viernes, 30 de septiembre de 2011

Hablaremos de libros

Llorar,
verter lágrimas,
expresar sentimientos
vestidos de agua salada.
Quisiera derramar
el mar que llevo dentro,
el oleaje revuelto,
pero mis ojos se empeñan,
cubiertos de viento,
en permanecer cerrados.
Cómo decirte
que a pesar del esfuerzo
mi corazón permanece aguado,
en perfecta armonía
con los corales de mi alma.
Pero,
con el otoño,
han brotado risas nuevas
aún lejanas
cayendo en eco
como hojas marchitas
haciendo olvidar
antiguos desvelos.
Quizá
llegue un invierno cálido
entre nieves espesas,
sobre las que olvidar las penas
y sembrar flores nuevas.
Iré desplegando el manto
donde habremos de sentarnos;
yo leeré en alto.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Reflexiones sobre el amor

En mi nueva situación, con el corazón en off y todos los sentimientos que llevaba guardados intentando escapar en cada verso, en cada nuevo párrafo, me encuentro en una dualidad compleja de explicar.
Pienso en el amor, ese ente ingrávido e imperfecto, tan necesario para nuestra existencia. En base a mi propia experiencia, y sin consultar manuales acerca del tema, he llegado a una conclusión: el amor evoluciona, cambia con la edad. Todo depende del ojo con el que se mire.
Recuerdo que a mis veintitantos era imprescindible, tanto como respirar, el motor de todas las decisiones ―meditadas o no―. Un sentimiento extensible y adaptable a las circunstancias, a la espera de cambios, andando al mismo paso que la esperanza.
Ahora, a mis treintaitantos y con este cambio reciente en mi vida, el amor aguarda impaciente. Pero no es tan imprevisible e incontrolado, al menos lo intento. Se ha vuelto más reposado, más exigente. Está supeditado a lo que dicta mi cabeza, así debe ser. Las decisiones ya no han de ser guiadas por impulsos pues ya no soy ninguna adolescente y con lo vivido creo que será suficiente para valorar objetivamente todo aquello que se presente.
Pero, ¿se pueden sujetar los latidos cuando son caballos desbocados? Y los míos aún pastan apaciblemente, pero pienso en si llegará el día en que vuelva a poner en marcha la maquinaria y temo, temo no poder controlarla. Así que me empeño en pensar fríamente pues no pienso entregar mi vida de nuevo sin saber a ciencia cierta que será para siempre.
Aprovecho para decir que este tiempo de relax amoroso estoy recuperando todo el cariño de mi familia que he dejado en el camino. Ese amor es distinto, es también pleno y necesario, es incluso sorprendente. Ahora recojo mucho de lo que dejé en la siembra durante largos años y me alegra ver que no se ha secado, que sigue esperándome con los brazos abiertos. Todo ese amor me alimenta, me hace sentir fuerte, querida.
Y volviendo al amor de pareja; habrá a quien le parezca tonto, pero también estoy pensando, casi de forma analítica, en él. Visualizo una pirámide con cada una de las etapas:
1.- El tonteo en los primeros encuentros.
2.- Las primeras citas.
3.- La unión de sentimientos y la primera relación privada.
4.- Los planes de futuro conjuntos.
5.- La pareja en amor incondicional, la convivencia, la familia, el «fueron felices y comieron perdices».

Seguramente me haya saltado algún paso, aún lo estoy meditando. Y me fastidia realmente, pero una relación es lo que tiene, ¿o no? Pero, ¿cómo se fundamenta una relación sin seguir la mayoría de estos pasos? (Sigo sin tener seguro el orden, aunque algunos son inalterables).
Sí, me fastidia, insisto, porque en mi estado actual no me veo capacitada para superar la primera fase. Y no porque no las considere hermosas, es solo que no recuerdo cómo se hace.
Realmente desearía poder saltar en el tiempo, pero no hacia atrás sino hacia delante. Echar solo un vistazo y saber si seré feliz algún día, si encontraré a alguien especial que vuelva a descontrolar mi pulso, con quien formar un futuro andando a paso seguro.
No tengo prisa, tampoco muchas esperanzas. Supongo que es cuestión de tiempo.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

El reto

La había visto varias veces paseando a su perro por el barrio. El otro me la crucé en el ascensor, tenía la mirada triste y parecía algo perdida. Supongo que fue el halo de melancolía que dejó a su paso el que me enganchó irremediablemente a ella.
Hoy he permanecido pendiente de su llegada y su salida. He forzado el momento para encontrarnos de nuevo y, casi acompañándola a la puerta de la calle, le he preguntado si necesitaba algo... «Llorar, no puedo», ha sido  su única respuesta y desde ese instante mi único objetivo es hacerle sonreír de nuevo.

Corazón

Salió cabizbajo de la sala y se dirigió a la mujer. Sus movimientos, su cara, lo decían todo. Ella se echó a llorar.
―Dígame, doctor, ¿qué pasa? ¿Mi hijo está bien?
―Señora, lo siento, no hemos podido transplantarle el corazón.
La mujer se derrumbó sobre sus brazos y lloró amargamente.
―Necesito su autorización para...
Otro hombre que había en la sala se levantó corriendo hacia el pasillo. Se oyeron gritos, llantos desgarradores. Al poco volvió con un corazón ensangrentado entre sus manos y tras él, dos policías corriendo.
―Este le valdrá.
No hubo más que hablar.

martes, 27 de septiembre de 2011

Pasando página

Primera noche de pasillos vacíos y silencios en los rincones... Sin anhelos, sin ansiedad, solo esperando el momento de abrir por primera vez una cama que no es mía dando paso a mi nueva vida.
Estamos solas, mi soledad y yo, unidas por fin en espacio ajeno. Alquilo una vida por estrenar, con esquinas blancas, sombras calladas y la ilusión en los cajones con los calcetines alborotados, deseando caminar otros pasos, otras direcciones.
Quizá Morfeo me permita esta noche iniciar nuevos sueños de miradas azules y versos verdes, con la esperanza abierta de puertas y ventanas. Hoy paso página definitivamente.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Amor de sal

Se encontraron paseando por la playa. Aquella tarde las olas rompían con fuerza y el ambiente húmedo y frío apenas invitaba a caminar por la arena, pero Adela, siempre fiel a sus costumbres, salió a disfrutar de su mar.
Carlos, sentado sobre una toalla vieja, perdía su mirada hacia el infinito tintado de grises esperando a su particular sirena. Apenas se movía, solo su pelo se dejaba enredar por la brisa.
Cuando ella pasó cerca de él, un golpe de aire le hizo perder el pañuelo que llevaba al cuello. La corriente caprichosa lo hizo caer a los pies del hombre, el carmesí de la prenda le hizo volver a la realidad. Tomó el fular y se dejó embriagar por el perfume que desprendía, fue en ese instante cuando ambas miradas se cruzaron, fue justo en ese momento cuando supo que había encontrado el amor de su vida.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El dolor de las palabras

