La
reunión de trabajo habría terminado antes de lo esperado y Adela
debió adelantar el viaje de vuelta. Seguramente le haría ilusión
volver pronto a casa y sorprenderme. Imaginaría un cena romántica a
la luz de las velas acompañada por un buen vino que diera paso a una
noche de pasión. Cuando llegó, debió quitarse los zapatos porque
no la oí, iría hacia al despacho donde esperaba encontrarme, pero
obviamente no estaba allí. La única luz que había encendida era la
del dormitorio. Seguramente oyó la voz de la mujer
que me acompañaba y nuestras risas. Al llegar abrió la puerta y nos encontró a
ambos desnudos en la cama, ella tumbada boca arriba amarrada al
cabecero con unas esposas de terciopelo, y a mí rozando su sexo
mientras dibujaba círculos en los pechos femeninos con un plumero
rojo pasión. Adela se quedó estupefacta, sin palabras.
―¡Cariño!
―le dije mientras escondía mi vergüenza con la sábana― ¿Cómo has vuelto
tan pronto?
Ella
no reaccionó, siguió de pie, junto a la puerta. Pasados un par de minutos de espeso silencio, dejó caer los tacones al suelo, se calzó
al tacto y se marchó sin mediar palabra. Me levanté corriendo y fui
tras ella rogándole que me perdonara. El portazo puso final a mis
súplicas. Mi «otra mujer», desde el dormitorio, me pidió a gritos
que la soltara o terminara lo que había empezado. Volví al cuarto y
cerré la puerta tras de mí.
Durante
unos días Adela estuvo en casa de sus padres. No les contó lo que
había ocurrido, seguramente no se lo contó a nadie. Después de cientos de
llamadas insistiendo en lo muy arrepentido que estaba, decidió darme
otra oportunidad y volver. El día de su regreso se mantuvo
fría y distante, quitó toda la ropa de la cama y la lavó dos
veces.
―Si
vuelves a ponerme los cuernos no te perdonaré, no habrá una segunda
oportunidad ―me dijo muy seria.
―Te
juro por Dios que no volverá a pasar. Adela te quiero, eres la única
mujer de mi vida, eres... ―me empeñé en zalamerías mientras me
acercaba despacio a ella y la tomaba de la cintura.
―¡Apártate!
No se te ocurra tocarme. Hasta que deje de percibir su olor en tu
piel no dejaré que me toques. A partir de hoy dormirás en la
habitación de invitados.
―¿Hasta
cuándo? Cariño, así no arreglaremos las cosas.
―Yo
no tengo nada que arreglar, has sido tú el que... Mira, mejor
dejamos la conversación. Tengo que preparar un informe para mañana.
Tienes la cena en el microondas.
No
dijo más. Cogió su portátil y se fue al dormitorio a trabajar. Esa
noche no volvimos a cruzaros hasta que a eso de las tres, sin poder
conciliar el sueño, me levanté a tomar un vaso de leche. Me
encontré a Adela en el pasillo, medio desnuda. No había encendido
la luz, el reflejo de la lamparilla de mi dormitorio me permitía
verla.
―Cariño,
¿qué haces levantada a estas horas? ―le dije suavemente.
Adela
se volvió hacia mí y se acercó presurosa. Me abrazó tomando mi espalda desnuda desde abajo, pegando su cuerpo al mío, rozándome
con sinuosidad y me besó con pasión. Sus manos jugaban con mi pelo;
levantó su pierna derecha y se amarró a mí hasta sentir mi
sexo que se endurecía llevado por su repentino frenesí. Extrañado
por la reacción y a la vez excitado, me dejé llevar y al atraerla
hacia mí con fuerza Adela reaccionó.
―¿Qué
haces, desgraciado? ―me dijo apartándose de un respingo y cerrando
la bata.― No quiero que me toques, ¿me oyes?
Se
dio media vuelta y volvió a su dormitorio. Me quedé allí sin saber
qué decir. «Me está castigando», pensé. En lugar de un vaso de
leche decidí darme una ducha fría y consolar mi erección en la
intimidad.
Los
días siguientes apenas coincidimos. Aunque mis continuos detalles:
flores, bombones y alguna nota de amor en el frigorífico, habían
hecho que Adela se relajara un poco, mantenía firme la decisión de
seguir relegándome al cuarto de invitados. Yo seguía intentando
entender lo que había ocurrido la otra noche, no encontraba
explicación; me mantenía despierto hasta tarde esperando volver a
encontrarme con ella.
A
la semana del frustrado encuentro, bien entrada la noche, me desperté
de un sobresalto. Se oían ruidos, puertas que se abrían y cerraban
y la voz de mi mujer preguntando torpemente una y otra vez: «¿Dónde
te escondes?» Salí con prudencia, no pretendía detenerla, solo
observarla. La encontré en el dormitorio, con medio cuerpo dentro
del armario y la ropa tirada por el suelo. Me oculté tras de la
puerta abierta y pregunté casi en un susurro:
―¿A
quién buscas?
