jueves, 20 de diciembre de 2012

Defectos

La mayoría de los hombres son perversos, por desgracia yo no le llego ni a la punta del zapato.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

La silla de ruedas

Oí a la muchacha llamando a su perra, sabía que estaban cerca. «Muy bien Lola, junto». Se aproximaba hasta a nosotros, podía oír sus pasos y al animal jadeando detrás de ella, exhausta tras la carrera. Al llegar a nuestra a altura insistió, como tantas otras veces, en el saludo educado con una sonrisa inocente: «Buenos días». Esta vez le respondí, su insistencia lo merecía. Nos adelantó unos metros y al llegar al borde de la acera, ordenó a Lola que se sentara; la perra obedeció y se quedó mirándola, esperando una recompensa. No pude contener la risa, me recordó los tiempos en los que iba de caza de con mi padre y, a su silbido, todos los podencos corrían hacia nosotros, quedándose inmóviles, esperando, como ella, algo que echarse a la boca. La muchacha se volvió y me sonrió; no podía saber lo que pasaba por mi cabeza, pero parecía satisfecha del resultado de su orden. Mi sonrisa era su recompensa.
Aproveché su siguiente mandato: «Cruza», para pedirle a Sara que tomara el andador y se incorporara. No me hizo caso, siempre la excusa del cansancio. «Cariño, haz un esfuerzo», le insistí. Miró hacia el otro lado despreciando mis palabras. Detestaba esa actitud. «¡He dicho que te levantes de una maldita vez!». Mis palabras resonaron por todo el paseo. La muchacha, ya en la otra acera, se volvió sorprendida. Sara se levantó rechinando los dientes. Retiré la silla y me senté, necesitaba meditar un segundo. «Camina, solo unos pasos», le dije. Avanzó con dificultad, esbozando maldiciones en cada movimiento. Y la odié, tanto como cada día a esta misma hora, en este mismo lugar.
La mirada de la chica, aún fija en mí, denotaba cierta inquietud. Su prudencia la mantenía alejada. Le puso la correa al animal y antes de seguir su camino, me miró y parpadeó despacio. No me gustó aquel gesto, detestaba inspirar lástima. La rabia en mis manos arrancó la carrera de las ruedas y me dirigí como un loco hacia la carretera. No miré. El sonido del claxon, los gritos de mi mujer y los insultos del conductor que había reaccionado a tiempo hicieron levantar el vuelo de las pocas perdices del descampado que Lola había dejado en paz. Desde el otro extremo de la calle, la muchacha me miraba sorprendida y Sara insistía en que volviera a su lado: «Vuelve, no aguanto más tiempo de pie».

miércoles, 5 de diciembre de 2012

El jardín secreto

Las dos pequeñas hurgaban bajo la capa de pintura que se levantaba hacia la mitad de la escalera. Eli arrancaba los pétalos de una de las margarita que acababan de descubrir. Las risas parecían disipar la tristeza del manto gris que lo cubría todo. Entre el último «me quiere, no me quiere», la abuela apareció clavando su bastón en el suelo con severidad. El golpe resonó por todos los rincones, hasta la virgen de la Merced se encogió de hombros. Silencio, solo el eco que se extendía como un alud descontrolado.
–¿Qué hacéis ahí? ¡Responded ahora mismo! –gritó Caridad.
Las niñas no dijeron nada, se quedaron atrapadas por el miedo, uniendo sus manos para protegerse. La abuela insistió con más dureza. Los escalones se congelaban a medida que su voz ascendía por la escalera.
–¿Os he dicho que qué hacéis ahí? ¿Acaso no tenéis lengua? ¿No os ha enseñado vuestra madre a obedecer? ¡Responded ahora mismo, he dicho!
–No... Nosotras sólo jugábamos con las flores.
–¡Qué flores ni qué ocho cuartos! Bajad aquí ahora mismo, os voy a dar un buen azote por estropear la pintura.
María no lo pensó dos veces, salió corriendo hacia arriba buscando la protección de su madre. No controló su impulsó y Eli, aún amarrada a su ramo de margaritas, perdió el equilibrio y cayó escaleras abajo. Según descendía, su pequeño cuerpo iba envolviéndose del polvo mortecino. Caridad, que hasta entonces no había movido ni un músculo de su cuerpo, echó mano de su rosario y empezó a rezar. De nuevo el silencio. La quietud dio paso al desasosiego. María empezó a chillar. La abuela esperó a terminar su plegaria. Eli no se movía. La madre apareció en el piso de arriba y al ver a su pequeña inerte, corrió escaleras abajo.
–¡Caridad, haga algo por Dios! Salga a pedir ayuda –dijo mientras cogía a su hija entre sus brazos y la mecía.
La abuela soltó el bastón y se dirigió al despacho. Repasó una vez más la caja de puros. «No ha pasado nada, no ha pasado nada...», decía mientras sobre su mejilla derramaba una única lágrima.

La abuela

Cada vez que Caridad entraba en la casa hasta las ratas contenían el aliento. Cerraba de un portazo para avisar de su llegada. El ritual de costumbre: sacar su viejo rosario y rezar ante la imagen de la patrona una de las mil plegarias que se sabía. Lo hacía en voz baja, con cierta musicalidad, y sin levantar la mirada del suelo. Al acabar, se persignaba a toda velocidad y volvía a guardar el rosario en un bolsillo interior de su uniforme de luto. Después se dirigía al despacho y tomaba el bastón de su difunto marido a modo de báculo. No le hacía falta para caminar, a pesar de su avanzada edad mantenía su físico tan rígido como su carácter; solo era la señal de que la que mandaba allí era ella. Antes de salir de la habitación, abría la caja de Cohibas que había en la esquina de la mesa de oficina y repasaba el número de puros para asegurarse de que nadie había tocado donde no debía. Guardaba los puros que un antiguo socio le regaló a su marido Rafael como si fueran un tesoro, pero el abuelo nuncó llegó a fumarse ninguno.