Me hieren las palabras,
aquellas que esperé en su día
y jamás pronunciaste.
Me duele oírlas ahora
cuando ya mi corazón no late,
cuando solo hieren.
Me saben insidiosas
sin ser esa su intención.
Me amargan el dulce sabor
de la triste despedida.
Supuse solo un tiempo,
pero no alcanzo a ver su fin.

martes, 20 de septiembre de 2011

Postales de silencio

Guardo los recuerdos en la maleta como si fueran simples estampas, postales de todos aquellas ciudades que visitamos juntos, compartiendo mesa en el pequeño restaurante de París cerca de la torre de Montparnasse... Ha sido tanto lo que hemos compartido que me cuesta asumir la derrota, los errores que cometimos, pero el desgaste del tiempo y las intenciones perdidas me han llevado a este punto en el que veo difícil la vuelta atrás.
El posible que el paso de los días limpie las heridas, que rescate de nuevo las fotografías y vuelva a sonreír al verte, pero de momento mi corazón camina tranquilo. La distancia es el plan de futuro que, sin saber lo que aguarda, me espera a la vuelta de la esquina.
Ojalá hubiéramos sabido aprovechar cada comento como en un principio nos propusimos, pero ahora no puedo evitar buscar en mi memoria el momento exacto en el que dejamos de ser «nosotros» para ser «tú y yo» y no, no lo encuentro. Simplemente nos fuimos diluyendo entre reproches y mentiras, entre miradas que evitaban encontrarse, envueltos en ese silencio que ahora es más mío.
Te quise, quiero que lo sepas, y es algo que no olvidaré fácilmente; ahora mi empeño es volver a quererme pues derroché mucho tiempo y esfuerzo en dedicarte todo lo mío.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Oda a mi dolor de cabeza

Ha vuelto a visitarme.
Su presencia no era descartable,
Va pegado a mi vida,
Es la sombra de mi sombra.

Llegó de madrugada,
Empujado por el cansancio
Acumulado desde hace tiempo.

La falta de sueño,
El desorden de horarios,
Han sido el detonante.

Antes de despertar
Vino a sentarse a mi lado,
Empezó como siempre
A susurrarme sibilinamente:
«He vuelto vida mía,
He vuelto a atormentarte».

No es fácil acostumbrarse
De nuevo a su compañía,
A la oscuridad, al silencio
Intentando ocultarme
De sus palabras maldicientes
Y sus horribles deseos
De terribles tormentas.

Hoy solo me queda
Aspirina y manta.

Las Perseidas del milagro


Adaptación de «Cuento casi sufí», de Gonzalo Suárez

«Recogí a un vagabundo en la carretera. Me arrepentí enseguida. Olía mal. Sus harapos ensuciaron la tapicería de mi coche. Pero Dios premió mi acto de caridad y convirtió al vagabundo en una bella princesa. Ella y yo pasamos la noche en un motel. Al amanecer, me desperté en brazos del maloliente vagabundo. Y comprendí que Dios nos premia con los sueños y nos castiga con la realidad.»



