Quién hay ahí? —preguntó el asesino.
Podía imaginarlo asomado a su campana esperando encontrar la cara de alguien, la mía. Tragué saliva y contuve el aliento, ni pestañeé. Al otro lado, el hombre empezó a silbar la marcha del Coronel Bogey. Mi corazón latía a toda velocidad, juraría que él podía oírlo desde su cocina. La alarma del microondas volvió a sonar. Me estremecí.
—¿Quién hay ahí? —insistió de nuevo.
Cerré la boca y los ojos con todas mis fuerzas. Él retomó la melodía. La música resonaba a través de la campana. Decidí sacar la taza antes de que volviera a avisar el electrodoméstico. Sin darme cuenta, caminé descalzo hasta la puerta y pisé algunos cristales. Mordí mi labio inferior intentando reprimir el grito de dolor, pero se me escapó un pequeño quejido.
—¿Qué, te has cortado? —su risa malvada martilleó mis oídos.
Miré hacia abajo y vi salir un hilo de sangre por debajo de mi pie derecho. Haciendo un esfuerzo, llegué hasta el microondas y saqué la leche maldiciendo por dentro mi dolor de cabeza.
—Si no me hubiera movido de la cama nada de esto habría pasado —pensé.
Dejé la taza sobre la encimera y miré la herida. Arranqué el cristal que tenía clavado y fue el sonido de una gota de sangre cayendo al suelo la que me hizo darme cuenta del silencio que había. Ya no sonaba nada, no había gritos ni silbidos. Enrollé papel de cocina alrededor del corte y fui a buscar mi móvil, debía avisar a la policía. Justo cuando pasaba por delante de la puerta de entrada, oí el silbido por la escalera. Mi cuerpo empezó a temblar de forma incontrolada. Ya había marcado el 112. El sonido era cada vez más cercano, debía estar bajando las escaleras. No sé porqué, pero un arrebato de curiosidad me llevó a levantar la mirilla. Allí estaba, cargando con el cuerpo de la mujer. Justo en ese instante, sonó una voz femenina al otro lado del teléfono: «Policía, ¿dígame?». Colgué la llamada, no quería que el asesino me descubriera. Permanecí unos segundos quieto, soportando el dolor de mi pie, con el miedo metido hasta el tuétano. De nuevo silencio, de nuevo la curiosidad. Corrí de una vez más la mirilla. Al otro lado estaba el hombre manchado de sangre, sonriéndome con la mirada fija. Levantó el brazo izquierdo, en su mano un cuchillo de cocina ensangrentado me apuntó directamente.
—Sé que estás ahí —rió burlonamente y continuó silbando mientras bajaba las escaleras.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Muuuuuuucha mala leche

Me mira desde lo alto del estante, perversa. A ciertas horas sus ojos saltones, su lengua juguetona y el cencerro inmóvil, resultan simpáticos; pero cuando cae la noche se transforma. La vaca de barro que ocupa un lugar prominente en el salón parece tomar vida, retoma su enfado constante. Frunce el ceño, me observa fijamente. De su boca, pende una gota de saliva y el badajo me apunta directo entre ojo y ojo. Creo que me odia, quizá quiera comerme. Lo mejor será que me vaya a dormir. Mañana, con las primeras luces del alba, volveremos a sellar la paz.

jueves, 3 de octubre de 2013

El interruptor

«Érase una vez...». Así comenzaba siempre Beatriz a narrar cuentos a su pequeña, desde Caperucita hasta el Rey Rana, cada día uno distinto. Aquella noche, mientras la niña terminaba de acurrucarse en la cama, su madre empezó la historia de Pulgarcito: «Érase una vez...», pero algo la interrumpió: la lamparita dejó de funcionar. Beatriz fue a buscar una bombilla nueva. Durante esos minutos, Carmen no pudo más y cerró los ojos rendida por el cansancio. Cuando la mujer volvió y repitió el comienzo, su hija la interrumpió: «Mamá, déjalo para mañana, ese ya me lo sé» y se durmió profundamente.

Amor

Siempre digo que no encuentro palabras para expresarte mi amor... Miento, hay tantas que no sé por dónde empezar.

El gusano iluso

Érase una vez un miriópodo, concretamente un ciempiés que quiso ser humano desde que vino al mundo. Aprendió a masticar pausadamente, usó un par de gafas de diseño para sus cuatro ojos y fundas de ganchillo para su par de antenas. Coqueto, lucía cada día un cinturón distinto en cada uno de sus veintiún anillos. Llegó a calzar cincuenta pares de botas de tacón alto, todas del mismo número, presumiendo de un andar sinuoso. Pero sólo consiguió tropezar cien veces con la misma piedra.