La casa

La casa vieja y destartalada era una cicatriz en el calle principal de Herencia. La herida, siempre abierta, permanecía en el interior. La autoridad con la que la abuela gobernaba la casa y a todos sus habitantes se hacía patente en cada rincón. «Austeridad» era su palabra favorita. No había adornos ni cuadros colgados, ni siquiera fotografías o retratos. Un manto grisáceo lo cubría todo, el polvo era el único ornamento. Jamás se cambió nada desde que se abrieron sus puertas y se cerraron sus ventanas, los muebles comidos por la carcoma pedían auxilio a gritos, la anea de las sillas descubría sus hojas secas como venas muertas, no había calefacción ni agua corriente. Se respiraba frío de forma constante, quien entraba a la casa no volvía a ser el mismo. Un detalle escapaba a la mirada severa de la matriarca: el papel pintado que en el algún momento lució en las paredes intentaba escapar a imperfectas manos de pintura. Las pequeñas florecillas impresas, muchas marchitas, asomaban tímidamente invitándome cada vez que bajaba las escaleras a descubrir el jardín oculto.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

La bata de seda

Antes de abrir la puerta del dormitorio percibí la mezcla de sudor y semen. Lo supe. Dudé si continuar, pero mi cuerpo ya estaba dentro. Sobre la cama yacían mi marido y su amante. El joven imberbe tomaba su cadera con ambas manos y se lanzaba sobre él con ímpetu. El gritito que dejé escapar no desconcentró a la pareja, pero llamó la atención del muchacho. Sin dejar su tarea, me miró con media sonrisa invitándome a participar del momento. Mi respiración se agitó al mismo ritmo que sus embestidas iniciando una lucha interna entre mi lascivia y mi vergüenza. En ese instante, vino a mi memoria el día en que mi madre y yo descubrimos a mi padre follándose a la doncella sobre la mesa de la cocina. Aún era pequeña para entender lo que pasaba. Ella no hizo nada, ni parpadeó, solo agarró mi mano con fuerza y me dijo al oído: «Jamás permitas algo así». Desperté del recuerdo cuando el tomador gimió escandalosamente. Eyaculó sobre las sábanas bordadas y le odié todavía más. Salí de la habitación sin prisa. Las palabras de mi madre resonaban por el pasillo mientras me dirigía a la cocina. Me preparé un café y esperé, no sé exactamente qué. El amante apareció envuelto en mi bata de seda. «Dime por qué». Él se colocó a mi espalda y rozó mi falda con su sexo. «Mejor pregúntate por dónde». Tomó mi taza y volvió al dormitorio.

A los pocos días casi todo había vuelto a la normalidad. Las sábanas volvían a lucir sus bordados inmaculados y la habitación había recuperado el olor a matrimonio tradicional. Pero nosotros ya no éramos los mismos. Volvimos a compartir la mesa y la cama, pero apenas nos rozábamos. No cruzábamos palabra. Había decidido castigarlo con indiferencia mientras decidía qué hacer con mi vida. Seguía queriéndole, pero estaba confundida. Realmente lo deseaba, o quizá quería desearlo con la misma intensidad con la que su amante lo tomó. Habían pasado muchos años. La rutina, el cansancio y los años habían hecho mella en nuestra relación. Estaba convencida de que cuando nuestra hija se independizara, todo volvería a ser como antes. No fue así, nos distanciamos aún más. Justificaba su desliz a la vez que trataba de odiarlo, pero no podía. Pensaba constantemente en la ocasión en que mi jefe me abordó en su despacho y desabrochó mi blusa mientras me besaba profusamente. Repasaba aquel momento arrepintiéndome de haberle rechazado. Ahora deseaba haber sido yo quien le engañara con otro.

Otra vez las dudas. «Él no me ha engañado con una mujer, sino con un hombre». ¿Acaso no fui capaz de darle lo que necesitaba? ¿Se habría cansado de mí? Para cualquier otra sería causa más que suficiente para terminar con la relación. Recordé a mi madre y su petición, pero yo no era ella, no era cualquier mujer. Y luego estaba él, el amante y su conclusión: «Pregúntate por dónde». Le daba vueltas a estas y a otras muchas ideas. Jamás podré admitir una homosexualidad latente, si acaso bisexualidad. ¿Lo habría hecho antes? ¿Con cuántos más? Me di cuenta de que mi indiferencia era más mi castigo. Empecé a necesitar hablar con él, que me aclarara las razones, pero me avergonzaba el mero hecho de plantearle la conversación. Después de mucho pensarlo, opté por convertirme en lo que él deseaba.

A la tarde siguiente pedí hora en el salón de belleza. «Córtame el pelo bien corto, a lo chico, pero con gracia». La peluquera me miró con extrañeza y comenzó a cortar. Lloré mientras veía caer mechón a mechón la melena que había cuidado durante tanto tiempo. Cuando terminó, me ofreció un espejo. «Sigo siendo yo, sigo siendo yo».

Al salir me dirigí a la calle Montera. Nadie me había recomendado la tienda, la busqué por internet. En la esquina anterior saqué las gafas de sol y me escondí tras ellas; me avergonzaba lo que pudieran pensar de mí. Nadie me miró, nadie se dio cuenta. Entré en el sexshop. Simulando seguridad, pedí un pene con arnés. Sabía perfectamente lo que quería. El dependiente me enseñó varios modelos. Me explicaba al detalle todas ventajas de composición y diseño mientras la gente entraba y salía sin prestar atención. Cuando sacó el producto que elegí con la excusa de hacer una demostración de uso, empecé a sudar. «No hace falta, gracias». El hombre se dio cuenta y sin añadir más, volvió a guardar el aparato en su caja cuidadosamente. «¿Quiere que se lo envuelva para regalo?». Adiviné la ironía y sonreí negando con la cabeza. «El lubricante se lo regalo». Pagué en efectivo y me marché a toda prisa.