Las Perseidas del milagro


Aquella noche de cielo despejado y verano caluroso, don Ramón salió a tomarse un par de copas. Por la mañana había cerrado un buen negocio y quería celebrarlo. Salió de Madrid con dirección a Albacete para volver a casa a sabiendas de que tendría que hacer noche a mitad de camino. La primera parada la hizo en un club de alterne. Allí pagó religiosamente por los servicios de un par de señoritas que le hicieron pasar un buen rato entre gin tonics y esposas con terciopelo. Cuando hubo aliviado su tensión, volvió al coche. Al cabo de un rato paró en un área de descanso para orinar y al volver se miró al espejo.
―Soy un cerdo, siempre caigo ―se castigaba después del placer con las putas― si mi mujer se entera alguna vez de esto me pide el divorcio...
Se limpió el carmín que aún quedaba en su boca y empezó a gimotear como un niño. Golpeaba el volante sin darse cuenta, el cargo de conciencia mezclado con el alcohol le hicieron perder la noción del tiempo. Abrió la guantera y sacó una petaca de plata donde rezaba «10º aniversario. Te quiere, tu Pilarica». Y entre lágrimas volvió a beber a palo seco del whisky de malta que tanto le gustaba. Después de vaciar el contenido y olvidar sus penas, decidió reanudar su camino.
Antes de que arrancara alguien golpeó el cristal del copiloto.
―Oye, colega, ¿puedes acercarme?
―Sube, ¿dónde vas?
―Donde tú vayas.
No lo pensó dos veces o quizá sí, igual era una forma de limpiar su conciencia, la «buena obra del día». El hombre apestaba, era una mezcla de alcohol, tabaco y sudor. Nada más sentarse sacó de su mugrienta bolsa papel de fumar y una bolsa de hierba.
―¿Te importa su fumo? ¿Te queda algo de beber ahí? A ver... «Tu Pilarica», qué bonito. Yo también tuve alguien que me quería, pero, tío, te metes en ciertas movidas, te ves en la puta calle, con lo puesto y sin un duro.
El vagabundo hablaba sin parar mientras terminaba de preparar el porro. Don Ramón permanecía allí, apretando los dientes cada vez que el copiloto subía los pies al salpicadero.
―¿Puedo poner música? Tienes un loro muy guapo ―dijo mientras empezaba a tocar todos los botones del reproductor del coche.
―Déjalo, anda, ya lo pongo yo ―encendió la radio y abrió al máximo la rejilla del ambientador.
―Vamos, tío, dale una calada. Por cierto, mi nombre es Felipe, pero puedes llamarme Feli, es como siempre me llamaba mi madre, tío, es que no hay nada como una madre...
Se fumaron ese y otros dos porros que el muchacho preparó hábilmente. Don Ramón había sacado una botella de Rivera del Duero que llevaba en el maletero. La había comprado aquella misma mañana para regalársela a su cuñado, pero ya habría otra ocasión; ahora se le antojó el momento perfecto para descorcharla.
Pasado un rato entre el tinto y el vicio, reiniciaron el camino. Debió ser la mezcla del almizcle, el olor dulzón del ambientador, el vino y la hierba... En el ambiente empezó a percibirse un cambio, la peste se fue tornando en un agradable olor a rosas y su acompañante empezaba a desfigurarse. El conductor enjugó sus ojos, pensó que el estado de embriaguez le estaba jugando una mala pasada, pero no. Él conocía a la perfección su límite y aún no lo había rebasado, siempre presumía de tener una alta tolerancia al alcohol.
Puso toda su atención a la vía, esquivó toda tentación de mirar a su acompañante, pero las pistas eran cada vez más evidentes. De pronto, sobre el salpicadero ya no asomaban las botas maltrechas de Felipe, sino unos diminutos zapatos de cristal poniendo fin a unas largas y bien torneadas piernas. Don Ramón se pensó borracho, quizá loco, y no pudo evitar mirar a Felipe. Cuál fue su sorpresa cuando vio que junto a él ya no seguía hablando sin parar el muchacho maloliente, en su lugar una bella princesa le sonreía mostrando unos dientes perfectos.
Don Ramón apagó la radio, no quería distracciones, y volvió a fijarse en la muchacha. Ella se le antojó la más hermosas de todas las mujeres, desprendía una luz propia que junto al olor a rosas le recordaba a los años jóvenes de su mujer. Sentada, sobre el cómodo asiento de piel, buscó la palanca para hacer más sitio.
―Está... ―titubeó el hombre― está a tu derecha.
Ella no dijo nada, solo le sonrió dulcemente y desplazó el sillón todo lo que pudo hacia atrás. Él no daba crédito a la que veía, se esforzaba en centrarse en su tarea, pero la mujer, con movimientos sinuosos y sensuales ruiditos, le distraía. A los pocos minutos localizó una salida de la nacional y la tomó sin pensarlo.
―Hace una noche perfecta, ¿no le parece? ―dijo ella mientras se quitaba la toquilla de tul que cubría sus hombros.
―Algo calurosa, si no le importa abriré la ventanilla.
Don Ramón sintió la necesidad de respirar, podría haber puesto el aire acondicionado para refrescar el ambiente, pero ella no puso reparo. Al bajar la ventanilla, el aire entró con fuerza y despeinó la muchacha. Ella se incorporó y se quitó le prendedor deshaciendo con gracia el peinado. Aquel movimiento lento se hizo eterno. El hombre la miraba asombrado pues en cada meneo de cabello parecía desprender un nuevo olor. Claveles, violetas, margaritas cayeron por el suelo, hasta en el salpicadero encontró algunos pétalos de flor. Además, la presión del vestido dejaron asomar la voluptuosidad de unos pechos firmes y jóvenes. Ella, que se dio cuenta, tocó la mano del hombre suavemente y le dijo muy bajito «soy virgen», mientras con la otra mano empezó a recorrer su pierna izquierda hasta dejar asomar un liguero que jamás habría asociado a su condición.
Don Ramón empezó a sudar. Su cuerpo, recorrido por un calor conocido, pedía a gritos un momento. Paró en el primer badén y bajó acelerado del coche.
―Esto no puede estar pasando, no es posible ―se giró hacia el coche a comprobar los pasajeros, ella seguía allí, mirándolo, sonriendo, oliendo a rosas...
―A ver, calma, repasa, no he bebido tanto ―caminó sobre la línea blanca que franquea la carretera para comprobar su equilibrio ―no, no estoy tan borracho... Juraría que recogí a un vagabundo y ahora, ahora tengo a una hermosa mujer a mi lado ¡y virgen! Eso, ¡Virgen Santísima! ¿Qué me está pasando? Por favor, Señor, ya sé que soy un pecador, pero siempre trato de enmendar mi camino, supongo que te llegaría puntualmente mi donativo a la parroquia de Jesús de Medinaceli, y no olvides las buenas obras de mi señora que a este paso, como siga apadrinando niños del tercer mundo, me va a salir más barato comprar Angola...
El hombre echaba mano de su fe pues la realidad no le convencía.
―Señor, si esto es un milagro dame alguna señal, si estás premiando mis buenos actos, házmelo saber ―cayó arrodillado al suelo juntando las manos en señal de rezo y sin dejar de mirar el cielo.
Justo en ese instante vio pasar 3 estrellas fugaces. Si hubiera sido un poco más ducho en el tema, habría recordado que eso se debía a las Perseidas, pero él lo atribuyó a esperada respuesta del Creador. Se levantó presuroso agradeciendo mil veces el prodigio y volvió al coche con la fe renovada. Allí le esperaba ella, recostada, dejando entre ver el liguero y sin dejar de sonreír.
―Eres un milagro, lo sé.
―Tú eres el milagro, querido ―se acercó a él y le besó en la mejilla.
―Dime tu nombre, ¿eres María Magdalena?
