domingo, 31 de octubre de 2010

Como la noche

Se apaga su vida al mismo ritmo que el atardecer se impone.
Llegará como la noche, esperada, oscura y silenciosa.
Aguardamos el momento entre llantos y miradas huidizas,
sin querer reconocer que llega su final.
Tememos la hora en que todo termine,
en que su reloj se detenga y retrase los nuestros por un instante
el tiempo necesario para ajustar de nuevo las agujas.
Y la muerte, en su decisión irrevocable,
se lo llevará al fin sin miedo, sin dolor.
Quedaremos velando su cuerpo, recordando su memoria
a pesar de los pesares.

martes, 19 de octubre de 2010

La decisión de la parca

Dejamos la inocencia a un lado para cubrir nuestros corazones de tristeza y bajamos la mirada hasta clavarnos la barbilla en el pecho con tal de no mirarla.
Apagamos las luces de la casa mientras la muerte siguiera rondando para evitar llamar su atención, si tenía que llevarse a alguien, que solo se llevara a uno, pero ¿cómo decidir a cuál?
Optamos por echarlo a suertes, pero el destino quiso que todos eligiéramos el mismo número.
Razonamos por experiencias y edad, pero todos queríamos seguir aprendiendo.
Debatimos largo rato sobre los motivos de la supervivencia, pero de nada sirvió; la muerte ya había tomado una decisión.
Resumiendo, solo perdimos un tiempo precioso discutiendo por un veredicto que no estaba en nuestras manos, en lugar de disfrutar de la compañía cada uno de nosotros.
La muerte nos llevo a todos por idiotas.

449

«Morí por la Belleza y me acababan
de ajustar a la Tumba
cuando Alguien que murió por la Verdad
fue recluido en la habitación de al lado.

Preguntó suavemente «¿Por qué has muerto?»
«Por la Belleza», dije
«Y yo por la Verdad ―Ambas son Una ―
Hermanos somos, pues», me contestó.
.
Y así, como Parientes que una Noche se encuentran
hablamos entre dos Habitaciones
hasta que el Musgo nos alcanzó los labios
y nos cubrió los nombres.»

Poemas a la Muerte, Emily Dickinson
Traducción de Rubén Martín

martes, 5 de octubre de 2010

II. Veranos de plaza y bocadillo de tortilla

Nos trasladamos a vivir al Pasaje, justo en frente de mi abuela Gloria.
Supongo que esta «memoria selectiva» de la que vengo haciendo gala ya algún tiempo se ha quedado solo con lo que realmente importa, con lo que aportó algo a mi vida.
Aquellos años de esa infancia «retardada» que para mí duró hasta los 16 quedó marcada para siempre por los veranos de plaza y los bocadillos de tortilla. No recuerdo ni las penalidades ni las carencias que entristecen a mi madre al recordarlas, solo me vienen a la mente 3 cosas: los juegos de plaza, mi abuela y el fin de mi infancia.
Los juegos de plaza, cuando era una plaza con setos, rosales y laurel; con árboles frondosos de los que siempre recogíamos algún gorrión de vuelo precoz, o de los que emergían auténticos batallones de caracoles tras la lluvia... Aquella plaza llena de padres y niños, de grupos de jóvenes, donde a mi entender cabíamos todos, aquel era el lugar más estupendo del mundo (os recuerdo que solo tenía 8 ó 9 años). Pasábamos los veranos jugando hasta que iban a buscarnos, organizando a todos los chavales que allí había. A veces éramos pocos, entonces tocaba escondite; pero en ocasiones llegamos a juntarnos más de 20, entonces tocaba pañuelo. Y entre carrera y carrera: bocadillo de tortilla. Recuerda madre: a mí con ajito picado :-)
Y mi abuela, falleció hace ya 7 años y todavía sigue muy presente. Hay quien dice que era como una abuela de cuento. Era tan dulce al hablar y sus manos pequeñas, tan suaves. Tan rítmicos sus andares y ese tang que nos preparaba en las visitas me estaba más rico cuando lo hacía ella.
Lo mejor, lo que aún rememoro cada vez que paso por delante de la ventana de su comedor era en esas noches de juegos en las que, a modo de tregua, nos íbamos todo el chiquillerío a su ventana y la llamábamos a voces: «abueli, abueli». Ella, casi de puntillas, se asomaba y nos dedicaba una de esas sonrisas que tanto alimentan, y nos echaba caramelos y bolillas de anís...
Tengo muchos, muchísimos recuerdos de ella, y la añoro mucho. No conocí a ninguno de mis abuelos, y a mi abuela paterna apenas la recuerdo. Ella, la Gloria «al Padre» fue una de las personas más importantes de mi vida, me siento orgullosa de todos sus logros y siempre será para mí un ejemplo a imitar en lo que a la iniciativa se refiere. Os podría contar mil cosas de ella y no solo desde el punto de vista del amor de una nieta, sino desde la admiración a una persona que crió sola a 7 hijos y sacó estudios por el placer de formarse.
Bueno, que me voy del tema...
Y el último recuerdo de aquella etapa, el que deja ese sabor amargo donde pierdes la inocencia de creerte querida. Mi hermana Marieta, para el que no lo sepa es una artista increíble, desde bien pequeña dio muestras de su don así que se apuntó a pintura. Supongo que ese fue el inicio de su autodestrucción como artista y el mío como la «oveja negra de la familia».
Una tarde, estando en Herencia de paseo con mi padre, se acercó un señor y le preguntó cuál de las dos era la pintora; mi padre señaló a Marieta, y el otro, muy educado, volvió a preguntar. «Y la otra, ¿qué sabe hacer?», a lo que mi padre respondió un despectivo «Nada». Nunca hubiera pensado que una palabra tan insignificante, solo 4 letras pudieran atravesar como cuchillos, hacer ese daño tan profundo. Aquel «nada» quedó grabado a fuego para siempre en mi recuerdo. Ojalá mi «memoria selectiva» fuera algo más eficaz y borrara todo lo que duele, aunque supongo que siempre deja la muestra para recordarnos porqué somos como somos.
Hasta los 14 años siempre deseé haber nacido chico. Me vestía y me comportaba como tal porque veía más atención de mi padre hacia mis hermanos varones que hacia nosotras, bueno, hacía a mí que no sabía hacer nada porque ya estaba mi hermana cargada de talento. Os juro que lo adoraba, lo quería con toda mi alma. Siempre estaba dispuesta a irme con él, lo admiraba porque todo el que pasaba a su lado tenía una palabra amable, debía ser una bellísima persona. Debía.
Mi decepción fue enorme, es enorme.
Ahí se acabó mi infancia. Se rompió el lazo de cariño que le había lanzado, que mantenía unida nuestra relación padre-hija.
Ahí empecé a ser yo misma, todavía con la lengua sin partir en dos, sin sacar el sarcasmo (supongo que aún no sabía ni lo que era eso). Creo, pienso, que fue entonces cuando empecé a hacer lo que me venía en gana, lo que me apetecía porque no veía que nadie se preocupara por mí.
Obviamente sé que no es así.

Qué le importa a los demás lo que lleve a mis espaldas

―¿Te has fijado en esa chica? La que llevaba el pañuelo atado en el bolso.
―Sí, iba cargada de melancolía.
―¡Qué mirada! ¡Qué andar tan pesado tenía!
―Da la sensación de que portara una gran carga.
―Ha dejado un reguero de tristeza a su paso, ten cuidado no vayas a pisarlo y te escurras.
―No bromees así, se la veía tan...
―Tan muerta.