Llegué a casa antes que mi marido. Preparé el baño y esparcí en el fondo sus sales favoritas. Con cuidado, rasuré todo el vello de mi cuerpo. Al terminar, vendé mi pecho comprimiendo las tetas todo lo posible. Me miré al espejo. «Sigo siendo yo, sigo siendo yo...». Fui al dormitorio y abrí la cama. Saqué la compra de la bolsa del sexshop. Dejé el lubricante sobre la mesilla y desembalé el pene con mimo. Me coloqué el arnés siguiendo las instrucciones. Al acabar, metí la caja en la bolsa y la escondí dentro del armario. Justo en ese instante oí la puerta. Finalmente, tomé la bata de seda y me dirigí hacia donde él estaba. Apoyado sobre la barra de la cocina, justo en el mismo sitio donde me abordó su amante, removía la cucharilla de su café. Me coloqué a su espalda y le susurré al oído: «¿Por dónde?»

martes, 6 de noviembre de 2012

Escapar

Blanco, solo blanco. Enjugué mis ojos y traté de enfocar, pero mi miopía no daba para más. Blanco intenso. Levanté la mirada. En el techo, una rejilla negra atrapaba todos los lamentos dejándome a merced de un silencio rancio. ¿Dónde estoy?
No podía moverme. El frío me atrapaba las muñecas. Mi boca no respondía. Tragué saliva e intenté gritar de nuevo, para nada. Blanco, solo blanco.
¿Sería acaso el cielo, el infierno?
Adiviné las paredes junto a la puerta que chillaba cada vez que se abría y cerraba. Y después de esa, quizá otras, y pasillos sin indicaciones... y más blanco. Imaginé una salida.
«¿Necesita algo?». Escapar.

miércoles, 24 de octubre de 2012

El mapa del tesoro

Ir a la playa era ese viaje dentro de otro viaje: preparar bolsas repletas de toallas, los potingues pre y post baño, los bocadillos, la nevera y el inevitable madrugón para que todos, mayores y pequeños, encontráramos nuestro sitio en el mundo. Al principio me gustaba, al menos así lo creo, pero con el tiempo empecé a detestar las prisas, el olor de las cremas, el pastoso sabor de la sal y, sobre todo, a la gente que parecía perder la visión al llegar allí.
Lo único que consolaba mis pataletas en aquellas citas obligadas era el tacto de la arena; dedicaba mi tiempo a cavar pequeños hoyos con las manos que luego rellenaba con los tesoros que encontraba durante los paseos con mi abuelo: gomas de pelo, algún pendiente cojo y conchas de distintos tamaños. Mantenía la extraña idea de que, si al verano siguiente era capaz de encontrar alguno de aquellos escondites, sería la niña más afortunada, así que siempre, antes de tapar el agujero, me cercioraba de marcarlo con una equis en mi mapa mental.
En la última tarde de playa, en mi última excavación, justo cuando mis padres corrían junto a otras personas hacia la orilla para observar a un socorrista que traía entre sus brazos el cuerpo inerte de un niño pequeño... Justo cuando mi madre gritó el nombre de mi hermano y mi padre cayó de rodillas provocando el terremoto... Justo en ese momento, me arrastré hasta nuestra sombrilla y cogí su muñeco favorito. Volví al agujero y cavé, cavé más profundo que nunca, y allí enterré su memoria para siempre.

martes, 23 de octubre de 2012

La importancia de llamarse...

Marga tenía un don: era capaz de recordar todas las historias que le contaban, todas las caras de esas personas que le confesaban sus secretos. Siempre que se volvía a cruzar con ellos, se paraba y les preguntaba por ese familiar enfermo, por el trabajo recién estrenado o la boda de su hijo. Pero le apenaba enormemente no recordar ni uno solo de los nombres de aquellos a los que tan humildemente regalaba su tiempo.
Un día se propuso hacer el esfuerzo de memorizarlos y en el empeño perdió la capacidad de rememorar sus biografías; aquello le entristeció aún más. La mera idea de aproximarse a alguien y no saber qué decirle, le avergonzaba. Pero no tuvo ocasión para tal sensación, pues la gente que había confiado en ella, se siguió acercando y entregándole su historia porque Marga tenía un gran don: sabía escuchar.

La mejor forma de dejar de fumar

Adela tenía un mal hábito: el tabaco. Había probado de todo para dejarlo: parches de nicotina, acupuntura, hipnosis, hasta la terapia en grupo, pero nada. Una amiga le recomendó hacer deporte y mantener las manos y la boca ocupada, y así hizo, bueno, lo del deporte le duró poco, aunque lo de mantenerse ocupada le resultó más fácil. Aprendió a hacer ganchillo, punto de cruz y hasta bolillos, y en cuanto a la boca... Empezó a comer caramelos, chupa-chups y todo tipo de dulces. Resultado: cuatro jerseys mal acabados, bufandas para todos sus amigos y algunos kilos de más, pero no consiguió quitarse el mal hábito que tenía.
Un tarde, paseando por el Retiro, se cruzó con un muchacho de sonrisa perfecta. Ambos se miraron fijamente y supieron que había surgido algo especial. Él se acercó a ella y le preguntó su nombre. Ella, cogió el cigarro de su boca y le dijo:
–Adela. Vaya, lo siento, ¿te molesta el humo? Estoy intentando dejar de fumar, pero no he sido capaz –respondió un poco nerviosa.
–Es fácil, ¿me dejas que te ayude?
–He probado de todo, fui a terapia, aprendí a hacer calceta y me di a los caramelos...
–Eso está muy bien, pero quizá deberías ocupar tu boca en otra cosa más saludable.
–¿Cómo cuál?
–¿Qué te parece besarme?
A partir de entonces, Adela siempre recomienda enamorarse para dejar de fumar.