Ella rió descaradamente, «Aurora es mi nombre». Pasaron a tutearse sin darse cuenta. Ella no añadió mucho más, pero sí que empezó a acercarse, sugerente. Primero las manos sobre la pierna de don Ramón, luego su boca en la oreja pegando su cuerpo dulzón y haciendo perder el control al hombre. Él, ya desesperado, cogió el desvío hacia un motel de carretera que se anunciaba en un cartel. Hubiera parado en cualquier sitio y la hubiera hecho suya en el preciso instante en el que la dama confesó su condición, pero no podía, tenía que preservar su fachada de gran señor, amantísimo esposo y padre. Cualquier conocido podría tomar esa misma dirección y que algo así se supiera podría suponer su despido automático.
Cuando llegaron al aparcamiento, la muchacha salió del coche tras él. Mientras don Ramón cerraba la puerta notó como Aurora se abalanzaba sobre él. Hubo besos apasionados, manos enredadas a alturas esperadas, se aceleraron ambos pulsos y ambas respiraciones.
―Calma preciosa, espera, voy a hablar con la mujer para que nos dé la mejor habitación. Ojalá te hubiera encontrado en Madrid, allí conozco un hotel en la Plaza de Castilla donde podríamos pasarlo en grande.
―No te preocupes, querido, cualquier rincón del mundo es perfecto si estoy contigo.
Las rosas volvieron a envolverlo todo, ella no dejaba de sonreírle, de tocarle, de insinuarse, y él, en un esfuerzo estoico, la apartó de su cuerpo y la tomó de la mano. Ambos pasaron a la recepción del motel. El sitio era bastante viejo, se notaban los cuidados de una mujer en los pequeños detalles, los pañitos, seguramente tejidos a mano, le daban un aire antiguo. Sobre el mostrador un timbre y una jarrón con flores de campo. La dueña, que los había visto llegar, se levantó de la tumbona donde descansaba, y se acercó con cara de sorpresa.
―Queremos una habitación, por favor ―don Ramón se volvió mirando a Aurora con una sonrisa de oreja a oreja.
―La 12 tiene dos camas, ¿esa les vale? ―dijo la mujer sin perder de vista las manos entrelazadas.
―Quiero la mejor habitación, la suit de lujo.
―Disculpe, esto es un motel de carretera. Le puedo ofrecer la 18 que tiene bañera.
―Quiero la habitación que tenga la cama de matrimonio más grande, y traiga una botella de champán.
―Como mucho puedo ofrecerle un Valdepeñas.
El hombre asintió y tomó la llave. La regenta anotó algo en un cuaderno intentando disimular el asombro. Llevaba muchos años allí y jamás vio una pareja tan peculiar: un señor trajeado de la mano de un vagabundo era algo que jamás habría imaginado.
―Peeeerdona, ¿tienes un pitillo? ―dijo Felipe entre balbuceos.
―Tiene una máquina de tabaco fuera.
Salió a por un paquete dejando tras de sí un halo pestilente que hizo torcer el gesto a la mujer. Don Ramón, que aún permanecía allí, se percató de la reacción y antes de que pudiera decirle nada, ella insistió:
―Disculpe que le moleste, ¿seguro que no quiere la 12? Su acompañante...
―Señora, no le permito que dude de la belleza de mi princesa ―dijo él muy indignado.
Y salió hacia la puerta a recoger a su princesa, y detrás la regenta ajustándose las gafas mientras sacaba el móvil, muy probablemente para llamar a alguien y contárselo.
La extraña pareja anduvo hasta la entrada de su habitación. A lo largo del trayecto iban haciéndose carantoñas, jugueteos con las manos, entre caricias en el pecho que le asomaba por el vestido tan ceñido y levantando la falda hasta alcanzar el límite de las medias. Ella, entre tanto, se entretenía entre risitas e insinuaciones, en abrir la botella de vino. Al llegar a la puerta, mientras él metía la llave tembloroso, ella bebía a palo seco.
―¿Quieres, querido?
―Te quiero a ti ―dijo tomándola en volandas y entrando en la habitación cual pareja de recién casados.
Ya en la habitación gozaron de la noche, de los cuerpos y la cama, a pesar de tener algún muelle suelto. Ella, envuelta en su dulzura, se entregó a él al principio con la ternura de una virgen, el desconocimiento y la sinrazón de la inexperiencia. Él, al principio, la trató con el tacto que ella reclamaba, disfrutando de cada momento de serena pasión. Poco a poco se fueron entonando con el vino y ella, en desenfreno, se tornó algo más ardiente, cambiando las caricias por restregones, los besos por mordiscos y la sumisión por control. Él, acostumbrado como estaba a ciertas compañías, se dejó llevar de nuevo por el alcohol y su otro vicio favorito, las putas.
La regenta, adormecida por el cansancio y las tardías horas, se dispuso a recogerse cuando oyó la primera hostia. «Normal», dijo en alto y se fue a dormir.
A la mañana siguiente, en cuestión de pocas horas, don Ramón se despertó con una resaca insoportable. Le costó hacerse al sitio, en el primer momento apenas recordaba porqué se encontraba allí, pero el calor que desprendía el cuerpo desnudo de Felipe pegado al suyo y el brazo del muchacho que asomaba sobre su espalda, le trajeron de nuevo a la realidad.
―¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ―no cesaba de repetir una y otra vez.
Feli roncaba felizmente en el catre. Don Ramón se levantó de la cama de un respingo y volvió a mentar a Dios a voz en grito al descubrirse desnudo, lleno de marcas por el cuerpo y un dolor penetrante en cierta zona desprotegida de su cuerpo. Corrió al baño, se enjabonó las manos y enjuagó la boca con la espuma. «Dios, como echo de menos mi cepillo de dientes», pensó. Se metió en la ducha y frotó su cuerpo con desesperación sin dejar de arrepentirse.
Cuando salió lo hizo con el mayor cuidado para no despertar al bello durmiente; poco le importó verse desnudo a la luz del día. Se vistió con rapidez sin cuadrar exactamente su ropa que ahora no parecía tan impecable, apestaba a la misma mezcla de alcohol, tabaco y sudor que horas antes había odiado. Se colocó las gafas de sol intentando esconder su vergüenza y fue a recepción. Allí estaba la mujer tejiendo lo que parecía un jerseycito de bebé poco afortunado.
―Disculpe, ¿tiene algún desinfectante? ¿O quizá un ambientador para el coche?
Sacó la cartera de piel del bolsillo de la chaqueta para pagar la habitación. Se dio cuenta de que Felipe le había robado todo el efectivo, ¿pero cuándo? «Debió ser cuando estaba dormido, qué cabrón... Espero que acepten tarjeta», pensó-
―Ni lo uno ni lo otro, ¿qué tal la habitación? ¿Han dormido bien? ―dijo ella en tono de cachondeo.
―Señora, le agradecería que no comentara nada de esto. Y si puede ser, me diga dónde hay cerca algún centro médico.
Pagó la habitación esperando el recibo con impaciencia, mientras la mujer orientó al hombre hasta un puesto de Cruz Roja que no estaba muy lejos y se despidió de él deseándole suerte entre risas.
Don Ramón se dirigió al coche, muerto de vergüenza, maldiciendo. Cuando abrió la puerta sintió unas terribles náuseas, el coche despedía un hedor insoportable, por el suelo no había flores sino los restos de un vómito, basura, colillas... «¡Dios! ¿Por qué me has hecho esto?», gritó mirando al cielo. Tuvo que bajar todas las ventanillas, recogió como pudo con un periódico del día anterior y se marchó entre lágrimas y sofocos con dirección a Madrid. Pensó que era mejor pasar antes por una revisión con su médico de confianza, con el que solía salir de parranda. Daría solo los detalles justos, culparía a las putas del club de alterne, pero antes pasaría por el hotel Melia de la Plaza de Castilla para darse un buen baño de agua caliente.
De camino pensó en su mujer, en sus hijos, en la botella de vino que había comprado para su cuñado, en su exitoso contrato... y no dejaba de preguntarse porqué Dios lo había castigado de esa forma. Se consideraba esposo y padre perfecto, siempre tenía detalles con su familia y amigos, era el mejor en su trabajo, y entonces, cuando se acordó de la razón por la que había dejado subir al vagabundo al coche se dio cuenta. Comprendió que Dios le premió con un sueño y le castigó con la realidad.

