martes, 31 de enero de 2012

El sabor del amarillo

El amarillo me sabe a...
... A luz, a esa de cielo despejado y temperatura adecuada para salir a disfrutar del momento.
... Me inspira felicidad, la que aporta la alegría que permite la expresión de nuestros sentimientos.
... A orden, a ideas claras en memoria, decisión y comprensión, a la tan necesaria empatía.
... Respirando vida, justo en el instante en que capturas su intensidad en la retina durante un eclipse.
... Igualando nuestra fuerza, sin rendirnos en batalla, superando miedos y temores.
... Lluvia de otoño, teñida de tormenta, refrescando el verano tardío y los corazones dormidos.
... Las palabras maldicientes que algunos desean escribir en nuestros libros encontrando las tapas cerradas.
... O simplemente a un limón, porqué no.

El sonido del invierno

Te hablaré de las despedidas, del silencio, a eso suenan mis inviernos, al menos los últimos... Pero al final de este que compartimos hay un calor dormido, una esperanza que late a escondidas despertando una luz aún por descubrir.
Así que a eso me suena el invierno: a latidos inquietos después de un largo silencio.

¿Qué pesa más, una roca o un corazón entristecido?

La roca, ese compuesto mineral de formas caprichosas, mantiene el peso a pesar del transcurso del tiempo.
El corazón entristecido, ese órgano musculoso y cónico, soporta el peso de la tristeza a pesar del dolor que no cesa.
Pero, ¿y si el dolor encallara? ¿Pesarían ambas igual? ¿Se transformaría el corazón en piedra?

miércoles, 25 de enero de 2012

Querido mío

Escribir sobre lo que siento siempre es más fácil si lo disfrazo de cuento, de versos,
de un simple pensamiento...

Decir lo que siento es mucho más complejo. Abrir la boca, liberar los sentimientos con mi voz pequeña me hace sentir ínfima, vulnerable.

¿Realmente es necesario? Pronunciar un «te quiero» es más complicado que seguir viviendo. Porque cuando tantas veces lo has dicho contra las paredes y al revotar ha vuelto diluido, te olvidas de decirlo.

Ahora me pides que destape mis secretos. Algo me dice que podría, pero necesito entrenamiento. ¿Sabrás esperar el momento? ¿Sabré reconocerlo?

Paciencia, querido mío.

lunes, 23 de enero de 2012

Si el mar supiera...

Si el mar supiera de mis obscuras intenciones
me arrojaría entre olas en naufragio...

Soñé que era tristeza.
Lloré.
Oculté mi pena.
Salí de mi cueva.
Me metí bajo el agua y exfolié mi cuerpo.

Borré sus huellas.
Olvidé el surco que dejaron mis lágrimas.
Me convertí en salado.
Me dejé llevar por la corriente.
Fui transparente, fui silenciosa.

Llegué a la mar.
Esperé a que me acogería en su seno.
Quería perderme entre corales.
Despertar antiguas sirenas, reanudar sus cantos.

Solo quimera...
Si el mar supiera...

Una simple fotografía

¿Qué duelen más, las palabras o los recuerdos? Y si una simple foto está cargada del crudo silencio de ambas... Quizá debiera olvidarlo todo, no volver a hablar, perderme en la ceguera para dejar de dolerme.

domingo, 15 de enero de 2012

El secreto


Espérame vida mía,
espérame dormida hasta que la noche aprenda.
Dejemos que Morfeo tome las riendas,
procuremos en caricias quietas
el secreto que otros desvelan.

sábado, 14 de enero de 2012

Nunca es siempre

Nunca es cuando te pierdo,
cuando no queda esperanza.

Nunca es cuando no hay belleza
y las palabras pierden su esencia.

Nunca es ahora si no te tengo,
cuando mi vida se viste de tu ausencia.

Nunca son los sentimientos inconfesos,
aquellos que jamás verán la luz.

Nunca es el camino desconocido
que aún está por andar.

Nunca... Nunca será siempre
si nos proponemos no separarnos jamás.