lunes, 22 de octubre de 2012

La terapia

Don Ramón era perfecto, tenía su vida calculada al milímetro.
Desde que se levantaba hasta que se acostaba, todas sus acciones estaban perfectamente coordinadas. Preparaba, colocaba y consumía su desayuno por orden alfabético; al igual que el resto de comidas, que respondían a una estricta dieta que seguía desde hacía años para no engordar ni adelgazar ni un gramo, de esta forma, toda su ropa, ordenada por colores y cuidada con un mimo desmesurado, llegaba a durarle más de una década.
En su trabajo todos le respetaban, entregaba sus encargos puntual, con una documentación impecable donde cuidaba cada punto; pero en los doce años que llevaba en su puesto no había logrado hacer ningún amigo. No era por falta de educación, pues hasta en el trato era excelente, sino por falta de implicación.
En su casa era igual. Llevaba toda la vida viviendo en el mismo piso y jamás asistió a ninguna reunión de vecinos ni se paraba a charlar con nadie, salvo para dar los buenos días o comentar el tiempo.
Un buen día, al llegar a casa, se encontró una caja de cartón en la puerta con una nota en la que rezaba: «Sé que cuidará bien de usted». Se extrañó, consumir más de un minuto en la indecisión de abrirla suponía un retraso en su segunda ducha diaria. Cogió el paquete y entró en casa. Se duchó, se puso el pijama, organizó la ropa para el día siguiente, preparó su cena y cuando estuvo sentado en la mesa del comedor, con el tenedor en la mano, se fijó de nuevo en la caja que descansaba sobre el sofá.
Desoyendo a su conciencia que le decía que lo primero era la lechuga, se dirigió hacia el cartón. Al levantarlo vio que la tapicería estaba empapada.
–Pero, ¿qué es esto?
Dejó el paquete en el suelo y empezó a limpiar la tela con el spray y el cepillo hasta dejarla reluciente sin dejar de mirar su plato que, desde la mesa, le recordaba que ya iba con retraso. Cuando acabó, volvió a la mesa.
Casi se ahogó con un trozo de tomate cuando vio que la caja se movía sola. Se acercó de nuevo y la abrió. El cachorro de beagle sonrió de oreja y lamió su cara sin dejar de mover el rabito, salió de un salto y después de hacerse pis en un par de patas del sofá y alguna silla, y caca detrás del ficus, se subió a la mesa y se comió sus salchichas. Satisfecho, volvió a los pies de don Ramón, que ante tanto caos se quedó paralizado, y se tumbó panza arriba para que le acariciara.
A partir de aquel momento la vida de don Ramón se volvió perfectamente imperfecta.

domingo, 14 de octubre de 2012

Bucle infinito

Llegamos a casa después de un largo viaje; hacía tanto frío como en nuestros corazones.
Mientras deshacíamos las maletas, dejamos que el calentador obrase el milagro. Poco a poco, los ánimos empezaron a avivarse, las risas resonaban acompañando miradas cómplices; el calor despertó ese algo adormecido que nos tenía tan callados.
La temperatura subía al mismo ritmo que nuestros cuerpos enardecidos reclamaban el contrario. Cuando el fervor se descontroló, la pasión empezó a entibiarse, a asfixiar nuestro hogar y el bochorno nos agarrotó de nuevo.
Apagamos el interruptor y decidimos abandonarnos una vez más al silencio esperando un nuevo reencuentro.

domingo, 7 de octubre de 2012

Au revoir les enfants

No conseguí entenderlo hasta que, de casualidad, encontré un reportaje en La 2 donde explicaba la conducta migratoria de las cigüeñas relacionada con el cambio climático. Después de un exhaustivo estudio, los naturalistas concluyeron que debido al impacto del calentamiento global en el ecosistema, estas aves optaron por permanecer todo el año en su lugar de residencia estival.
Ahora comprendo porqué la tasa de natalidad ha descendido estos últimos años.

lunes, 1 de octubre de 2012

Síntomas del embarazo

Lancé el dado: un uno. ¿Será niño o niña? Era mi turno y debía mover. El resto de jugadores esperaban impacientes. El tablero estaba a rebosar de fichas y era mi momento. Tenía varias a tiro. Mis hormonas empezaron a alborotarse, sentía deseos de matar, pero no me decidía. ¿Rojo sangre para responder a mis obscuros deseos? ¿Verde esperanza, pues yo quería que fuera niña? ¿O quizá azul para relajar la situación?
–¿A qué esperas? –preguntaron impacientes.
–Es una decisión importante, recordad que soy madre primeriza.
Comí la ficha roja para responder a las necesidades de mi cuerpo, recorrí el camino esmeralda de mi oponente contando veinte con solemnidad y volví a comer, esta vez relajadamente, una ficha azul.
–¡Qué bien lo has hecho! –dijeron con cierta maldad.
–Recordad que yo como por dos.

viernes, 21 de septiembre de 2012

La máquina del tiempo

Lo supe desde el mismo instante en que me senté: el tiempo se detuvo y me vi envuelto en una extraña combinación espacio-temporal, en una perversa alineación de planetas que hicieron que sonara el teléfono, llamaran al timbre y saltara la alarma del microondas, todo al mismo tiempo mientras me veía atrapado en la maquinaria diaria. Debería ser más previsor y dejar siempre un rollo de papel higiénico disponible.

jueves, 20 de septiembre de 2012

El placer

Amarré su cuerpo en un perfecto equilibrio de fuerza y cariño, y lo recorrí disfrutando de cada una de sus curvas, de su olor, de su voluptuosidad hasta llegar a la entrepierna que me entregaba sin ningún tipo de pudor. Empuñé mi arma y en armónicos movimientos, sin aspavientos en los vaivenes, fui atravesándolo una y otra vez. No hubo dolor, solo un inmenso placer que en cuestión de cinco minutos, –mi mujer puede dar fe de mi precocidad–, llegó a su culmen...
–¡Ya podéis comer todos! –dije una vez terminado de trinchar el pavo.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Hasta que la muerte nos encuentre