Habitantes de desierto

Agotemos las palabras,
acabemos con los silencios incómodos,
bebamos de la misma copa
y compartamos ese cigarro.

Seamos sueño en lo desconocido
y reales en lo incierto.

Unamos nuestras manos en abrazo eterno,
acompasemos los corazones,
caminemos en el mismo trecho
y seamos amantes en los rincones.

Seamos habitantes de desierto,
seamos, simplemente.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Las Perseidas


Adaptación de «Cuento casi sufí», de Gonzalo Suárez

«Recogí a un vagabundo en la carretera. Me arrepentí enseguida. Olía mal. Sus harapos ensuciaron la tapicería de mi coche. Pero Dios premió mi acto de caridad y convirtió al vagabundo en una bella princesa. Ella y yo pasamos la noche en un motel. Al amanecer, me desperté en brazos del maloliente vagabundo. Y comprendí que Dios nos premia con los sueños y nos castiga con la realidad.»


Las Perseidas
Aquella calurosa noche de verano del 13 de Agosto dispuse las tumbonas por si a algún cliente le apetecía salir a observar la lluvia de estrellas. Había luna nueva y el cielo estaba despejado, la situación perfecta para disfrutar de las Perseidas. 
Me quedé allí sentada, esperando el paso de los meteoros cuando vi aparcar un coche. De él bajaron dos hombres. El conductor, bien vestido, cogía de la mano al compañero, un vagabundo con harapos. Ambos se dirigieron a recepción, el primero con paso firme y el otro tambaleante.
―Queremos una habitación, por favor ―se volvió mirando al acompañante con una sonrisa de oreja a oreja.
―La 12 tiene dos camas, ¿esa les vale?
―Quiero la mejor habitación, la suit de lujo.
―Disculpe, esto es un motel de carretera. Le puedo ofrecer la 18 que tiene bañera.
―Quiero la habitación que tenga la cama de matrimonio más grande, y traiga una botella de champán.
―Como mucho puedo ofrecerle un Valdepeñas.
El hombre asintió y tomó la llave.
―Peeeerdona, ¿tienes un pitillo?
―Tiene una máquina de tabaco fuera.
Salió a por un paquete y volví a coger aire.
―Disculpe que le moleste, ¿seguro que no quiere la 12? Su acompañante...
―Señora, no le permito que dude de la belleza de mi princesa.
Y salió hacia la puerta a recoger a su dama, y detrás yo. Anduvieron hasta la entrada de su habitación, el uno tocándole el culo al otro a través del agujero del pantalón y el otro descorchando la botella de vino y bebiendo a palo seco.
Volví a la tumbona. Al poco empezaron a oírse gemidos y alguna ostia. Y con el paso de la primera estrella cerré el chiringuito y me fui a dormir.
A la mañana siguiente, el hombre bien vestido vino a recepción con las gafas de sol.
―Disculpe, ¿tiene algún desinfectante? ¿O quizá un ambientador para el coche?
―Ni lo uno ni lo otro, ¿qué tal la habitación? ¿Han dormido bien?
―Señora, le agradecería que no comentara nada de esto. Y si puede ser, me diga dónde hay cerca algún centro médico.
―Unos nacen con estrella y otros estrellados.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Solo deseo

No podía dormir. Rozaban las 2 de la madrugada y la noche, plácida, invitaba a salir a disfrutar de su luna llena. Me puse los vaqueros sin cambiarme la camiseta de tirantes del pijama, cogí el tabaco y preparé a mi perro para salir a dar un paseo. Solo había silencio. Después de recorrer un par de calles, me senté en un banco cerca de una farola. El animal, somnoliento, se echó a mi lado. Saqué un cigarro y fumé despacio. Respiré profundo intentando olvidar los problemas que últimamente me quitan el sueño.
Cuando acabé, al ir a apagar la colilla, vi en el suelo un papel arrugado. Cualquier habría pasado de largo, pero hubo un detalle que llamó mi atención, estaba escrito a mano y aquello despertó mi curiosidad. Lo recogí del suelo y lo fui estirando mientras volvía a tomar asiento. La nota rezaba así:
«Solo he conseguido de ti buenos deseos, grandes deseos, de esos que despiertan mi lado oculto. Te he dado secretos, palabras que jamás había pronunciado. Espero cada momento compartido con una impaciencia desconocida, no sé qué me has hecho ni qué pretendes de mí».
Era letra de mujer, bien cuidada, prácticamente perfecta. Miré alrededor inútilmente pues su autora no estaría por allí a esas horas. Doblé la nota con cuidado y la guardé en el bolsillo. Durante el camino de vuelta no podía quitarme esas líneas de la cabeza. Al llegar a casa, ya en la cama, volví a releerlas. ¿De qué deseos hablaba? ¿Qué secretos son impronunciables? Deseaba saber más de ella, deseaba que esa nota fuera para mí, la deseaba a ella...
Ahora entiendo su deseo.

Sin recuerdos


Relato basado en la Mecánica Popular, Raymond Carver
(De qué hablamos cuando hablamos de amor, 1974-81)



