miércoles, 24 de octubre de 2012

El mapa del tesoro

Ir a la playa era ese viaje dentro de otro viaje: preparar bolsas repletas de toallas, los potingues pre y post baño, los bocadillos, la nevera y el inevitable madrugón para que todos, mayores y pequeños, encontráramos nuestro sitio en el mundo. Al principio me gustaba, al menos así lo creo, pero con el tiempo empecé a detestar las prisas, el olor de las cremas, el pastoso sabor de la sal y, sobre todo, a la gente que parecía perder la visión al llegar allí.
Lo único que consolaba mis pataletas en aquellas citas obligadas era el tacto de la arena; dedicaba mi tiempo a cavar pequeños hoyos con las manos que luego rellenaba con los tesoros que encontraba durante los paseos con mi abuelo: gomas de pelo, algún pendiente cojo y conchas de distintos tamaños. Mantenía la extraña idea de que, si al verano siguiente era capaz de encontrar alguno de aquellos escondites, sería la niña más afortunada, así que siempre, antes de tapar el agujero, me cercioraba de marcarlo con una equis en mi mapa mental.
En la última tarde de playa, en mi última excavación, justo cuando mis padres corrían junto a otras personas hacia la orilla para observar a un socorrista que traía entre sus brazos el cuerpo inerte de un niño pequeño... Justo cuando mi madre gritó el nombre de mi hermano y mi padre cayó de rodillas provocando el terremoto... Justo en ese momento, me arrastré hasta nuestra sombrilla y cogí su muñeco favorito. Volví al agujero y cavé, cavé más profundo que nunca, y allí enterré su memoria para siempre.

martes, 23 de octubre de 2012

La importancia de llamarse...

Marga tenía un don: era capaz de recordar todas las historias que le contaban, todas las caras de esas personas que le confesaban sus secretos. Siempre que se volvía a cruzar con ellos, se paraba y les preguntaba por ese familiar enfermo, por el trabajo recién estrenado o la boda de su hijo. Pero le apenaba enormemente no recordar ni uno solo de los nombres de aquellos a los que tan humildemente regalaba su tiempo.
Un día se propuso hacer el esfuerzo de memorizarlos y en el empeño perdió la capacidad de rememorar sus biografías; aquello le entristeció aún más. La mera idea de aproximarse a alguien y no saber qué decirle, le avergonzaba. Pero no tuvo ocasión para tal sensación, pues la gente que había confiado en ella, se siguió acercando y entregándole su historia porque Marga tenía un gran don: sabía escuchar.

La mejor forma de dejar de fumar

Adela tenía un mal hábito: el tabaco. Había probado de todo para dejarlo: parches de nicotina, acupuntura, hipnosis, hasta la terapia en grupo, pero nada. Una amiga le recomendó hacer deporte y mantener las manos y la boca ocupada, y así hizo, bueno, lo del deporte le duró poco, aunque lo de mantenerse ocupada le resultó más fácil. Aprendió a hacer ganchillo, punto de cruz y hasta bolillos, y en cuanto a la boca... Empezó a comer caramelos, chupa-chups y todo tipo de dulces. Resultado: cuatro jerseys mal acabados, bufandas para todos sus amigos y algunos kilos de más, pero no consiguió quitarse el mal hábito que tenía.
Un tarde, paseando por el Retiro, se cruzó con un muchacho de sonrisa perfecta. Ambos se miraron fijamente y supieron que había surgido algo especial. Él se acercó a ella y le preguntó su nombre. Ella, cogió el cigarro de su boca y le dijo:
–Adela. Vaya, lo siento, ¿te molesta el humo? Estoy intentando dejar de fumar, pero no he sido capaz –respondió un poco nerviosa.
–Es fácil, ¿me dejas que te ayude?
–He probado de todo, fui a terapia, aprendí a hacer calceta y me di a los caramelos...
–Eso está muy bien, pero quizá deberías ocupar tu boca en otra cosa más saludable.
–¿Cómo cuál?
–¿Qué te parece besarme?
A partir de entonces, Adela siempre recomienda enamorarse para dejar de fumar.