El color del sueño

Hay muchos tipos de sueño: pesado cuando no te deja seguir tus pasos, ligero cuando cualquier ruido rompe la conexión con el momento, también los hay simbólicos o premonitorios. Pero jamás me habían parado a pensar en su color. No hablo de los colores y su interpretación en los sueños, sino del sueño mismo.
El sueño, mi sueño, ahora mismo es esperanzador en verde vivo, rojo cuando viste pasión y blanco cuando abarca el mundo entero. Si los mezclo todos en experimento, acabará siendo negro, un obscuro curioso que abrirá paso a la luz.

Folio en blanco

El folio se expande, se come la mesa, todo es blanco, todo se puede escribir en cualquier parte. Todo tiene cabida: lo bueno y lo malo. Las palabras fluyen en distintos tamaños, en diagonal, en cualquier sentido y dirección.
Ahora todo es plano. Los sentimientos conviven en el folio en blanco, sexo, religión. Ya no hay miradas vacías, todos tenemos algo que decir, algo que ocultar.

Desmedidas

¿Cómo se mide el tiempo
cuando las horas a tu lado pasan volando?

¿Cómo el espacio,
si a pesar de la distancia te siento a mi lado?

¿Cómo las palabras
ahora que nada impide decir lo que pensamos?

Mira.
Visualiza.
Gravitan los versos,
revoloteando inquietos,
esperando tu nueva llegada,
la respuesta a mis preguntas
que desde que te conozco
nacen desmedidas.

¿Seguirás escribiendo
conmigo los cuentos que tanto inspiras?

¿Pasarás a mi lado
sin espacios en blanco el resto de nuestras vidas?

¿Olvidarás sin más
los minutos marcados por el tic tac del reloj?

Duerme tranquilo,
mañana llegará otro día.
A las ocho y media en punto
recibirás mi mejor sonrisa
la primera en realidad
sacada del sueño
sin medida,
feliz.

viernes, 13 de enero de 2012

De repente, el silencio

Porque las sonrisas no son eternas debo hacerme a la idea de que el silencio siempre vuelve, de que no todo está andado. Tendré que volver sobre mis pasos una y otra vez hasta cerrar este capítulo inacabado en la incoherencia del reloj que vuelve a descubrirme callada.
Para no anclarme a la derrota, he roto mi hucha y he contado monedas como si fueran palabras. ¿Merece la pena ahorrarlas? En pequeños montones, de más grandes a más pequeñas, he compuesto oraciones que no tienen precio pues jamás serán escritas ni leídas. Y tras descubrir mis sentimientos, he roto el orden en desconcierto devolviéndolos al cajón desastre de mi cabeza.
¿Sabrá quien ataca cuánto duele la afrenta? ¿Acaso imagina lo que tardan en cerrar las heridas? Quizá es cosa mía que me empeño en olvidar cómo son los malhechores, en intentar perdonar. Pero las personas no cambian.
Quizá debí permanecer en silencio, atada a mi anterior existencia, al olvido y a la ausencia donde tan cómoda me sentía; al menos conocía bien el silencio. Ahora me desconciertan el ruido constante, las miradas maliciosas y la mentira. ¿Esto es pasar a mejor vida?
Y en la observación constante, sabiendo rota mi invisibilidad, en días como hoy, nublado y fríos, en días como yo... Quisiera que las agujas del reloj se detuvieran. O mejor aún, aprender a no sentir nada, al menos me evitaría el disgusto de saberme no querida.

El puente de San Carlos

― Coautor: Jorge Colado ―

La mañana amaneció más fría de lo habitual, tanto como su tristeza. Sintió la necesidad de escapar, de salir volando para no volver jamás... Caminó durante largo rato sin saber dónde se despediría de ella. Cuando llegó al puente de San Carlos aún era temprano. De frente, un grupo de escolares perfectamente ordenados a pares,  recorrían el empedrado entre juegos y canciones, pero ni sus risas conseguían llenar el gran vacío que ahora adolecía su corazón.
Todavía recuerda la última vez que hizo aquel recorrido con ella en un viaje de manos entrelazadas y miradas cómplices, cuando aún los sentimientos caminaban a la par y el futuro parecía escrito en perfecta armonía. No sabía porqué, no entendía la razón del deshielo, de aquella partida que le dejó sin alma.
A la altura de la estatua de San Juan Nemopuceno, se detuvo y tocó suavemente las estrellas de la placa como tantas veces había hecho con ella, y deseó... Deseó volver a tenerla entre sus brazos. De su bolsillo derecho sacó su última carta; se juró que jamás volvería a leerla. Lentamente fue rompiéndola en pequeños trozos y los arrojó al río mientras susurraba «te quiero».