No soportaba más la situación, la enfermedad de Adela iba a peor y ella no quería admitir que necesitaba tratamiento. A medio día tomé la decisión más dicícil de mi vida, debía marcharme. El ambiente, frío y oscuro como el de la calle, solo invitaba al silencio. Fui al trastero y saqué la maleta. De vuelta al piso, la oí hablando por teléfono.
―Se va, mamá, se va y no puedo hacer nada ―decía ahogando el aliento entre sollozos.
Me acerqué a ella, en cuanto percibió mi presencia colgó y guardó silencio.
―Cariño, si quieres que me quede no tienes más que decírmelo, por ti haría cualquier cosa, lo sabes...
Me miró a los ojos, pensé que estaría dispuesta a darnos otra oportunidad, pero volvió a lo de siempre: a los gritos, a la pataleta, a la ansiedad. Le rogué que se calmara, pero se iba encendiendo cada vez más. Busqué sus pastillas, pero no las encontré. No quería seguirla, siempre me recriminaba un acoso inexistente. No podía más, la decisión estaba tomada. Fui al dormitorio y empecé a vaciar los cajones. Ella se acercó a la puerta y se quedó allí, parada, en silencio.
―Adela... ¿Dónde tienes la medicación?
No respondía, tenía la mirada desencajada, fija en mí. Creo que jamás me había mirado con tanto odio. No sentí miedo, jamás lo había sentido, solo pena. Seguí vaciando mi vida; con cada camisa mal doblada que metía en la maleta me parecía ir borrando cada beso, cada abrazo, todo el amor que desde hacía tantos años nos había unido. Pero el agotamiento me había llevado al límite. Si al menos Adela hubiera admitido que tenía un problema, habría sido un paso adelante para superarlo, pero no lo hizo. Pensé que con la llegada de nuestro hijo todo iría mejor, pero la depresión postparto unida ya a su trastorno de base, no hicieron más que agravar más la situación.
―¡Eres un cabrón! Me abandonas ahora cuando más te necesitamos ―me gritó sin moverse del sitio.
No fui capaz de volverme, ni siquiera de mirarle a la cara. Sentía su respiración agitada. Mi actitud debía dolerle, pero mi corazón ya estaba roto hacía tiempo y estaba entrenado en sus enfados. Seguí preparando la maleta, colocando mis cosas como podía. Se acercó y me apartó de un empujón. Vació la maleta sobre la cama.
―¿Qué haces? Estate quieta.
―¡Vete! ¿Quieres irte? Pues vete, no te quiero aquí, ya no te quiero, ¿me oyes? ―decía entre lágrimas mientras doblaba perfectamente cada prenda volviendo a colocarla en la maleta con sumo cuidado.
Hice un repaso a lo que había en el cuarto, poco más había que quisiera llevarme. Ella se dio cuenta y corrió hacia la mesita de noche donde tenía la foto de nuestro hijo.
―¡Es mío! ¿Me oyes? ―dijo cogiendo el marco y llevándoselo al pecho.
―Adela no me hagas esto, sabes que no puedes quedarte con él.
Y salió a toda prisa del dormitorio en dirección al salón donde el pequeño jugaba en el parque. Por un momento pensé en ir tras ella, pero no serviría de nada. Cuando tenía esos arranques prefería dejarla hasta que se calmaba. Cerré la maleta y cogí mi abrigo, otro día volvería a por el resto. Eché una última mirada y apagué la luz despidiéndome de todos los recuerdos.
La encontré en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
―Entrégame al niño, no quiero discutir otra vez contigo, ambos sabemos que...
―¿Qué? ¿Que soy una loca, una mala madre? El niño es mío, ¿quién lo ha parido?
―Adela, no empieces...
Mi hijo empezó a llorar, parecía no acostumbrarse a los gritos, tan normales en aquella casa. Lo abrazó con más fuerza, sin dejar de mirarme. «El niño es mío», repetía una y otra vez. En la cocina, con cuchillos a mano me empecé a temer lo peor.
―Dámelo, por favor, le harás daño, te lo estás haciendo a ti misma. Adela, por favor.
―¡El niño es mío! ¿Me oyes? Y nadie me lo va a quitar. Tú eres el loco, tú me has vuelto loca ―decía mientras intentaba consolar al pequeño―. ¡Fuera! ¡Vete!
Cada vez más dentro, pegada a la mesa, iba encogiéndose como una madre protegiendo a su cachorro, pero mi hijo lloraba cada vez más fuerte. Empecé a temer por su vida. Solté la maleta y me acerqué a ella con cierta prisa, intentando coger al chiquillo.
―¡Fuera! ¡Déjanos en paz!
―Adela, por Dios, le estás haciendo daño, dámelo.
Se agitaba con violencia sin percatarse de su carga. La situación se tornó violenta y las voces llegaron al patio de vecinos donde algún curioso se había asomado a la ventana para enterarse, como otras tantas veces, de lo que pasaba. Rogué porque alguien llamara a la policía. Ella empezó a pedir ayuda a gritos, el pequeño lloraba con más fuerza. Insistí, debía apartarlo de ella, pero Adela se aferraba cada vez más a su pequeño cuerpo. Pude al fin alcanzar uno de sus brazos y tiré de él hacia a mí a sabiendas de que podía hacerle daño. Hubo forcejeo, ella se revolvía y yo tiraba del brazo del niño. Sentí que flaqueaban sus fuerzas y pensé que era el momento del último esfuerzo, debía librar a mi hijo de aquel tormento. No sé qué pasó, en el mismo instante en el que intenté coger su otro brazo, Adela se fue hacia atrás dejando escurrirse al niño de entre sus brazos.
Lo siento, agente, no recuerdo qué pasó después. Solo silencio, a mi hijo sin aliento y un rastro de sangre sobre el suelo.

martes, 13 de septiembre de 2011

Hablando de palabras

Hablando de palabras,
rescatamos de antiguas cartas el desconsuelo y la tristeza.
No acertamos a datarla, quizá del 2008...,
pero sabemos que la tinta de ciertos sentimientos
se agarra al alma como las buenas manchas.
Me entiendes como yo te entiendo,
sabes de esa pesada carga
y me alivia saber que me enseñarás a llevarla.
Ahora, iniciando mi particular página en blanco,
te dejaré los huecos que me pidas
para que los llenes con tus versos.
Haremos de esta nueva historia algo más nuestro
y recuperaremos todas las sonrisas
y aquel «simplemente soy feliz»
cuando al fin cierren las heridas.

Para P. Shada

Exceso de sonrisas

Sentada en la terraza de un bar, esperando el último café del día, me fijé que desde dentro del local un niño de apenas dos años me observaba al otro lado del cristal. Mi hermana, que estaba sentada a mi lado, empezó a hacerle carantoñas y a seguirle el juego.
―Elena necesitas ser madre ya, eso o te llevas al niño a casa y le pones el nombre que quieras.
―¡Qué ocurrencias tienes! Pues claro que quiero, pero... ―ella siempre tiene un «pero» para todo.
El pequeño al ver que lo habíamos perdido de vista, salió fuera y se quedó junto a la mesa más próxima a la nuestra. Sin dejar de sonreír, se acercaba con disimulo atraído con las muestras de cariño que mi hermana tan generosamente le daba. «Es Luisillo, el hijo de Alberto, el sobrino de...». No la dejé acabar, llevo demasiado tiempo fuera de mi pueblo y por más explicaciones que me diera no iba a conocer al padre.
A pesar de mi indiferencia, Luis se siguió acercando a mí sin dejar de sonreír ―no es que los niños no me gusten, es solo que últimamente no había tenido muchos cerca y no sabía si sabría tratarlo―, hasta que llegó a mi altura y se colocó frente a mí.
―Dile algo al chico, no seas así... ―insistió Elena.
No dejaba de mirarme con esos ojos grandes y negros, ni de sonreírme en ningún momento. Mi hermana hizo ademán de cogerlo en brazos, pero no se dejó, se aferró a mis manos y entonces sentí algo. Despertó un sentimiento de curiosidad, de necesidad de cariño y atención que hacía tiempo no sentía, y cuando le devolví la sonrisa volvió satisfecho a la posición de salida, justo detrás del cristal, y no dejó de sonreírme hasta que cayó rendido en el sillón y se quedó dormido.
Supongo que nunca hay exceso de sonrisas :-)