Llevas razón, como tantas veces...
Porque nunca te digo ni te diré que te quiero, simplemente lo doy por hecho, que te quiero y que me quieres, pero quién sabe si me equivoco; a veces, ni yo mismo lo sé. Las dudas, eternas, esas que me han rendido a la evidencia del silencio, son las que impiden declararte lo que siento. No, nunca te lo he dicho ni creo que lo haga por una simple razón: las palabras pierden su esencia cuando se repiten constantemente; la rutina es el peor de los pecados. No, el «te quiero» que tú esperas habré de guardarlo siempre para mí, como un profundo secreto.
Porque no te doy ni te daré ni una señal de cariño, y a pesar de eso sigues a mi lado, cosa que jamás he entendido ni entenderé. Desde el primer momento de nuestro estúpido enamoramiento fuimos raros, tú empeñada en tus excesos amatorios y yo perdiéndome en tu deseo cual víctima del síndrome de Estocolmo participando de cada uno de tus juegos, cayendo inevitablemente en tu trampa. No, ni un beso ni una caricia motu proprio, y no es que no ambicione poseer tu cuerpo, todo lo contrario, es simplemente la certeza de que estarás a cada momento. Deberás seguir esperando, resignada a tus anhelos para obtener la parte proporcional de los míos hasta que nuestros organismos se rindan al paso de los años.
Porque tampoco estoy ni estaré a tu lado en los malos momentos. Soy un insulso, carezco de la gracia necesaria para generar sonrisas cuando te faltan; soy un cobarde, no tengo la capacidad de añadir valor a las situaciones fatales. De veras, no entiendo porqué me quieres... Quizá es porque al llegar a casa, mi hombro permanece donde siempre y tú lo aceptas de buen grado para derramar las pocas lágrimas que te restan. No es voluntario mi apoyo, solo es la parte de mi anatomía que espera tu lamento. En este caso seré yo el que te permita salar mi clavícula hasta que oxides la llave que dé paso a mi inmortalidad.
Menos aún escucho nada de lo que dices o dirás. Tus palabras caen en saco roto hasta que otros las encuentran y me las hacen llegar. ¿Acaso creíste lo de mi sordera? Crónica, sí, pero a tus sentimientos. Soy capaz de anotar la lista de la compra y las facturas pendientes de pago, pero no he procesado ni una sola petición tuya desde que te conozco, ni creo que lo haga; me agota solo pensarlo. Ahora, arrancando el último pliego del calendario, me doy cuenta de que hace tiempo que dejaste de anotarme aquellos «Te ansío», «Me apeteces» y «Te echo de menos, pero nunca de más». ¿Te has cansado de esperar respuesta? Haces bien, así mi conciencia descansa tranquila y compartiremos mejor el féretro cuando llegue el momento.
De veras que no lo entiendo por más que me esfuerzo... Llevas razón, como tantas veces: no sé confeccionar «te quieros», mimos, miradas cómplices ni la atención que mereces; y apesar de mis defectos sigues ahí, después de tantas primaveras olvidando los enamorados. Sabiendo cercana la visita de la parca, sigo empeñado en mi obstinación, así pues deberás seguir esperando, fabricando paciencia hasta el fin de los tiempos porque sé que justo en tu postrero aliento, o quizá en el mío, saldrán de mi boca las últimas palabras que pronunciaré: «te quiero», y no porque quiera hacerlo sino porque entonces, y solo entonces, habremos de merecerlo.

martes, 11 de septiembre de 2012

Como tú

¿No crees que deberíamos ponernos de acuerdo? No es una decisión cualquiera, puede declinar la balanza a su favor o en su contra en cualquier momento de su vida, podrían concederle o denegarle un trabajo solo por eso. ¡Qué complicado! ¿Y si lo echamos a suertes? Así no podrá  responsabilizarnos. Podríamos consultar una vidente o simplemente mirar un libro de Historia. Repasar el censo, la lista de vecinos del portal o quizá la guía telefónica... ¿Por qué nadie nos avisó de que lo más complicado del embarazo era elegir el nombre de nuestro futuro hijo? Decidido: se llamará como tú.

Buscado, encontrado

Espera un momento, juraría que se me ha caído. Creo haberlo oído romperse en mil pedazos... Dame un segundo que miro, no me alejaré demasiado. No te acerques, podrías cortarte. Si lo encuentro necesitaré tiempo para recomponerlo, ¿me esperarás? No hay suficiente luz, complica la búsqueda, tendré que tentar mi suerte. No, no insistas; si realmente lo he perdido, debería encontrarlo, ¿cómo vivir sin él? ¿Cómo vivir sin ti, sin ambos? Confía en mí, no tardaré mucho, solo necesito... Solo necesito esperanza y algo de pegamento. ¿Has oído eso? Creo que he pisado algo, quizá sea, quizá no, voy a despegarlo de mi zapato. ¡Por fin, mi mal humor!

jueves, 6 de septiembre de 2012

Sin palabras

Cuando acabó de repasar el borrador de su última novela, el escritor decidió destruir el manuscrito. Su editor, preocupado por los plazos, le preguntó la razón. El novelista frustrado le respondió sin dudarlo: «Después de tanto escribir, al final me di cuenta de que no tenía nada que decir».

martes, 28 de agosto de 2012

La niña-mariposa

Echó mano al bolsillo: un clínex usado imposible de desdoblar, un envoltorio de chicle de sandía que ni siquiera recordaba haber masticado y el dinero justo para el pan. Buscó con la mirada una papelera, no encontró ninguna; decidió volver a guardar sus «tesoros», pero cambiando de bolsillo creyendo que así se acordaría de dejar cada cosa en su sitio.
No había dejado de caminar en ningún momento. El camino a la panadería era tan rutinario que le valía con poner el piloto automático y dejarse llevar. Hoy, sin saber porqué, sus pasos caían sin querer hacia la derecha intentando desviarla hacia un rumbo no planificado. Miraba cada bocacalle intentando reconocer las caras, pero ninguna le era familiar. «No debería entretenerme, si no llegaré tarde».
Todavía sentía el peso de una carga en su bolsillo que juraba haber vaciado en su anterior incursión. Con su pequeña manita, buscó y rebuscó, solo halló un minúsculo hilo. Lo sujetó con sus dedos pulgar e índice y tiró hacia afuera haciendo salir el forro, mostrando a la niña la tela florida de la que únicamente había percibido su olor. Una mariposa que revoloteaba cerca fue a posarse sobre una de las margaritas que habían permanecido ocultas hasta ahora. Se detuvo y miró fijamente al insecto que con sus patitas había enganchado el hilo y empezado a tirar de él.
Jamás llegó a la panadería ni volvió a casa, solo se encontraron sus tesoros, sobre un banco del parque junto a una nota en la que rezaba: «Volveré cuando acaben las clases de vuelo».