Charles Bridge
Fotografía cedida por jorcolma - El puente de San Carlos

miércoles, 11 de enero de 2012

Vera y su gato Caramelo

(Cuento infantil escrito para la asignatura Matemáticas y su didáctica (Magisterio, Educación Infantil). Introducción de las Regletas de Cuisenaire. 2002)


Vera y su gato Caramelo

Érase una vez una niña llamada Vera.

Vera era una niña muy simpática; tenía una mirada dulce y la cara toda llena de pecas que, con sus trenzas pelirrojas, le hacían parecer una niña un tanto traviesa. Pero no, Vera era una niña muy buena.

A Vera le encantaban los animales. En su casa tenía de todo: periquitos, conejos, patos, un perro y un gato, Caramelo.

Un día Caramelo, persiguiendo una mariposa, empezó a trepar y a trepar a lo largo del árbol más alto que había en el jardín de Vera; y cual fue su sorpresa que cuando quiso darse cuenta estaba arriba del todo.

Caramelo empezó a llorar: Miiiiiiiaaaaauuuu, miiiiiiiaaaaauuuu...

Cuando Vera vio a Caramelo ahí arriba le pidió que bajara, pero Caramelo estaba muy asustado y no se movía del sitio. Vera, asustada, fue a llamar a su mamá.

Alicia, que así se llamaba la mamá de Vera, llamó a los bomberos para que vinieran a bajar a Caramelo de lo alto del árbol y, al rato, se presentaron un grupo de bomberos en su camión rojo.

Alicia y Vera les contaron que Caramelo se había subido al árbol y ahora le daba miedo bajar.

―Tranquilas, bajaremos al gato en un periqute.

Pero cuando el jefe de bomberos fue a buscar la escalera se dieron cuenta de que la habían dejado olvidada en el parque de bomberos. «¿Qué haremos ahora?», preguntó Vera.

Mientras tanto, Caramelo no dejaba de llorar: Miiiiiiiaaaaauuuu, miiiiiiiaaaaauuuu...

A Vera se le ocurrió entonces que podían utilizar las cajas que su papá guardaba en el garaje. Así, primero una y luego otra y otra y otra... Hasta 10 diez cajas fueron colocando hasta que al fin un bombero subió a la última caja, que era la más alta, y pudo rescatar al gato.

Cuando el bombero bajó con Caramelo todos se pusieron muy muy contentos y Vera y su mamá decidieron dejar ahí las cajas por si a Caramelo se le volvía a ocurrir perseguir una mariposa.


