viernes, 27 de abril de 2012

El último cigarro del día

 «Todos los días las mismas noticias: el número de parados crece sin medida, recortes que afectan a los que menos tienen ―que somos la mayoría―, terremotos y accidentes que dejan muchas almas en el tintero... Y así, una tras otra, a un ritmo constante al que nos acostumbramos irremediablemente porque todos los días hay que levantarse y seguir luchando para alcanzar el siguiente con esperanza suficiente para ver otro amanecer».
―Déjate de historia, el mundo se acaba esta noche, lo han dicho en las noticias.
Mi madre, siempre tan optimista.
―¿Y qué quieres que haga? ¿Que no vaya a trabajar? ―Le dije indignado.
―No no, tú acaba el desayuno y ve puntual, como todos los días, no vaya a ser que...
―Que no se acabe el mundo y todo siga como hasta ahora, ¿no?
―Ya, pero ¿y si se acaba? Voy a llamar a tus tías ahora mismo y a pedir hora en la peluquería.
―¿Te vas a hacer la permanente para llegar guapa al otro lado? Anda que vaya cosas tienes...
―Bueno, si no se acaba al menos ya estoy arreglada para el fin de semana.
La conversación entraba ya en un absurdo bucle. Acabé el tazón de cereales y me levanté sin mediar palabra.
―¿Te vas a ir sin despedirte? ―Mi madre empezó a sollozar de una forma casi teatral.
―Pero mamá...
―Ni mamá ni leches, ¿y si realmente se acaba el mundo? No volveré a verte.
―¿No estarás esta tarde?
―No, he quedado para ir a tomar algo con mis amigas. Vamos a darnos un homenaje, por si acaso.
Me acerqué para darle el beso de costumbre, ella se abrazó a mí desesperada, diciendo lo mucho que me quería. «Vale mamá, yo también te quiero. Nos vemos mañana», y lanzándole un beso desde la puerta zanjé la conversación.
De camino al trabajo me sorprendió el poco tráfico a pesar de ser hora punta. Los comercios estaban atestados, la gente hacía cola para entrar en las tiendas de comestibles y salían cargados de bolsas. Me detuve en un semáforo; cruzó un grupo de chavales con litrona en mano, agarrados del hombro y coreando al unísono una canción de Extremoduro. Al otro lado, en el parque, las parejas ocupaban los bancos entregándose al amor; solo reconocí a un usuario habitual: el hombre que daba de comer a las palomas ocupaba el asiento de siempre, pero esta vez desmenuzaba el pan con otra cara, con una amplia sonrisa. A la entrada de los colegios apenas había niños y las pocas madres que acompañaban a sus pequeños, les abrazaban y besaban sin dejar de llorar; la cara de estos era todo un poema, a saber qué pensarían que les esperaba hoy en clase.
Cuando llegué al parking no tuve problema para dejar el coche. «No me puedo creer que la gente se haya creído lo del fin del mundo. Estoy convencido de que es una campaña de marketing para fomentar el consumo y que la gente se olvide de las preocupaciones mundanas». En el departamento apenas estábamos una decena; la excusa del día: «Enfermedad», más bien lo llamaría «miedo», pero dudo que esté reflejado en el convenio.
La jornada se hizo larga y aburrida. Me tocó hacer todo el trabajo de los ausentes y eso me retuvo hasta tarde. Cuando al fin terminé, apagué el ordenador y me acerqué a la máquina de café para tomar algo antes de irme. Como no había nadie, aproveché y me encendí un cigarro. «Si este es el último pito de mi vida, al menos me lo fumo tranquilo», pensé.
―Disculpa, aquí no se puede fumar ―afirmó la recepcionista que había subido al descansillo con la misma intención pues, aunque trató de ocultar el paquete de Fortuna, el mechero lo llevaba a la vista.
―No hay nadie más. Si me guardas el secreto, yo guardaré el tuyo ―dije mientras le ofrecía un cigarro.
―¿Crees que se acabará el mundo? ―preguntó mientras le daba la primera calada.
Me eché a reír. «¿Acaso importa?». Y sin mediar palabra, se abalanzó sobre mí y empezó a besarme. Hicimos el amor en la escalera, algo frío para mi gusto e incómodo para el suyo. Cuando acabamos, ella se vistió deprisa y ambos compartimos mi último cigarro.
―Pase lo que pase, si le cuentas esto a alguien, le diré al jefe de personal que te pillé fumando en el edificio ―sentenció amenazante.
Mi madre llevaba razón, debería dejarme de rollos. Ahora solo espero que el mundo se acabe todos los días.

miércoles, 18 de abril de 2012

Soledad

Convertí el silencio en ruido para no sentirme sola.