:-) Para Dani :-)

lunes, 12 de septiembre de 2011

Falta de sueño

Ana entró sin hacer ruido, cerró la puerta despacio y se fue directamente al sofá. Sin sueño, a pesar de ser las tantas de la mañana, encendió el televisor sin prestar atención al canal que veía y se acopló entre las almohadas con la esperanza de quedarse dormida. Ni la mujer que leía las cartas ni el que vendía tostadoras consiguieron aturdirla lo suficiente... Se levantó y anduvo sigilosa hasta la cocina. Allí se preparó un vaso con mucho hielo, si el aburrimiento no podía con ella lo haría el alcohol. Volvió al salón y abrió la botella de ron llenando generosamente la copa. Ahora tenía otro añadido que le ayudaría a conciliar el sueño, pero la necesidad de estar pendiente del cristal hizo que se espabilara aún más. Cogió la primera revista del montón que habitaba sobre la mesa baja y la abrió por cualquier página. Televisión, alcohol y lectura debían ser suficientes...
Ana vio amanecer un día más, agotada, borracha, aburrida y sin descansar. Cuando sonó el despertador para ir al trabajo ya estaba vestida, se lavó la cara y bebió la mezcla del licor con el hielo derretido. «Esta noche tendré más suerte, seguro».

domingo, 11 de septiembre de 2011

Punto y final

¿Se puede evitar el dolor, propio y ajeno,
en una situación en la que solo se respira eso?
¿Es adecuado el consuelo del asesino a su víctima
o solo es cargo de conciencia?
Cuando se ha querido mucho es difícil negar un beso,
cuando ya no se quiere solo se desea distancia.
Y eso es lo que deseo...
Reunir el valor necesario para encontrar el punto,
pero no uno a parte porque ya no me quedan;
es el punto y final a todo este tiempo
en el que solo me alimenté de los silencios.

Reflexiones sobre mi silencio

No sé si estoy en lo cierto, seguramente me equivoque como tanta veces, pero de momento necesito volver al silencio. Pero no al conocido, en ese había ruido. Es extraño hablar del silencio en medio de gente, conversaciones que se me hacían vacías, por costumbre, por educación. Y con esto no quiero que nadie se dé por aludido, solo digo que en más de una ocasión, demasiadas en los últimos tiempos, me volvía sorda en medio de un diálogo. Las palabras manidas por el uso, siempre las mismas ideas, la misma discusión, y siempre me encontraba al final del cuarto, viéndome pequeña, absurda, con la única necesidad de salir corriendo.

Si hubiera sido capaz habría huido hace mucho tiempo, pero como siempre terminaba pensando que era cosa mía, una obsesión. Y sí, parte había, pero también una realidad, la más temida: el desamor. Y cuánto más lo pensaba, siempre en silencio, más lo temía. No debí darle tantas vueltas, no... porque aquello me sumió aún más en este silencio que, ahora, pasados unos días de exaltación vuelve de nuevo a apaciguar mi desasosiego.

No exagero, es una necesidad. Ahora solo deseo dormir, descansar, olvidarme de todo por un tiempo. Hoy por hoy no me apetece salir ni conocer a nadie. Quiero encontrarme a mí misma y aclarar las ideas. Centrarme en mis nuevos proyectos y dejar salir a la mujer que fui un día, olvidando al ama de casa, la enfermera, la veterinaria, la cocinera, la limpiadora, la gestora, la secretaría... Y seré todo eso algún día, pero cuando yo lo decida y, sobre todo, pensando primero en mí misma.

No es egoísmo, no lo creo. Es solo que quiero volver a ser quien era y si puede ser en silencio.

Recomponiendo el corazón

Con... el silencio como único compañero,
las mariposas en reposo, calladas,
las maletas llenas de recuerdos,
los bolsillos rotos de besos perdidos,
la mar salada derramada,
los arañazos del desconsuelo,
heridas abiertas y cicatrices marcadas...
Con todo eso.

Y... recogiendo los ecos de mi sonrisa,
los colores de sus alas,
las fotos de toda una vida,
los cariños olvidados en la mesa,
la tristeza de mis lágrimas,
la angustia de tu falta,
las tiritas para el alma...
Con todo eso.

Comienzo mi particular camino,
incierto como todos ellos,
hacia la plácida soledad con la que tanto,
tanto tiempo he convivido,
ahora sin ti, sin tu presencia.

Quizá en algún rincón de este espacio
sea capaz de rescatar algún pedazo
del que fue mi corazón completo,
reconstruir el órgano para continuar latiendo,
para continuar sintiendo.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Tiempo entre costuras

Me he dado cuenta de que el pantalón que llevaba tiene ambos bolsillos rotos, cuántos besos habré perdido... Guardaba siempre como tesoros los cariños, siempre encima, siempre conmigo. He decidido cambiar la prenda, pero cuál ha sido mi sorpresa que también tenían agujero. ¿Cómo es posible? Los he comprobado todos, y en todos he perdido cariños. Se abrieron como la brecha en mi corazón. Supongo que sería por el peso, por guardarlos para la ocasión adecuada que nunca llegó. Ha sido el paso del tiempo y el olvido los que han hecho que ahora me pase el tiempo entre costuras.

Reflexiones sobre la vida y mi muerte

«Las palabras son blancas, se tornan de color dependiendo del contexto». Este pensamiento me ha surgido después de escribir acerca de mi nueva dieta y de pronto he sentido la necesidad de escribir de nuevo porque... No creo en los colores, creo en el blanco, único en su esencia. No creo que la esperanza sea verde ni la muerte negra, quien los eligió debía estar borracho. Todos los sentimientos son blancos.

Y pensando en ello me he acordado de «La muerte de un filósofo», el primer relato que me premiaron. Entonces estaba en el instituto tripitiendo COU (ya, ya sé que está feo, pero no entraré en detalles); recuerdo que un profesor con el que tenía amistad me dijo que le sorprendía que alguien tan joven escribiera así acerca de la muerte, del suicidio. Y es que es una idea, una verdad absoluta, que siempre me ha obsesionado.

También he recordado que durante un tiempo estuve recopilando junto a una amiga un listado de formas de suicidio. Es una idea macabra, un entretenimiento tenebroso que entonces nos divertía; a mí, particularmente, me apasionaba pues la idea de la muerte es más correcta si la ves como «el descanso eterno» tan merecido para algunos, tan incorrecto para otros.

Siempre he querido morir joven, absurdo lo sé. Morir como los románticos, ahogada de amor (o desamor). Pero ahora que ya no lo siento, no me parece tan apetecible la idea. Y sin embargo, ahí sigue, a pesar de iniciar mi particular cuaderno en blanco.

