Antes de abrir la
puerta del dormitorio percibí la mezcla de sudor y semen. Lo supe.
Dudé si continuar, pero mi cuerpo ya estaba dentro. Sobre la cama
yacían mi marido y su amante. El joven imberbe tomaba su cadera con
ambas manos y se lanzaba sobre él con ímpetu. El gritito que dejé
escapar no desconcentró a la pareja, pero llamó la atención del
muchacho. Sin dejar su tarea, me miró con media sonrisa invitándome
a participar del momento. Mi respiración se agitó al mismo ritmo
que sus embestidas iniciando una lucha interna entre mi lascivia y mi
vergüenza. En ese instante, vino a mi memoria el día en que mi
madre y yo descubrimos a mi padre follándose a la doncella sobre la
mesa de la cocina. Aún era pequeña para entender lo que pasaba.
Ella no hizo nada, ni parpadeó, solo agarró mi mano con fuerza y me
dijo al oído: «Jamás permitas algo así». Desperté del recuerdo
cuando el tomador gimió escandalosamente. Eyaculó sobre las sábanas
bordadas y le odié todavía más. Salí de la habitación sin prisa.
Las palabras de mi madre resonaban por el pasillo mientras me dirigía
a la cocina. Me preparé un café y esperé, no sé exactamente qué.
El amante apareció envuelto en mi bata de seda. «Dime por qué».
Él se colocó a mi espalda y rozó mi falda con su sexo. «Mejor
pregúntate por dónde». Tomó mi taza y volvió al dormitorio.
A los pocos días casi
todo había vuelto a la normalidad. Las sábanas volvían a lucir sus
bordados inmaculados y la habitación había recuperado el olor a
matrimonio tradicional. Pero nosotros ya no éramos los mismos.
Volvimos a compartir la mesa y la cama, pero apenas nos rozábamos.
No cruzábamos palabra. Había decidido castigarlo con indiferencia
mientras decidía qué hacer con mi vida. Seguía queriéndole, pero
estaba confundida. Realmente lo deseaba, o quizá quería desearlo
con la misma intensidad con la que su amante lo tomó. Habían pasado
muchos años. La rutina, el cansancio y los años habían hecho mella
en nuestra relación. Estaba convencida de que cuando nuestra hija se
independizara, todo volvería a ser como antes. No fue así, nos
distanciamos aún más. Justificaba su desliz a la vez que trataba de
odiarlo, pero no podía. Pensaba constantemente en la ocasión en que
mi jefe me abordó en su despacho y desabrochó mi blusa mientras me
besaba profusamente. Repasaba aquel momento arrepintiéndome de
haberle rechazado. Ahora deseaba haber sido yo quien le engañara con
otro.
Otra vez las dudas.
«Él no me ha engañado con una mujer, sino con un hombre». ¿Acaso
no fui capaz de darle lo que necesitaba? ¿Se habría cansado de mí?
Para cualquier otra sería causa más que suficiente para terminar
con la relación. Recordé a mi madre y su petición, pero yo no era
ella, no era cualquier mujer. Y luego estaba él, el amante y su
conclusión: «Pregúntate por dónde». Le daba vueltas a estas y a
otras muchas ideas. Jamás podré admitir una homosexualidad latente,
si acaso bisexualidad. ¿Lo habría hecho antes? ¿Con cuántos más?
Me di cuenta de que mi indiferencia era más mi castigo. Empecé a
necesitar hablar con él, que me aclarara las razones, pero me
avergonzaba el mero hecho de plantearle la conversación. Después de
mucho pensarlo, opté por convertirme en lo que él deseaba.
A la tarde siguiente
pedí hora en el salón de belleza. «Córtame el pelo bien corto, a
lo chico, pero con gracia». La peluquera me miró con extrañeza y
comenzó a cortar. Lloré mientras veía caer mechón a mechón la
melena que había cuidado durante tanto tiempo. Cuando terminó, me
ofreció un espejo. «Sigo siendo yo, sigo siendo yo».
Al salir me dirigí a
la calle Montera. Nadie me había recomendado la tienda, la busqué
por internet. En la esquina anterior saqué las gafas de sol y me
escondí tras ellas; me avergonzaba lo que pudieran pensar de mí.
Nadie me miró, nadie se dio cuenta. Entré en el sexshop. Simulando
seguridad, pedí un pene con arnés. Sabía perfectamente lo que
quería. El dependiente me enseñó varios modelos. Me explicaba al
detalle todas ventajas de composición y diseño mientras la gente
entraba y salía sin prestar atención. Cuando sacó el producto que
elegí con la excusa de hacer una demostración de uso, empecé a
sudar. «No hace falta, gracias». El hombre se dio cuenta y sin
añadir más, volvió a guardar el aparato en su caja cuidadosamente.
«¿Quiere que se lo envuelva para regalo?». Adiviné la ironía y
sonreí negando con la cabeza. «El lubricante se lo regalo». Pagué
en efectivo y me marché a toda prisa.
Llegué a casa antes
que mi marido. Preparé el baño y esparcí en el fondo sus sales
favoritas. Con cuidado, rasuré todo el vello de mi cuerpo. Al
terminar, vendé mi pecho comprimiendo las tetas todo lo posible. Me
miré al espejo. «Sigo siendo yo, sigo siendo yo...». Fui al
dormitorio y abrí la cama. Saqué la compra de la bolsa del sexshop.
Dejé el lubricante sobre la mesilla y desembalé el pene con mimo.
Me coloqué el arnés siguiendo las instrucciones. Al acabar, metí
la caja en la bolsa y la escondí dentro del armario. Justo en ese
instante oí la puerta. Finalmente, tomé la bata de seda y me dirigí
hacia donde él estaba. Apoyado sobre la barra de la cocina, justo en
el mismo sitio donde me abordó su amante, removía la cucharilla de
su café. Me coloqué a su espalda y le susurré al oído: «¿Por
dónde?»
Un rincón para la palabra, el silencio, para todo aquello que nunca nos dijimos...
miércoles, 21 de noviembre de 2012
martes, 6 de noviembre de 2012
Escapar
Publicado por
Arioleta
Blanco, solo blanco. Enjugué mis ojos y traté de enfocar, pero mi miopía no daba para más. Blanco intenso. Levanté la mirada. En el techo, una rejilla negra atrapaba todos los lamentos dejándome a merced de un silencio rancio. ¿Dónde estoy?
No podía moverme. El frío me atrapaba las muñecas. Mi boca no respondía. Tragué saliva e intenté gritar de nuevo, para nada. Blanco, solo blanco.
¿Sería acaso el cielo, el infierno?
Adiviné las paredes junto a la puerta que chillaba cada vez que se abría y cerraba. Y después de esa, quizá otras, y pasillos sin indicaciones... y más blanco. Imaginé una salida.
«¿Necesita algo?». Escapar.
No podía moverme. El frío me atrapaba las muñecas. Mi boca no respondía. Tragué saliva e intenté gritar de nuevo, para nada. Blanco, solo blanco.
¿Sería acaso el cielo, el infierno?
Adiviné las paredes junto a la puerta que chillaba cada vez que se abría y cerraba. Y después de esa, quizá otras, y pasillos sin indicaciones... y más blanco. Imaginé una salida.
«¿Necesita algo?». Escapar.
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