Querer

Decía quererme, le creí... Me quiso, no mentía.

Desamor

Bebí los vientos por ti, ahora vomito tormentas.

La mudanza

La luz entraba perezosa a través de los grandes ventanales del salón. Los estantes marcados por el polvo mostraban la huella de la infinidad de recuerdos que ahora dormían apilados en cajas de cartón. Ya no había cortinas que ocultaran secretos, ni alfombras bajo las que esconder la vergüenza. El resto permanecía como el primer día: las baldosas deslucidas en geométrica composición, los cables desnudos colgando del techo y el rodapié vencido bajo el radiador. La casa que había sido tan suya, dejaba de serlo. La sensación de vacío y, a la vez, de alivio se hacía fuerte en el ambiente.
Adela se sentó sobre la maleta aprisionando la colección de novela histórica haciendo que el tiempo se detuviera para cada uno de los tomos. Cuando consiguió cerrarla, oyó un último quejido del Cid que en eco mudo puso fin a toda discusión. Se levantó dolorida, llevaba varias jornadas empaquetando sus cosas, vaciando cajones, haciendo un viaje tras otro trasladando su vida a su nuevo hogar: más pequeño, más alejado de todo, sobre todo de él.
Tardó una hora en bajarlo todo al coche. Con los bultos colocados aprovechando hasta el más mínimo hueco y la llave en el contacto, decidió regresar, sentía que olvidaba algo. Volvió a repasar cada rincón, abrió todos los armarios, recorrió cada pasillo, miró en los baños, en la cocina... Pero no encontró nada. Ya no quedaba rastro de su paso por aquellos años donde apenas recordaba un momento de felicidad. Antes de marcharse escribió sobre la libreta una nota a modo de despedida: «Solo dejo olvidados mis recuerdos».

sábado, 14 de abril de 2012

Pesca nocturna

Escaló hasta la copa del sauce del jardín. Enredó sus llorosas en lianas imperfectas uniéndolas con un nudo marinero. Cuando dejó calvo al árbol, amarró el extremo final a la escalera extensible y, en un último esfuerzo, alargó el brazo hasta tocar la estrella más cercana. Así, saltando de lucero en lucero, rozando el alba, alcanzó la Luna.
Debía volver antes de que sonora el despertador. Corrió hasta hallar la orilla del mar tranquilo y lanzó la caña una y otra vez, pero no encontró a Juanito.
Apremiado por el tiempo, abandonó su búsqueda y decidió volver a casa. Descendió por la llanura, cabizbajo, gris como las piedras, con un único pensamiento... «Mamá debe haberse equivocado, mi pez no descansa aquí».

miércoles, 4 de abril de 2012

Sin título

El ambiente estaba cargado, se podían cortar finas capas del tizne que flotaba en el aire y escribir sobre ellas. La habitación permanecía en penumbra, iluminada únicamente por la luz que provenía de la calle atravesando como espadas los fríos cristales. Las paredes de papel pintado rasgado por los años, los muebles ajados y las cucarachas paseando a sus anchas por el desvencijado salón, envolvían la vida de Adela como un mal regalo de cumpleaños. La mujer, con su bata ajustada cual mortaja, revolvía los cajones buscando exasperada. Delgada hasta la extenuación y los cabellos revueltos flotando en un mar de canas desaliñadas, se afanaba desesperada transformándose sin darse cuenta en la sombra de ella misma. Desnudó sus escasos muebles, vertiendo como sangre espesa su contenido. Vació cada rincón hasta que al fin encontró el tesoro. La caja de cerillas, húmeda y mohosa, que guardaba cuando aún podía pagar el gas de la cocina, custodiaba solo un fósforo arrugado. Lo estiró con un cariño inusitado. Volvió a su silla, la única que conservaba entera, y se sentó tomando aire, controlando su respiración. Se concentró en la cajetilla, agarró firme el cartoncillo y presionando suavemente con su dedo índice inició el largo recorrido hasta lograr el fuego.