lunes, 27 de agosto de 2012

Baile de despedida


Empezó a sonar «La Vie en Rose», ella subió el volumen del aparato. Durante los tres minutos que dura la canción bailó en el salón simulando tomar el cuerpo de su amante entre sus brazos, anhelando el tacto y el olor de su compañía. Casi al final, se escurrió con un líquido viscoso; se detuvo en seco. Se agachó hacia el cuerpo que yacía sobre el suelo y le levantó la cabeza tomándola del pelo con desprecio. La sangre de su marido todavía estaba caliente. Se acercó y le susurró al oído: «Ahora mi vida sí es rosa».

jueves, 14 de junio de 2012

Problemas de pareja

Me miró con cara de circunstancia; no era la mejor forma de comenzar una velada nocturna.
–Tranquila cariño, en un momento estoy contigo. Primero tengo que acabar esto.
Su mirada condescendiente me concedió la tranquilidad necesaria para continuar con mi tarea. No era lo habitual; normalmente salíamos a dar una vuelta antes o después de la cena para despejarnos del estrés diario. Con una auditoría a la vuelta de la esquina, el jefe me había pedido que cuadrara las cuentas antes de terminar el mes, así que no tuve más remedio que traerme el trabajo a casa. Tomé posesión de la mesa del comedor; dispuse la documentación estratégicamente repartida y en un rincón, coloqué una jarra de cerveza fría y el tabaco.
Cada vez que descansaba de los números para beber un sorbo y fumarme un cigarro, ella me miraba fijamente. La expresión de su cara denotaba impaciencia. No sabía dónde ni cómo colocarse.
–Anda, mi amor, échate en el sofá y descansa un ratito. Ya me queda menos.
No me gustaba engañarla, pero entre la tediosa labor y el sueño que empezaba a hacer mella, comencé a considerar posponer el paseo al día siguiente. No me lo tendría en cuenta, además, cuando llegué, salimos a comprar un paquete de Fortuna. Ella pasaba todo el día en el piso, con la única compañía de los dos periquitos que me regaló mi madre cuando nos trasladamos. Debía aburrirse mucho, siempre que llegaba me la encontraba durmiendo y, perezosa, se levantaba para darme la bienvenida; seguidamente se acercaba a comer algo a la cocina. Se estaba poniendo como una foca; obviamente no iba a dejar de quererla por eso, pero me costaba cada vez más compartir el lecho con ella.
Cuando terminé la primera cerveza, me incorporé con intención de ir a por una segunda. Inmediatamente se levantó y se acercó a mí.
–¿Ya? ¿Salimos ya?
–¿Sabes que eres la chica más bonita del mundo? –le dije tiernamente.
–Ya, pero ¿salimos? –insistió.
–Dame un rato más, si no lo acabo ahora tendré que levantarme temprano mañana, y sabes lo que me cuesta madrugar.
Frunció el ceño y sin más, me siguió hasta la cocina. Al pasar por la puerta de casa, se detuvo y volvió a mirarme con ojos suplicantes. Me acerqué a ella y le atusé el pelo con cariño.
–¿Has cenado? ¿Te apetece tomar algo? –le pregunté mientras abría la puerta del frigorífico y revolvía en el cajón del embutido.
–¿Hay jamón york? –se acercó para asegurarse.
Compartimos una escueta cena. Entre bocado y bocado, le daba algún mimo. Ella, sin prestarme atención, deboró su ración.
–Nena, deberías comer más despacio, masticar bien. Mira cómo te estás poniendo... –le reproché.
No me hizo ni caso. Obviamente, estaba enfadada.
–¿Quieres un yogur?
–Quiero salir –se movía nerviosa.
–Me han dicho que es bueno tomar yogur después de cenar.
–¡No aguanto más! –se volvió enojada y se asomó a la ventana.
El aire removía su pelo mientras perdía la mirada en el parque por el que solíamos pasear.
–Venga, te traigo postre y en cuanto acabe salimos –mentí descaradamente.
Su actitud indeferente a mi ofrecimiento hizo que me relajara. «Se conforma», pensé. Recogí la mesa sin prestarle más atención, ella seguía en la misma posición, dándome la espalda. No soportaba sus ademanes ni sus exigencias. Cuando volví al comedor, la encontré sobre el sofá de nuevo, boca arriba moviéndose sutilmente para despertar mi interés.
–Sois todas iguales... –le susurré mientras le daba un beso en la mejilla.
–Quiero salir, porfa.
–Mi chica mimosa... –le dije mientras llevaba mis manos hasta sus pezones.
Se incorporó con cierta prisa despreciando mis caricias y volvió a exigirme:
–¡No aguanto más! ¿Me oyes?
–Cálmate cariño, se van a enterar todos los vecinos.
Regresé al ordenador; empezó a cansarme tanto cambio de ánimo y seguí con mi trabajo.
–¡Quiero salir! ¿Me oyes? –exhortó.
–¡Basta ya, Lola! ¿No ves lo liado que estoy?
–¡No aguanto más!
–¡Basta ya, he dicho! Cómo sigas así vamos a tener un problema serio.
Se calló. Tras nuestra discusión, el espeso silencio podía cortarse con las miradas que nos lanzábamos furtivamente. Solo los avisos sonoros de los errores en el documento conseguían romper esa atmósfera. No podía concentrarme.
Lola se levantó con tranquilidad y fue hacia el dormitorio. Supuse que se había rendido a la evidencia. A los cinco minutos volvió con cara de satisfacción, más relajada, y retomó la posición de descanso sonriéndome de forma sospechosa. Aproveché la siguiente pausa para ir a ponerme al pijama. Cuando llegué a la habitación, encontré una meada enorme sobre mi almohada...
–¡Maldita perra!