―A
mi amante... ―dijo Adela sin dejar de descolgar sus vestidos del
ropero.
Quedé
desconcertado. Me acerqué a ella con cuidado y meneé la mano sin
tocarla por delante de su cara. «¿Estará dormida?», pensé.
―Adela,
¿qué pensará tu marido? ―pregunté poniéndola a prueba.
―Mi
marido duerme en la habitación de invitados.
Aquella
respuesta me confirmó lo evidente: era sonámbula, pero no entendía
porqué ahora, nunca la había visto actuar así, no sabía que Adela
tuviera problemas de sueño. Quizá el estrés o la ansiedad que le
había causado descubrir mi «desliz» le habían provocado ese
trastorno, pero las causas poco me preocupaban; decidí aprovechar la
situación. Me acerqué por detrás y le susurré al oído: «Me has
encontrado». Me dirigí hacia la mesilla de noche para bajar la
intensidad de la luz de la lamparilla, no quería que me reconociera
si se cruzaban nuestras miradas. Antes de volverme, me sorprendió
abrazándome desde atrás. Sus manos buscaron mis pezones enredando
los dedos con el vello de mi pecho, jugó con ellos mientras su boca
rozaba el lóbulo de mi oreja izquierda. Sentía su cuerpo contra el
mío, la seda de su escueto camisón deslizarse por mi piel.
―Pensé
que no volvería a encontrarte ―dijo apartándose ligeramente de
mí.
Ella
seguía a mi espalda de mí; no sabía qué hacer, no quería cometer el
mismo error, no quería despertarla y la dejé hacer. Extendió su
mano derecha por encima de mi hombro y dejó caer sobre la cama su
ropa interior. La supe desnuda por eso y porque volvió a unirse a
mí. Empezó a besarme desde la nuca hacia abajo. Podía notar
sus pechos, sus pezones erguidos y calientes, sus manos esparciendo
su saliba por mi piel. Al llegar a la cintura, tiró suavemente
hacia abajo de mi pantalón. Me tomó de la cintura obligándome a
girarme y a sentarme en la cama. Allí, de rodillas sobre la
alfombrilla, tomó mi sexo y lo lamió como nunca lo había hecho. Yo
no podía hacer más que aguantar los gemidos, temía que recobrara
el sentido de la realidad. Mi excitación llegó a su culmen, no pude
reprimirme y acabé vertiéndome sobre ella.
Me
dejé caer sobre el colchón, no podía mirarla, si hubiera
despertado en ese momento me habría echado tal cual de su vida, pero
no fue así. Antes de que pudiera recuperar el aliento, se tumbó a
mi lado, mezclaba sus fuidos con el mío recorriendo su fisonomía en una
interminable caricia. Aquello me hizo despertar de nuevo. Me volví
hacia ella a sabiendas de que aquel gesto podría acabar con ese
sueño, pero ella seguía inmersa en el desconocimiento.
―Ámame,
bésame, hazme tuya― decía con palabras entrecortadas.
Me
besó con delirio recorriendo mi cuerpo con manos ansiosas.
Se tendió de nuevo abriéndome la puerta a su sexo, invitando a su
«amante» a tomarla mientras misutaba deseos que jamás había
confesado. Estaba encantado de descubrir el otro yo de mi esposa,
siempre tan recatada en las formas y cuidada en sus expresiones.
―Vamos,
hazme tuya ―decía mientras colocaba mis manos sobre su
sexo y las apretaba con fuerza― Clávame tu lanza, aprisióname.
Adela
lanzaba sus peticiones mientras volvía a recorrerme entre besos y
caricias.
Aquella
noche hicimos el amor como hacía mucho tiempo. Cuando acabamos la
dejé durmiendo en la cama y volví a mi cuarto. Al día siguiente no
supe bien qué hacer, preferí esperar a ver cómo reaccionaba ella.
Durante el desayuno apenas cruzamos unas palabras, rehuía mi mirada
y se sonrojoba si nos rozábamos aunque solo fueran las manos.
―Adela,
¿te pasa algo? Me preocupas.
―Sigo
notando el olor de esa mujer en tu piel.
―Cariño,
te juro que no he vuelto a estar con ella ―le dije mientras me
acercaba la camiseta a la nariz; el único olor que emanaba era el de
Adela, pero cómo explicárselo― ¿No tienes nada que contarme?
Aquella
pregunta incomodó a mi mujer. Quería que confesara sus sueños, su
propio «desliz», que admitiera que ese otro yo me deseaba, pero lo
único que conseguí de ella fue se alejara de mi lado. Jamás supo
que el aroma que desprendía mi cuerpo era el suyo; jamás volví a
gozarla como marido.