martes, 10 de enero de 2012

No siento las piennas

Tal día como hoy hace 16 años, mi hermana y yo hicimos novillos consentidos; después de celebrar nuestro cumpleaños el día anterior y acabar tarde, tras insistir mucho, mi madre nos dio permiso para quedarnos en casa. La mañana transcurrió normal, como cualquier otra: a primera hora los recados y más tarde, preparar la comida. Mi hermano llegó a comer a las tres, como marcaba su horario. Cuando acabamos, se marchó a su casa porque tenía que estudiar inglés y nosotras nos quedamos recogiendo la mesa. Mi madre, después de fregar los cacharros, se quedó en la cocina leyendo, mi hermana se fue al estudio a dibujar y yo a la cama porque me sentía mal.
Aquella sobremesa podría haber sido la habitual si no fuera porque a las tres nos dolía la cabeza y a ninguna nos extrañó. Mi madre sufría migrañas desde siempre, yo las he heredado y a mi hermana también le duele de vez en cuando. Así que, cada una por nuestro lado, nos fuimos a una habitación a ver si se pasaba el dolor con una aspirina.
Mi siguiente recuerdo es despertarme con voces y ruido. Lo primero que pensé fue que mi vecina de abajo debía tener visita, la mujer estaba muy sorda y siempre hablaba a voces. Mi madre abrió la puerta, sujetándose con las manos al marco, me preguntó si estaba bien. Aquella imagen quedó grabada para siempre: mi habitación a obscuras, su figura negra enmarcando la puerta y al fondo una luz tenue. «Estoy bien», le dije, pero al intentar levantarme las piernas no me respondieron y me caí. Empecé a llorar asustada, llamé a mi madre. Como pudo me ayudó a salir al pasillo. Allí estaba mi hermana, sentada en el suelo, con las piernas estiradas y la espalda apoyada en la pared, no decía nada, tenía la mirada perdida, solo lágrimas rodando por sus mejillas. Me coloqué a su lado mientras mi madre se dirigía hacia la puerta a duras penas. Según me apoyé en la pared, mi cuerpo se fue resbalando hacia un lado hasta caer de nuevo, no podía controlarlo; tuve un buen moratón en el ojo durante toda la semana siguiente.
Recuerdo el miedo que sentí al ver a mi madre salir hacia la escalera para abrir la puerta cuando sonó el timbre, pensé que se caería por las escaleras y la sensación de impotencia me hacía sentir aún peor.
La policía subió corriendo y nos sacó al descansillo, poco después llegaron las ambulancias. Golfo, nuestro perrillo, aprovechó para escaparse. Llovía y hacía mucho frío.
Cuando me espabilé un poco, la policía me llevó en su coche hasta la casa de mi hermano para comprobar cómo estaba. Lo vi desde el asiento de atrás. Abrió la puerta y se quedó blanco. Le dolía un poco la cabeza, pero había escapado a tiempo.
No recuerdo el trayecto al hospital, solo el ingreso. Me tuvieron cuatro horas en una sala, con una vía puesta y suero; seguramente algo más pondrían. Los médicos y enfermeros entraban y salían, aún no había recuperado todas mis fuerzas. No sabía nada de mi madre ni de mi hermana y me temía lo peor, nadie me decía nada. Aquellas cuatro horas pasaron lentas y pesadas, entre el miedo y una recuperación tardía. Cuando al fin me dijeron que podía marcharme, me levanté de la camilla y salí hacia la puerta, aún llevaba la vía puesta; me volví y les dije que no me gustaba el souvenir. Me miraron raro y un enfermero me lo quitó sin mucho cuidado. A la salida estaba mi tío Fito, me abracé a él y lloré, estaba temblando.
Mi hermana, dicen, entró en coma, pero despertó rápido. Mi madre, dicen, entraba a urgencias tumbada en la camilla y diciendo a voz en grito: «No siento las piennas»...
Cuando volvimos a casa, mi madre abrió bien las ventanas para que el piso se ventilara. No olía a gas, ese no había sido el problema, solo fue la falta de oxígeno por la mala combustión del calentador. Mi madre y mi hermana durmieron en casa de mi hermana mayor, yo en casa del pequeño; estuve llorando toda la noche pensando en lo que hubiera pasado si mi hermana no se hubiera levantado a quitarse las lentillas pues tenía intención de acostarse por el dolor que tenía de cabeza. En el baño, perdió el equilibrio y se cayó al suelo, aquella fue la voz de alarma. Mi madre supo reaccionar a tiempo, salvó su vida y la nuestra.
Somos como los gatos, ya hemos consumido una vida extra. Por eso, a fecha de hoy seguimos felicitándonos el 9 de enero por seguir vivas.

P.D. Pocos días después fallecieron en Villafranca, un pueblo de al lado, un padre y sus dos hijas pequeñas por la misma causa... Ellos no tuvieron tanta suerte.