Serán

Son amantes sin saberlo. Ya han compartido lecho, ella con otro, otra con él; y los dos desconocidos has captado su correspondiente olor. Ahora se buscan, infatigables, intentando captar la esencia del anónimo amador. Son uno siendo dos, esa será su incesante guía en la interminable cacería. Dejarán de amar a otros hasta hallar el significado de la palabra «amor».

martes, 12 de junio de 2012

La emigración

Con el otoño las golondrinas iniciaron su emigración. La pareja que anidó en el quicio de mi ventana instruía a sus pequeños cuando llegué. «¿Volveréis el año que viene?», les pregunté. «Volveremos siempre que nos esperes». Cuando al fin iniciaron el vuelo, recogí su nido y le dejé mi corazón en él para que permanezca caliente hasta que decidan volver.

miércoles, 6 de junio de 2012

El ascensor

El ascensor de la oficina paró en seco a las ocho en punto de la mañana. No hacía ni tres segundos que me había subido sin prestar atención a mi alrededor. Saltó la luz de emergencia y con ella mi mal humor.
―¡Me cago en la...! ¡Ya es el segundo día! ¿Por qué no habré subido por las escaleras? ¡Me cago en la madre que...!
―Ejem ―una mujer forzó dulcemente un carraspeo que detuvo la blasfemia que ascendía desde mi estómago.
Dudé durante un instante: ¿debía disculparme y volverme, o invertir el orden? Su voz, a pesar de la llamada de atención, se me antojó amable. Mientras me volvía, la escasa iluminación terminó por rendirse a la evidencia y quedamos en una obscuridad absoluta. No hubo forma de detener la inercia de mi movimiento; inevitablemente, nuestros cuerpos chocaron y la onda expansiva rebotó contra las paredes volviendo cargada de deseo.
―Discúlpeme, no pretendía... ―le dije sin huella de arrepentimiento.
―No se preocupe. El ascensor volverá a funcionar enseguida, anteayer también me quedé encerrada; debe ser una avería que no terminan de arreglar.
Me separé lo necesario para que nuestros cuerpos no se tocaran a pesar de que el mío reclamaba justo lo contrario. Busqué el pulsador de emergencia, pero mis manos impacientes fueron a dar con tercer en botón de su camisa...
―Ejem... ―volvió a carraspear sin mucha convicción.
―¡Oh, Dios mío! Perdóneme, no, no... Se va a hacer una idea equivocada de mí. Yo no...
―¿Idea? Lo tengo complicado, lo único que he visto de usted ha sido su trasero ―comentó acompañando con una leve risita.
―Lleva razón. Perdone, subí con cierta prisa.
―No hay problema. Dígame, ¿cómo es? Me gusta mirar a los ojos de la gente con la que hablo y, de momento, lo tenemos complicado.
―Si le digo que soy alto, rubio y de ojos azules, ¿me creería?
―No del todo, es moreno, en eso sí me he fijado.
―¡Vaya! Pensé que había reparado solo en mi culo.
Ambos reímos. La situación era, como poco, inusual; ligar en un ascensor no era uno de mis hobbies favoritos. Después, un espeso silencio se unió a nosotros. Era incómodo; podía oír como respiraba, rítmica y calmada, excitándome con cada inspiración.
―Perdona, creo que... ―ambos rompimos el hielo a la vez mezclando nuestras voces.
―Por favor, habla tú ―deseaba sentir el ritmo de sus palabras.
―No te preocupes, era una bobada.
«Una bobada»; sus palabras resonaron en mi cabeza que empezó a transformar la expresión en cualquier otra que rimara e implicara el tacto de su piel, de su boca. Me decidí, no tenía nada que perder. Ya la había tocado en dos ocasiones y parecía no haberse disgustado. Me acerqué de nuevo con la excusa de buscar la baranda para descansar un poco. De nuevo el choque, de nuevo la pasión que encendió nuestros cuerpos.
―No hables ―me dijo dulcemente mientras me quitaba la chaqueta del traje.
―Pero... ―me ruboricé, no sabría explicar porqué.
―Tranquilo, no haremos nada que no quieras, es solo por pasar el rato ―afirmó como si fuera lo más normal del mundo al terminar de desabrochar mi camisa.
―Un buen rato, sí, pero y si... ―mi miedo a que nos pillaran en plena faena empezaba a ser mayor que mi deseo. Mi erección empezaba a peligrar.
―Vamos, cariño, no seas remilgado; como poco estaremos aquí otros quince minutos ―vaticinó mientras rodeaba con su lengua mi pezón izquierdo.
―¿Sólo quince? ―pregunté entre sorprendido e inquieto.
Ella rió sin dejar de manosearme. Solo necesitó tres segundos para desabrocharse la camisa. Colocó las mías sobre su sujetador, pude notar sus pezones firmes, sus pechos turgentes asomando por encima de la puntilla. Nos besamos apasionadamente. Descubrí con prisa cada parte de su anatomía, el tiempo apremiaba. Cuando llegué al bajo de la falda, me puse de rodillas frente a ella y fui ascendiendo con la lengua hasta llegar al liguero que sujetaba sus medias. Mi nerviosismo me jugó una mala pasada, no atiné a desabrocharlo.
―Déjame a mí ―dijo entre jadeos.
―Espera un segundo, lo intento otra vez.
Nuestra impaciencia hizo que ambos, sin saberlo, nos moviéramos con fuerza llevados por el frenesí que envolvía el momento, con tan mala suerte que nuestras cabezas acabaron chocando bruscamente. Ella cayó al suelo, yo eché mano a la frente, noté el líquido, la sangre que caía sobre mi ceja. La mera idea hizo que me desmayara sobre ella. Justo en ese instante el ascensor volvió a funcionar.
―¡Despierta, imbécil! ―gritó mientras intentaba espabilarme dándome tortas en la cara, manchándose con la sangre que seguía manando de mi cabeza.
―Qué... ¿qué ha pasado? ―balbuceé.
Cuando conseguí recuperar la consciencia, la puerta del ascensor se abrió. Varios bomberos; Santi, el de seguridad; un par de recepcionistas; Jorge, mi compañero de trabajo y otros cuantos miraban atónitos la escena.
―Si no les importa, cojan el siguiente.

