miércoles, 21 de noviembre de 2012

La bata de seda

Antes de abrir la puerta del dormitorio percibí la mezcla de sudor y semen. Lo supe. Dudé si continuar, pero mi cuerpo ya estaba dentro. Sobre la cama yacían mi marido y su amante. El joven imberbe tomaba su cadera con ambas manos y se lanzaba sobre él con ímpetu. El gritito que dejé escapar no desconcentró a la pareja, pero llamó la atención del muchacho. Sin dejar su tarea, me miró con media sonrisa invitándome a participar del momento. Mi respiración se agitó al mismo ritmo que sus embestidas iniciando una lucha interna entre mi lascivia y mi vergüenza. En ese instante, vino a mi memoria el día en que mi madre y yo descubrimos a mi padre follándose a la doncella sobre la mesa de la cocina. Aún era pequeña para entender lo que pasaba. Ella no hizo nada, ni parpadeó, solo agarró mi mano con fuerza y me dijo al oído: «Jamás permitas algo así». Desperté del recuerdo cuando el tomador gimió escandalosamente. Eyaculó sobre las sábanas bordadas y le odié todavía más. Salí de la habitación sin prisa. Las palabras de mi madre resonaban por el pasillo mientras me dirigía a la cocina. Me preparé un café y esperé, no sé exactamente qué. El amante apareció envuelto en mi bata de seda. «Dime por qué». Él se colocó a mi espalda y rozó mi falda con su sexo. «Mejor pregúntate por dónde». Tomó mi taza y volvió al dormitorio.

A los pocos días casi todo había vuelto a la normalidad. Las sábanas volvían a lucir sus bordados inmaculados y la habitación había recuperado el olor a matrimonio tradicional. Pero nosotros ya no éramos los mismos. Volvimos a compartir la mesa y la cama, pero apenas nos rozábamos. No cruzábamos palabra. Había decidido castigarlo con indiferencia mientras decidía qué hacer con mi vida. Seguía queriéndole, pero estaba confundida. Realmente lo deseaba, o quizá quería desearlo con la misma intensidad con la que su amante lo tomó. Habían pasado muchos años. La rutina, el cansancio y los años habían hecho mella en nuestra relación. Estaba convencida de que cuando nuestra hija se independizara, todo volvería a ser como antes. No fue así, nos distanciamos aún más. Justificaba su desliz a la vez que trataba de odiarlo, pero no podía. Pensaba constantemente en la ocasión en que mi jefe me abordó en su despacho y desabrochó mi blusa mientras me besaba profusamente. Repasaba aquel momento arrepintiéndome de haberle rechazado. Ahora deseaba haber sido yo quien le engañara con otro.

Otra vez las dudas. «Él no me ha engañado con una mujer, sino con un hombre». ¿Acaso no fui capaz de darle lo que necesitaba? ¿Se habría cansado de mí? Para cualquier otra sería causa más que suficiente para terminar con la relación. Recordé a mi madre y su petición, pero yo no era ella, no era cualquier mujer. Y luego estaba él, el amante y su conclusión: «Pregúntate por dónde». Le daba vueltas a estas y a otras muchas ideas. Jamás podré admitir una homosexualidad latente, si acaso bisexualidad. ¿Lo habría hecho antes? ¿Con cuántos más? Me di cuenta de que mi indiferencia era más mi castigo. Empecé a necesitar hablar con él, que me aclarara las razones, pero me avergonzaba el mero hecho de plantearle la conversación. Después de mucho pensarlo, opté por convertirme en lo que él deseaba.

A la tarde siguiente pedí hora en el salón de belleza. «Córtame el pelo bien corto, a lo chico, pero con gracia». La peluquera me miró con extrañeza y comenzó a cortar. Lloré mientras veía caer mechón a mechón la melena que había cuidado durante tanto tiempo. Cuando terminó, me ofreció un espejo. «Sigo siendo yo, sigo siendo yo».

Al salir me dirigí a la calle Montera. Nadie me había recomendado la tienda, la busqué por internet. En la esquina anterior saqué las gafas de sol y me escondí tras ellas; me avergonzaba lo que pudieran pensar de mí. Nadie me miró, nadie se dio cuenta. Entré en el sexshop. Simulando seguridad, pedí un pene con arnés. Sabía perfectamente lo que quería. El dependiente me enseñó varios modelos. Me explicaba al detalle todas ventajas de composición y diseño mientras la gente entraba y salía sin prestar atención. Cuando sacó el producto que elegí con la excusa de hacer una demostración de uso, empecé a sudar. «No hace falta, gracias». El hombre se dio cuenta y sin añadir más, volvió a guardar el aparato en su caja cuidadosamente. «¿Quiere que se lo envuelva para regalo?». Adiviné la ironía y sonreí negando con la cabeza. «El lubricante se lo regalo». Pagué en efectivo y me marché a toda prisa.

Llegué a casa antes que mi marido. Preparé el baño y esparcí en el fondo sus sales favoritas. Con cuidado, rasuré todo el vello de mi cuerpo. Al terminar, vendé mi pecho comprimiendo las tetas todo lo posible. Me miré al espejo. «Sigo siendo yo, sigo siendo yo...». Fui al dormitorio y abrí la cama. Saqué la compra de la bolsa del sexshop. Dejé el lubricante sobre la mesilla y desembalé el pene con mimo. Me coloqué el arnés siguiendo las instrucciones. Al acabar, metí la caja en la bolsa y la escondí dentro del armario. Justo en ese instante oí la puerta. Finalmente, tomé la bata de seda y me dirigí hacia donde él estaba. Apoyado sobre la barra de la cocina, justo en el mismo sitio donde me abordó su amante, removía la cucharilla de su café. Me coloqué a su espalda y le susurré al oído: «¿Por dónde?»

martes, 6 de noviembre de 2012

Escapar

Blanco, solo blanco. Enjugué mis ojos y traté de enfocar, pero mi miopía no daba para más. Blanco intenso. Levanté la mirada. En el techo, una rejilla negra atrapaba todos los lamentos dejándome a merced de un silencio rancio. ¿Dónde estoy?
No podía moverme. El frío me atrapaba las muñecas. Mi boca no respondía. Tragué saliva e intenté gritar de nuevo, para nada. Blanco, solo blanco.
¿Sería acaso el cielo, el infierno?
Adiviné las paredes junto a la puerta que chillaba cada vez que se abría y cerraba. Y después de esa, quizá otras, y pasillos sin indicaciones... y más blanco. Imaginé una salida.
«¿Necesita algo?». Escapar.