lunes, 2 de abril de 2012

El amante

La reunión de trabajo habría terminado antes de lo esperado y Adela debió adelantar el viaje de vuelta. Seguramente le haría ilusión volver pronto a casa y sorprenderme. Imaginaría un cena romántica a la luz de las velas acompañada por un buen vino que diera paso a una noche de pasión. Cuando llegó, debió quitarse los zapatos porque no la oí, iría hacia al despacho donde esperaba encontrarme, pero obviamente no estaba allí. La única luz que había encendida era la del dormitorio. Seguramente oyó la voz de la mujer que me acompañaba y nuestras risas. Al llegar abrió la puerta y nos encontró a ambos desnudos en la cama, ella tumbada boca arriba amarrada al cabecero con unas esposas de terciopelo, y a mí rozando su sexo mientras dibujaba círculos en los pechos femeninos con un plumero rojo pasión. Adela se quedó estupefacta, sin palabras.
―¡Cariño! ―le dije mientras escondía mi vergüenza con la sábana― ¿Cómo has vuelto tan pronto?
Ella no reaccionó, siguió de pie, junto a la puerta. Pasados un par de minutos de espeso silencio, dejó caer los tacones al suelo, se calzó al tacto y se marchó sin mediar palabra. Me levanté corriendo y fui tras ella rogándole que me perdonara. El portazo puso final a mis súplicas. Mi «otra mujer», desde el dormitorio, me pidió a gritos que la soltara o terminara lo que había empezado. Volví al cuarto y cerré la puerta tras de mí.
Durante unos días Adela estuvo en casa de sus padres. No les contó lo que había ocurrido, seguramente no se lo contó a nadie. Después de cientos de llamadas insistiendo en lo muy arrepentido que estaba, decidió darme otra oportunidad y volver. El día de su regreso se mantuvo fría y distante, quitó toda la ropa de la cama y la lavó dos veces.
―Si vuelves a ponerme los cuernos no te perdonaré, no habrá una segunda oportunidad ―me dijo muy seria.
―Te juro por Dios que no volverá a pasar. Adela te quiero, eres la única mujer de mi vida, eres... ―me empeñé en zalamerías mientras me acercaba despacio a ella y la tomaba de la cintura.
―¡Apártate! No se te ocurra tocarme. Hasta que deje de percibir su olor en tu piel no dejaré que me toques. A partir de hoy dormirás en la habitación de invitados.
―¿Hasta cuándo? Cariño, así no arreglaremos las cosas.
―Yo no tengo nada que arreglar, has sido tú el que... Mira, mejor dejamos la conversación. Tengo que preparar un informe para mañana. Tienes la cena en el microondas.
No dijo más. Cogió su portátil y se fue al dormitorio a trabajar. Esa noche no volvimos a cruzaros hasta que a eso de las tres, sin poder conciliar el sueño, me levanté a tomar un vaso de leche. Me encontré a Adela en el pasillo, medio desnuda. No había encendido la luz, el reflejo de la lamparilla de mi dormitorio me permitía verla.
―Cariño, ¿qué haces levantada a estas horas? ―le dije suavemente.
Adela se volvió hacia mí y se acercó presurosa. Me abrazó tomando mi espalda desnuda desde abajo, pegando su cuerpo al mío, rozándome con sinuosidad y me besó con pasión. Sus manos jugaban con mi pelo; levantó su pierna derecha y se amarró a mí hasta sentir mi sexo que se endurecía llevado por su repentino frenesí. Extrañado por la reacción y a la vez excitado, me dejé llevar y al atraerla hacia mí con fuerza Adela reaccionó.
―¿Qué haces, desgraciado? ―me dijo apartándose de un respingo y cerrando la bata.― No quiero que me toques, ¿me oyes?
Se dio media vuelta y volvió a su dormitorio. Me quedé allí sin saber qué decir. «Me está castigando», pensé. En lugar de un vaso de leche decidí darme una ducha fría y consolar mi erección en la intimidad.
Los días siguientes apenas coincidimos. Aunque mis continuos detalles: flores, bombones y alguna nota de amor en el frigorífico, habían hecho que Adela se relajara un poco, mantenía firme la decisión de seguir relegándome al cuarto de invitados. Yo seguía intentando entender lo que había ocurrido la otra noche, no encontraba explicación; me mantenía despierto hasta tarde esperando volver a encontrarme con ella.
A la semana del frustrado encuentro, bien entrada la noche, me desperté de un sobresalto. Se oían ruidos, puertas que se abrían y cerraban y la voz de mi mujer preguntando torpemente una y otra vez: «¿Dónde te escondes?» Salí con prudencia, no pretendía detenerla, solo observarla. La encontré en el dormitorio, con medio cuerpo dentro del armario y la ropa tirada por el suelo. Me oculté tras de la puerta abierta y pregunté casi en un susurro:
―¿A quién buscas?
―A mi amante... ―dijo Adela sin dejar de descolgar sus vestidos del ropero.
Quedé desconcertado. Me acerqué a ella con cuidado y meneé la mano sin tocarla por delante de su cara. «¿Estará dormida?», pensé.
―Adela, ¿qué pensará tu marido? ―pregunté poniéndola a prueba.
―Mi marido duerme en la habitación de invitados.
Aquella respuesta me confirmó lo evidente: era sonámbula, pero no entendía porqué ahora, nunca la había visto actuar así, no sabía que Adela tuviera problemas de sueño. Quizá el estrés o la ansiedad que le había causado descubrir mi «desliz» le habían provocado ese trastorno, pero las causas poco me preocupaban; decidí aprovechar la situación. Me acerqué por detrás y le susurré al oído: «Me has encontrado». Me dirigí hacia la mesilla de noche para bajar la intensidad de la luz de la lamparilla, no quería que me reconociera si se cruzaban nuestras miradas. Antes de volverme, me sorprendió abrazándome desde atrás. Sus manos buscaron mis pezones enredando los dedos con el vello de mi pecho, jugó con ellos mientras su boca rozaba el lóbulo de mi oreja izquierda. Sentía su cuerpo contra el mío, la seda de su escueto camisón deslizarse por mi piel.
―Pensé que no volvería a encontrarte ―dijo apartándose ligeramente de mí.
Ella seguía a mi espalda de mí; no sabía qué hacer, no quería cometer el mismo error, no quería despertarla y la dejé hacer. Extendió su mano derecha por encima de mi hombro y dejó caer sobre la cama su ropa interior. La supe desnuda por eso y porque volvió a unirse a mí. Empezó a besarme desde la nuca hacia abajo. Podía notar sus pechos, sus pezones erguidos y calientes, sus manos esparciendo su saliba por mi piel. Al llegar a la cintura, tiró suavemente hacia abajo de mi pantalón. Me tomó de la cintura obligándome a girarme y a sentarme en la cama. Allí, de rodillas sobre la alfombrilla, tomó mi sexo y lo lamió como nunca lo había hecho. Yo no podía hacer más que aguantar los gemidos, temía que recobrara el sentido de la realidad. Mi excitación llegó a su culmen, no pude reprimirme y acabé vertiéndome sobre ella.
Me dejé caer sobre el colchón, no podía mirarla, si hubiera despertado en ese momento me habría echado tal cual de su vida, pero no fue así. Antes de que pudiera recuperar el aliento, se tumbó a mi lado, mezclaba sus fuidos con el mío recorriendo su fisonomía en una interminable caricia. Aquello me hizo despertar de nuevo. Me volví hacia ella a sabiendas de que aquel gesto podría acabar con ese sueño, pero ella seguía inmersa en el desconocimiento.
―Ámame, bésame, hazme tuya― decía con palabras entrecortadas.
Me besó con delirio recorriendo mi cuerpo con manos ansiosas. Se tendió de nuevo abriéndome la puerta a su sexo, invitando a su «amante» a tomarla mientras misutaba deseos que jamás había confesado. Estaba encantado de descubrir el otro yo de mi esposa, siempre tan recatada en las formas y cuidada en sus expresiones.
―Vamos, hazme tuya ―decía mientras colocaba mis manos sobre su sexo y las apretaba con fuerza― Clávame tu lanza, aprisióname.
Adela lanzaba sus peticiones mientras volvía a recorrerme entre besos y caricias.
Aquella noche hicimos el amor como hacía mucho tiempo. Cuando acabamos la dejé durmiendo en la cama y volví a mi cuarto. Al día siguiente no supe bien qué hacer, preferí esperar a ver cómo reaccionaba ella. Durante el desayuno apenas cruzamos unas palabras, rehuía mi mirada y se sonrojoba si nos rozábamos aunque solo fueran las manos.
―Adela, ¿te pasa algo? Me preocupas.
―Sigo notando el olor de esa mujer en tu piel.
―Cariño, te juro que no he vuelto a estar con ella ―le dije mientras me acercaba la camiseta a la nariz; el único olor que emanaba era el de Adela, pero cómo explicárselo― ¿No tienes nada que contarme?
Aquella pregunta incomodó a mi mujer. Quería que confesara sus sueños, su propio «desliz», que admitiera que ese otro yo me deseaba, pero lo único que conseguí de ella fue se alejara de mi lado. Jamás supo que el aroma que desprendía mi cuerpo era el suyo; jamás volví a gozarla como marido.