domingo, 8 de enero de 2012

Reviere



Abrió la pequeña lata y sacó el último bombón. Realmente no le gustaban, el único motivo por el que los había comprado era la caja adornada en su tapa con un detalle de Reviere, de Alphonse Mucha. No era ninguna entendida en arte, conoció el autor porque en la parte de abajo venía la referencia: «Chocolate-Amatller. Alphonse Mucha. Centenario de la casa año 1900». No le cuadraba la fecha, significaba que el chocolate tenía al menos 10 años.
La mujer del retrato, de tez pálida y labios rosados, la miraba fijamente a los ojos. El vestido tan adornado y tal cantidad de flores, todo en tonos cálidos, llamaban enormemente su atención. Quizá quisiera avisarle de la caducidad del contenido, peor no era más que una cara hermosa impresa sobre lata fría. Pensó en darle mejor uso, pero no sabía qué guardar en ella, demasiado pequeña como joyero, demasiado grande para guardar las llaves. Tampoco servía de monedero, demasiado escandoloso. Quizá para las especias, pero no quería concederle olor a albahaca a aquel rostro tan hermoso.
Al día siguiente la caja seguía en el mismo sitio, pero algo había cambiado. La mirada de la muchacha decía algo distinto, apretaba la boca quizá con enfado o decepción. «A ver, calma, solo es una caja de lata y he madrugado demasiado», se dijo. No le prestó más atención. Aquella mañana en el trabajo, sacó hueco para mirar su correo personal y consultar en la web sobre el pintor. Sentía curiosidad por saber quién era la mujer, ver el resto del cuadro. Según la Wikipedia, Alphonse Mucha se dedicó principalmente a diseñar decorados y publicidad; frustado y cansado de luchar por el verdadero origen de su arte, se rindió a su trabajo. Se fijó en un comentario que decía sobre el autor que la intención de su arte era la de transmitir un mensaje espiritual, pero ¿qué mensaje portaba la mujer de Reviere?
Localizó la imagen completa. Flotaba en vestido vaporoso de anaranjados con adornos en el pecho, un halo de flores enmarcaba la figura que, sentada, se entretenía en leer una revista. «Como toda mujer en una peluquería», pensó. Repasó cada detalle del torso pues era lo que coincidía con su contenedor. Estaba segura de que había algo distinto, encontraría ese mensaje del que hablaba Mucha porque juraría que esta mañana tenía una expresión distina. Eran los ojos, donde consultaba la imagen la mirada tenía un verde más suave. La buscó en otras fuentes y en todas halló el mismo distintivo: el color de sus pupilas.
Cuando llegó a casa lo primero que hizo fue buscar la caja. No podía creerlo... ¡La mujer había desaparecido! Lo siguiente que recuerda fue un golpe en la cabeza. Cuando despertó se notó distinta, más plana y lánguida, ahora era ella la que portaba el vestido naranja. Vio a la joven terminando de subirse la cremallera de sus vaqueros mientras se miraba el espejo de lado para ver cómo le quedaban. «Te hubiera avisado, debiste informarte primero».

sábado, 7 de enero de 2012

Por mí seremos

Soy, eres, seremos.
Somos lo que nunca fuimos.
En esencia, palabras, intenciones,
lo dicho y lo callado.

Habremos de esperar el momento .

Oyendo a Silvio pienso que
Si te doy mis versos
Te estoy entregando mi vida.
Es extraño el desearte cerca
Sabiéndote tan lejos.

Es complejo el sentimiento
Pues no sé explicar
Cómo, cuánto ni por dentro
Despierta una nueva paz.

Quizá es sentirme esperada,
Quizá el saberte esperar.

En la margatita dudosa
Del «te quiero, no te quiero»
Te guardaré el último pétalo
En profundo secreto.
No desvelaré su sino
Hasta saberte en mi lecho.

Dime, ¿seremos?

viernes, 6 de enero de 2012

En el buen camino

Java ha escogido una nueva cama, ahora descansa sobre la funda del portátil. Gris, como siempre, se ha hecho fuerte en el centro de la manta y duerme tranquila en ovillo. Las pequeñas, Laura y Jinja, se han metido bajo la funda del sofá, inseparables dormitan junto a la almohada. Es una paz perfecta la que cierra este día de Reyes.
En el silencio de noches similares, de todas las anteriores desde que mi vida cambió, he escrito mucho y pensado aún más. En estos cuatro meses de soledad he vivido más que en los diez años anteriores: he querido con mucha intensidad, he odiado ―incluso a mí misma―, he llorado pérdidas y sentido miedo a sufrirlas, pero, sobre todo, he reído. Me quedo con lo último porque es lo que me está haciendo fuerte, segura, capaz... La vida, mi vida en estos ciento veintitantos días me ha enseñado más de lo jamás habría pensado.