Al releer mi cuento me he visto reflejada en el personaje, en casi todos sus aspectos pues hoy ha sido un día bien completo. Hoy he dado muchos primeros pasos en nueva y última vida (y diciendo esto me veo cual gato descontando ya la sexta). Creo que he disfrutado desde el primer minuto de la mañana de todo lo que quiero. Mi hermana, que ahora es como mi conciencia, y su pareja que me han aceptado a su lado sin ningún tipo de reproche, nada. Creo que jamás hasta ahora, en los 30 y pico años que llevamos andando a la par, jamás le había abierto mi corazón hasta casi entregárselo en mano. Cuántos secretos guardados tenía, no sabía que fueran tantos...

Mi amigo Juan, al que quiero desde el alma, ha venido a verme. Si supiera cuánto le agradezco lo que hizo por mí el día que murió mi padre; lloro de emoción porque jamás sabré agradecérselo. Además me ha traído un regalo que me hacía mucho ilusión: una biblia, que de su mano tiene aún más valor.

Mi madre, a la que han vuelto a premiar por una poesía, está poniendo el listón cada vez más alto. Me alegro tanto por ella, y la admiro aún más. Es la mujer más valiente del mundo, ya quisiera yo ser la mitad de todo lo que es ella, pero no le llego ni a la altura de los talones. Me siento afortunada y, a la vez (y lo digo con el mayor pesar), dolida por dolerle, jamás sabré cómo hacerle feliz o, al menos, no provocarle más daño.

Mi hermano y, por tanto todos ellos, su sonrisa, su compañía, sus palabras. Son todos un tesoro del que me gustaría disfrutar más, pero no sé hacerlo, y eso también me duele.

La ilusión de una voz que no conozco, de una llamada que no llega y llega, de un mensaje, de un mail... Cualquier señal que me haga sentir especial. Esa que despierta una sonrisa y un temor.

La ausencia tan prolongada de alguien que un día prácticamente lo fue todo para mí, pero que con el tiempo se ha ido disipando dejando escapar las mariposas que un día me inquietaron. Qué tristeza tan profunda me causa no sentir ya nada y qué alivio a la vez.

Y después vuelta a empezar con mi hermana y su chico, que a pesar de las diferencias que un día nos hicieron poner malas caras, me ha dado cobijo, plato y manta.

Unas cervezas, confidencias, unas risas y el último paseo del día a Berta.

Y me veo como a ese filósofo: feliz de tenerlo todo y de no tener nada. Capaz de poner fin al día y con el egoísmo adecuado para poner fin a una vida. ¿Se puede? ¿Realmente se puede? ¿Podría? Lo he pensado, no lo voy a negar, pero no porque me coma la tristeza, esa palabra volvió a ser blanca, volvió a mi interior para permanecer en silencio. No, si lo hiciera sería después de un día tan perfecto, en el que soy capaz de pasar del frío al calor y del calor al frío, de la ilusión al temor y del temor a la tristeza, y al final, a estas horas de la madrugada estoy como empecé el día: con todo y sin nada.

Así que esperaré a mañana, esperaré a un día imperfecto para volver a sacar ciertas palabras, pero con el color que yo quiera, para querer seguir viviendo esta vida imperfecta e ir pensando en la forma adecuada de terminar con ella. De momento me voy a tomar una pastilla para intenta conciliar el sueño...

Cocinando un futuro incierto

Comía silencios, me alimentaba del aire que dejaba su ausencia y engordé de tanta soledad.

Ahora hago una dieta distinta: cocino ilusiones y nuevos planes de futuro, y me está sentando bien.

De entrante he recuperado la sonrisa, he añadido a las ensaladas otras compañías, antiguos sabores y otros nuevos.

En el plato principal he incluido el picante, algo de soso y bastante amargo, pero ése es temporal.

De postre, al que siempre reservo un hueco, he dejado los versos y los cuentos que tanto me alimentan.

Y con el café, bueno, ahí he rescatado antiguos y no muy saludables vicios...

No es una dieta ideal, pero de momento está dejando salir a la mujer que fui un día, a la que le gustaba cocinar ilusiones y que con el tiempo perdió las recetas. He sacado un nuevo libro, uno con las páginas en blanco y además se aceptan sugerencias.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Página en blanco

La página en blanco es el reto,
el miedo al error inevitable.
Llevo otras armas, seré invencible
y cada victoria, cada párrafo
lo escribiré con tinta verde.

Habrá otros colores en mi vida,
distintos tamaños de letra,
inventaré palabras nuevas
y renaceré de mi recuerdo
recuperando antiguas costumbres.

Volveré a mordisquear la tapa del bolígrafo,
a levantarme a media noche
solamente para observar la estrellas
admirando el valor del silencio
que tanto me acompaña.

Rescataré sentimientos hermosos
que llenen mis pulmones de aire fresco
y cuando al fin las heridas cierren
y olvide las cicatrices
volveré a estar entre vosotros.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Encefalograma plano

Me he convertido en fantasma.
Camino arrastrando
las cadenas invisibles de mi tristeza.
La herrumbre de mis pasos
marcan en huella oxidada el peso de mi pena.
Solo conservo mi cuerpo, a modo de envoltorio,
en sus formas redondeadas
queriendo diluirse como las hondas en el agua.
¿Cómo he podido llegar a esto?
¿Acaso no vale mi vida tanto como la de cualquiera?
¿No habré de tener otra oportunidad
para encontrarme a mí misma entre la multitud?
...
Mi cabeza anda de feria,
un sinfín de voces me indican lo que debo hacer,
las luces me ciegan.
De vuelta a casa he evitado mirar a los ojos
pues los niños correrían de miedo,
las mujeres plañirían en desconsuelo
y los hombres cavarían mi tumba.
Pero las voces continúan discutiendo entre ellas.
...
Nadie sabía de mi vacío, nadie excepto yo.
Nadie sabía de mi melancolía, excepto mi corazón.
Supuse que escribiendo espantaría mis miedos,
mi torpeza, las dudas,
pero las palabras se volvieron descuidadas
y el trazo se relajó
hasta el punto que mis pensamientos se han callado
dejando paso a ese hilo invisible que me une al mundo
sin más movimiento que el de mi respiración,
volviéndose poco a poco en encefalograma plano __________________________________________________

jueves, 1 de septiembre de 2011

Cambios

Borré del recuerdo el sonido de tu risa.
Pinté de negro el azul de tus ojos.
Puse guantes a tus manos
para disimular tus caricias.
Quemé nuestras fotos.
Tinté el alma de negro
por si intentas volver
que no encuentres regreso.

Prefiero vivir en el olvido
que recordar nuestro amor.
Prefiero la tristeza y el silencio
que el sonido de tu voz.