lunes, 6 de mayo de 2013

La condena


Se despertó con el ruido de la puerta. Su carcelera echó dos vueltas de llave y se marchó. Pudo oír sus pasos alejándose por el pasillo. Suspiró. Aún estaba en la cama. Su celda estaba a oscuras. No estaba seguro de si era de día o de noche. Se incorporó y encendió la lamparilla. En la mesita había una nota en la que rezaba:
«Me voy a comprar, vuelvo en seguida. Procura comer algo.
Un beso. Tu madre»
Sobre la bandeja, una taza de café humeante, un par de sobaos y la colección de calmantes. Tomó las pastillas y las masticó con desgana. Tragó su escueto desayuno ayudándose de un sorbo de café. Se sentó y buscó las zapatillas con los pies. El frío del suelo le hizo encoger los dedos. Abrió el cajón del mueble y sacó una navajilla. Tiró de la uña y desplegó la hoja. Una vez más sintió la tentación de acabar con su vida. La condena se le hacía insoportable, pero era demasiado cobarde. En un lateral de la caja hizo una marca, una diagonal que cruzó cuatro muescas. «Veinticinco días», contó.
Su cuerpo entumecido necesitaba tiempo para tomar conciencia de cada uno de sus miembros. Cogió uno de los bizcochos y lo guardó en el bolsillo de la camisa. Cuando reunió las fuerzas necesarias, se levantó y se dirigió lentamente hacia la ventana. Al llegar, abrió e inspiró con fuerza. El olor a hierba recién cortada del parque de enfrente chocó inevitablemente con la pestilencia que despedía. Sintió cierta paz, una libertad insignificante que le alivió durante unos segundos. Sacó el sobao y lo deshizo desperdigando las migas por el quicio. Esperaba la visita de un gorrión, cualquiera que quisiera convertirse en su compañero. Le hubiera gustado parecerse a Burt Lancaster, pero nunca fue un galán ni le gustó la gimnasia, prefería el sofá y una buena cerveza fría para pasar las tardes.
Volvió a respirar con la misma intensidad. Esta vez notó los minúsculos granos de polen atravesándole como proyectiles. El dolor borró su recién estrenado sosiego. Tosió. Tosió con tanta fuerza que acabó vomitando sobre los geranios. Las flores tintadas de un amarillo pálido se apagaron. Sintió más pena por ellas que por sí mismo. Cerró la cristalera y bajó la persiana dejando solo un palmo de luz. Se despidió con tristeza del día regresando a su encierro.
El ambiente volvió a hacerse pesado. «Demasiado tiempo recluido», pensó. Volvió a su cama arrastrando los pies. Las zapatillas ajadas, a modo de grilletes, hacían su paso lento y torpe. Se sentó en el borde, junto a la mesilla, y encendió un cigarro. El humo se movía caprichoso a su alrededor. Buscó su reflejo en el espejo del armario. El pelo desaliñado y la barba descuidada le hacían parecer mayor. Le costaba enfocar; su vista, intoxicada por el tratamiento, le engañaba borrando las primeras arrugas de su cara. Parecía encoger por momentos. Sabía que estaba condenado a muerte. Con cada calada hacía un esfuerzo por cambiar el gesto: pasó de la sonrisa al llanto, de la calma a la sorpresa, del enfado a la felicidad; pero ninguna le convencía. Con la última chupada, dibujó un aro y trató de atravesarlo; quiso ser Alicia atravesando la puerta al País de las Maravillas. Esperó pero no ocurrió nada. Cuando sintió el calor en la yema de sus dedos, apagó la colilla en el cenicero y se recostó.
Estaba incómodo. Las finas sábanas aplastaban sus heridas. Ninguna postura le reconfortaba. Miró el despertador: las once en punto. Esta vez la medicación tardaba en hacer efecto. A pesar de notar la somnolencia, no era capaz de conciliar el sueño. El picor se hizó molesto. Se levantó de nuevo intentando huir de esa sensación.
Solo le hicieron falta un par de pasos para encontrarse otra vez con su imagen. Apenas se reconocía. «Das asco. Si Paula te viera así, se iría una y mil veces más», susurró. Examinó de arriba a abajo al extraño en el que se había convertido. Las rayas de su pijama eran los barrotes de su celda. Las dos piezas almidonadas de sudor le rozaban provocando un dolor insoportable. El cuello, que permanecía perfectamente planchado, cortaba su respiración. Podía notar los puños de las mangas cortando sus muñecas como cuchillas. Sintió un calor agobiante. Necesitaba una ducha de agua fría. Comenzó a desnudarse desabrochando primero el pie de la camisa evitando rozar las úlceras y siguió despacio con cada ojal. Al llegar a la altura del bolsillo, descansó su mano derecha sobre el corazón que latía cada vez con menos fuerza. «Cualquier día de estos te concedo el tercer grado», bromeó. En una maniobra bien coordinada, consiguió deshacerse de la prenda dejándola caer sin mirar. Al contacto con el suelo, rebotó un ruido metálico, casi ensordecedor. A pesar de las quejas cuando estrenó el pantalón, nadie hizo nada por aliviar el martirio que para él suponían las costuras que parecían estar cosidas con hilo de pescar. Lo bajó con cuidado. La goma del pantalón había marcado el perímetro de su cintura igual que el código de un preso. En la zona más castigada, la entrepierna, las heridas escocían a conciencia. Pronunció su nombre en alto un par de veces: «Francisco Javier, Francisco Javier»; quería comprobar si su timbre había variado. Se sintió como un castrati.
Lloró como un niño al contemplar su cuerpo huesudo en la penumbra de su prisión. De camino al baño que había en su dormitorio, maldijo su cadena perpetua.