Son las 02:10 de la madrugada del 6 de enero y por primera vez en mucho tiempo he planificado mi agenda para más de un mes. Me sorprende saber lo que quiero hacer mañana, volver a ser capaz de organizar mis horarios, tener claro lo que espero: madrugar, fregar las tazas de esta semana, planchar la ropa (ya sabéis, «Mi estresante vida como ama de casa»), y en cualquier momento encontrarme contigo. Porque las horas se hacen pocas y el día muy largo cuando apenas hablamos. Debo añadir a la lista algún abrazo, los entendidos en el tema recomiendan una media de 12 diarios para una perfecta supervivencia emocional; la mía va un poco torcida, de momento.

Aún queda un largo trecho para reiniciar de nuevo, pero sé que estoy en el buen camino. Sigo teniendo cerca a mi gente: a mi familia (a la que adoro) y a mis amigos, los pocos pero grandes que me han quedado tras el cambio. Y sí, lo reconozco, retomar la ilusión por alguien facilita el proceso. Quisiera decir que no lo tengo claro pues hasta hace nada me había acomodado a la soledad con la absurda idea de que podía controlar mis sentimientos. Insisto, quisiera decir que no lo tengo claro pues mi cabeza reclama paciencia, pero está claro que no lo hace con el suficiente ímpetu pues no, no tengo dudas. Ahora tengo muy claro lo que quiero, mañana quiero encontrarte, volver a sonreír contigo, darte de nuevo la oportunidad de evitar tu inminente derrota al parchís... Pero, hablando de sueños te diré que espero con ansiedad ese día y no tanto por el juego, sino por saberte conmigo.

No diré más, que me pierden las manos.

Me voy a la cama feliz. Los Reyes Magos me han dejado sus tres regalos: gel de baño de Hello Kitty (que mañana pienso estrenar justo antes de los largos), un libro de iniciación al patchwork y unas gafas de sol, las primeras sin graduar ahora que me he pasado a las lentillas. No, no había pedido ninguna de estas cosas, pero ¿acaso importa? Mis deseos son sencillos: amor, salud y trabajo, en ese orden. Dado que nada es tangible tengo la esperanza de que esta noche se vuelvan a pasar por casa, pero esta vez los de verdad, y mañana amanezca con cualquiera de esos tres presentes. El año es muy largo y espero dará tiempo a todo.

Solo un sueño

(Sueño fechado el 3 de agosto del 2000. Lo encontré el otro día entre mis cuadernos. Los sueños, sueños son, pero a veces transmiten sensaciones tan reales como la vida misma...)