lunes, 22 de octubre de 2012

La terapia

Don Ramón era perfecto, tenía su vida calculada al milímetro.
Desde que se levantaba hasta que se acostaba, todas sus acciones estaban perfectamente coordinadas. Preparaba, colocaba y consumía su desayuno por orden alfabético; al igual que el resto de comidas, que respondían a una estricta dieta que seguía desde hacía años para no engordar ni adelgazar ni un gramo, de esta forma, toda su ropa, ordenada por colores y cuidada con un mimo desmesurado, llegaba a durarle más de una década.
En su trabajo todos le respetaban, entregaba sus encargos puntual, con una documentación impecable donde cuidaba cada punto; pero en los doce años que llevaba en su puesto no había logrado hacer ningún amigo. No era por falta de educación, pues hasta en el trato era excelente, sino por falta de implicación.
En su casa era igual. Llevaba toda la vida viviendo en el mismo piso y jamás asistió a ninguna reunión de vecinos ni se paraba a charlar con nadie, salvo para dar los buenos días o comentar el tiempo.
Un buen día, al llegar a casa, se encontró una caja de cartón en la puerta con una nota en la que rezaba: «Sé que cuidará bien de usted». Se extrañó, consumir más de un minuto en la indecisión de abrirla suponía un retraso en su segunda ducha diaria. Cogió el paquete y entró en casa. Se duchó, se puso el pijama, organizó la ropa para el día siguiente, preparó su cena y cuando estuvo sentado en la mesa del comedor, con el tenedor en la mano, se fijó de nuevo en la caja que descansaba sobre el sofá.
Desoyendo a su conciencia que le decía que lo primero era la lechuga, se dirigió hacia el cartón. Al levantarlo vio que la tapicería estaba empapada.
–Pero, ¿qué es esto?
Dejó el paquete en el suelo y empezó a limpiar la tela con el spray y el cepillo hasta dejarla reluciente sin dejar de mirar su plato que, desde la mesa, le recordaba que ya iba con retraso. Cuando acabó, volvió a la mesa.
Casi se ahogó con un trozo de tomate cuando vio que la caja se movía sola. Se acercó de nuevo y la abrió. El cachorro de beagle sonrió de oreja y lamió su cara sin dejar de mover el rabito, salió de un salto y después de hacerse pis en un par de patas del sofá y alguna silla, y caca detrás del ficus, se subió a la mesa y se comió sus salchichas. Satisfecho, volvió a los pies de don Ramón, que ante tanto caos se quedó paralizado, y se tumbó panza arriba para que le acariciara.
A partir de aquel momento la vida de don Ramón se volvió perfectamente imperfecta.

domingo, 14 de octubre de 2012

Bucle infinito

Llegamos a casa después de un largo viaje; hacía tanto frío como en nuestros corazones.
Mientras deshacíamos las maletas, dejamos que el calentador obrase el milagro. Poco a poco, los ánimos empezaron a avivarse, las risas resonaban acompañando miradas cómplices; el calor despertó ese algo adormecido que nos tenía tan callados.
La temperatura subía al mismo ritmo que nuestros cuerpos enardecidos reclamaban el contrario. Cuando el fervor se descontroló, la pasión empezó a entibiarse, a asfixiar nuestro hogar y el bochorno nos agarrotó de nuevo.
Apagamos el interruptor y decidimos abandonarnos una vez más al silencio esperando un nuevo reencuentro.

domingo, 7 de octubre de 2012

Au revoir les enfants

No conseguí entenderlo hasta que, de casualidad, encontré un reportaje en La 2 donde explicaba la conducta migratoria de las cigüeñas relacionada con el cambio climático. Después de un exhaustivo estudio, los naturalistas concluyeron que debido al impacto del calentamiento global en el ecosistema, estas aves optaron por permanecer todo el año en su lugar de residencia estival.
Ahora comprendo porqué la tasa de natalidad ha descendido estos últimos años.

lunes, 1 de octubre de 2012

Síntomas del embarazo

Lancé el dado: un uno. ¿Será niño o niña? Era mi turno y debía mover. El resto de jugadores esperaban impacientes. El tablero estaba a rebosar de fichas y era mi momento. Tenía varias a tiro. Mis hormonas empezaron a alborotarse, sentía deseos de matar, pero no me decidía. ¿Rojo sangre para responder a mis obscuros deseos? ¿Verde esperanza, pues yo quería que fuera niña? ¿O quizá azul para relajar la situación?
–¿A qué esperas? –preguntaron impacientes.
–Es una decisión importante, recordad que soy madre primeriza.
Comí la ficha roja para responder a las necesidades de mi cuerpo, recorrí el camino esmeralda de mi oponente contando veinte con solemnidad y volví a comer, esta vez relajadamente, una ficha azul.
–¡Qué bien lo has hecho! –dijeron con cierta maldad.
–Recordad que yo como por dos.