Estábamos en su piso, cenando en su salón-comedor, en una mesa enorme llena de platos vacíos, vasos medios de vino y varias botellas descorchadas. Había solo unos pocos focos iluminando el grupo; a ambos lados de la pared, unos cuadros enormes de paisajes obscuros iluminados con una luz tenue.
Desde la mesa, apoyada mi silla en la pared, podía ver el resto de la habitación: una sala amplia, con muebles grandes y confortables; al fondo un gran ventanal desde donde se podía ver toda la ciudad, y a ambos lados plantas a modo de vigías. Todo ello envuelto en una penumbra que llegaba a asustarme...
Me recuerdo sentada en un extremo de la mesa, el más cercano a la puerta que sabía de escapada. Podía ver toda la habitación y a él mirándome de vez en cuando. Oía las risas y las conversaciones de los demás; creo que era más una reunión de amigos que de familia.
No entiendo qué hacía allí, no conocía a nadie y, a la vez, tenía la sensación de estar arropada. La gente hablaba conmigo y yo reía con ellos, pero no pertenecía a ese círculo, no era mi gente.
De vez en cuando le miraba. Él no me quitaba los ojos de encima. Cuando hablaba con alguien le cambiaba la cara: sonreía y se tocaba la barba pensando alguna respuesta, pero cuando se conversación acababa volvía a fijarse en mí y eso no me gustaba.
Cuando nuestros acompañantes dijeron de irse fui la primera en levantarme. Hubo revuelo, éramos muchos. Lo siguiente que recuerdo es verme abajo, en la puerta del edificio, despidiéndome de todos ellos. Pero en un momento dado, cerraron el círculo y nos quedamos fuera una pareja y yo, cruzamos algunas palabras y me cambié de acera. Me quedé frente al escaparate de una tienda de muebles de madera, pegué las manos en el cristal y me asomé todo lo que pude. Me quedé embobada fijándome en cada detalle de un ave tallada que había en el suelo. Fue entonces cuando él se acercó a mí agarrándome del brazo derecho y me dijo que nunca más volviera a hacerle eso a la pareja, era de muy mala educación dejarlos solos. Sentí miedo, mucho miedo.
Sé que estábamos en Madrid porque dos chicas, más o menos de mi edad, se despedían de su madre diciendo que irían andando hasta casa y le pidieron consejo sobre qué itinerario seguir... No recuerdo el nombre de las calles, pero sé que en su momento las reconocí.
Cuando ya se habían ido todos, pasamos a la entrada del edificio; era lujoso y no correspondía para nada a la fachada, muy decorado con cuadros, mármoles y estatuas por todas partes.
No entendía porqué seguía allí con ese hombre.
Pasamos al ascensor. Él me notó rara, asustada, intentando esconderme en cualquier rincón.
―¿Qué te pasa? ¿Ya no quieres estar conmigo? ¿Acaso no recuerdas lo que me dijiste en el ascensor de magisterio? ―Me dijo con mal tono.
Intenté hacer memoria, no sé si consciente o inconscientemente, y me vi como en un recuerdo borroso, subida en el ascensor que él decía junto a otro hombre más, ambos sonrieron pero no recuerdo lo que dije aquel día. (Ahora, en la realidad, estoy segura del momento que me indicó el sueño, el curso de Matemáticas, pero estoy segura de que aquella situación no se dio).
Cuando el hombre formuló la pregunta, en los segundos que cerré los ojos y me transporté a mi recuerdo dentro del sueño, le cambió la cara: se convirtió en un déspota, algo cruel asomaba en su mirada.
Creo que pulsó la tecla 9 y cuando el ascensor comenzó a subir él se acercó a mí y empezó a tocarme. Estaba paralizada, tenía miedo y la sola idea de gritar, parar el ascensor en cualquier otro piso y salir huyendo me aterrorizaba aún más. Eran sus ojos los que me acosaban y sus brazos los que me rodeaban, pero la sola idea de reaccionar me hacía pensar que lo siguiente sería peor.
Al llegar al piso, volvió a ser un hombre amable. Sé que había alguien recogiendo la mesa y limpiando. Entró por la puerta con aires de gran señor, se colocó la bata y se volvió de nuevo a mirarme. No dijo más. En ese preciso instante me sentí condenada, poseída, vendida como un trozo de carne. Allí, desahuciada, apoyada en una silla, no sé si para no desmayarme o para sentirme atada a la realidad que para mí era ese momento.
Hubo miradas fuertes, violentas, entre los dos.
Sentía tanto miedo. No sabía si reír o llorar, quedarme allí o salir corriendo. De lo único que estaba segura era de que debía obedecer, que de un modo u otro le pertenecía.

martes, 3 de enero de 2012

Un pensamiento en felino

Frío, calor, y más frío... Hoy solo son despedidas tristes. El día amaneció de un húmedo obscuro, poblado de espesos cúmulos. No hay escapatoria, la noche es cada día más larga. Me sentaré junto a mis gatas a ver la vida pasar, dormitaré las mismas horas y participaré de sus juegos rebeldes. Por hoy no hay más motivo para seguir adelante que agotar alguna de las seis vidas que aún me quedan. Quizá mañana tenga más suerte ...

Vestida de silencio

Por fin ha vuelto la inspiración, lo ha hecho vestida de silencio. Ha traído entre sus manos un pequeño pájaro muerto. Lloraba inconsolable acariando sus alas yermas, lamentando la pérdida como si en ella se hubiera ido parte de su vida, de la mía. Cuando al fin ha levantado la mirada, ha fijado sus ojos en mí diciendo con toda su rabia: «Tú me has obligado a hacerlo...»
Casi acabé con mi vida al intentar acabar con la suya; ahora me castiga con estas ausencias repentinas, disfrazando de tristeza las palabras en insufrible agonía. Ya no volverá con las golondrinas.