jueves, 10 de mayo de 2012

La comunidad

Llegué del trabajo más cansado que de costumbre. Accedí al destartalado edificio por inercia; cuando quise darme cuenta estaba abriendo el buzón, pasando una carta tras otra como si de una baraja se tratara: facturas y más facturas; lo único que ponía una nota de color era la publicidad de Carrefour. Eché mano al bolsillo y conté el poco suelto que llevaba: cuatro euros y treinta y dos céntimos para pasar el resto del mes. Por más que repasara las ofertas, mi pequeña fortuna apenas daba para unas galletas y café. Subí las escaleras hambriento, con el peso de la pobreza a mis espaldas.
Eran más de las diez de la noche, pero aún se podía percibir el olor de la cena de cada uno de mis vecinos; mis tripas rugieron adivinando lo poco que me esperaba en la nevera. Me detuve en la primera planta y me pegué a la puerta de Adela. La mezcla de rape y queso contrastaba con el aroma del melocotón recién cortado. Ella era joven y hermosa, cuidaba su aspecto haciendo deporte a diario, además tenía un buen trabajo que le permitía darse lujos culinarios. La imaginé en su cocina, vestida simplemente con un salto de cama de seda, agitando los ingredientes de la masa de los crêpes con un ímpetu que permitía adivinar cada una de sus curvas. Hubiera tomado uno a uno los trozos de fruta y recorrido su anatomía con lascivas intenciones. Mi cuerpo reaccionó con una erección que me hizo despertar de la fantasía. Seguía pegado a la puerta, babeando inconscientemente. La odié y la deseé en igual medida.
De repente, la puerta de enfrente se abrió y, escondiendo mi vergüenza, continué mi camino hacia casa farfullando un maltrecho «buenas noches» sin mirar a la cara a don Ramón. Ascendí despacio, controlando mi respiración e intentando olvidar a Adela y su melocotón.
En la segunda planta, un olor pestilente abofeteó mi cara. Pescado asado y ensalada de cebollas, ¿quién sería capaz de hacer semejante mezcla? Mi instinto acertó a la primera: la señora Ovidia. Había perdido el olfado después de dedicar toda su vida a pastorear ovejas junto a su esposo. Volvió a mi mente la imagen del salto de cama de seda, pero esta vez no resultó tan excitante. La mujer era oronda, ajada por el paso de los años y marcada por los malos tratos a los que su difunto la había sometido durante mucho tiempo. Ahora vivía con la única compañía de tres gatos tan ariscos como ella para los cuales cocinaba sabrosos platos. La imaginé, inevitablemente en ropa interior, pero cubierta por una amplia bata de flores que ocultaba la asimetría de sus carnes, compartiendo mesa con sus felinos.
Los maullidos de los animales delataron mi presencia. Doña Ovidia se acercó a la puerta y preguntó desde dentro si había alguien allí; antes de que pudiera dar media vuelta, la mujer abrió:
―Hombre, Marce, ¿cómo estás?
―Buenas noches ―respondí tímidamente.
Los gatos, sin salir del piso, me regalaron flores y arquearon el lomo en señal de aviso. Está claro: nunca les he gustado.
―Chico, qué mal te veo. Estás más delgado. ¿Quieres pasar y cenar algo?
En cuanto percibí su aliento me entraron ganas de llorar como si yo mismo hubiera cortado las cebollas.
―No se preocupe, solo estoy cansado. Hoy he tenido jornada continua y no he parado a comer.
―Vamos, mis niños, volvamos a casa ―dijo sin despedirse de mí, dirigiéndose a sus mascotas que, mirándome amenazantes, recularon hacia el interior de la vivienda.
De nuevo solo en el descansillo, inspiré con fuerza para limpiar mis pulmones con aire fresco, pero el hedor que permanecía en el ambiente me obligó a escapar de allí. Cruzó por mi mente la idea de volver al primer piso, junto a la apetecible Adela, pero tener que volver a pasar por la segunda planta me hizo descartarla rápidamente. Decidí seguir subiendo, necesitaba llegar a casa y descansar mi carga.
En la tercera coincidí con mi vecino de planta. Dyctor, como se le conoce en la comunidad, es realmente Víctor, «el borracho de la escalera». Cuarenta y cinco años enganchado a la botella le habían convertido en una sombra. Vivía con su madre que, resignada, aguantaba los desaires y las borracheras de su hijo. Sin llegar a casa, adiviné no lo que había cenado, sino lo que había comido, pues a cada paso que daba, con cada escalón, dejaba caer sutilmente un pedo. Su madre habría cocinado sus famosas judías blancas con almejas que en más de una ocasión había compartido conmigo apartándome una ración generosa. La mezcla de las ventosidades y su respiración ahogada en Dyc me dieron qué pensar; las almejas debían de estar borrachas en su estómago. Quería sentir pena por él, pero no podía; Víctor disponía de la pensión de sus padres que le daba para vivir cómodamente y salir de borrachera cuando el cuerpo se lo pidiera, que era prácticamente a diario. Sin embargo, yo tenía que sobrevivir con un sueldo mísero, rezando para llegar a fin de mes, pero de plegarias no se come.
No cruzamos ni una sola palabra. Dudo que él fuera capaz siquiera de vocalizar su nombre. Simplemente nos miramos y nos cedimos el espacio suficiente para que pasáramos todos sin problema: él con sus aireados amigos y yo con mis rugidos voraces nacidos del hambre.
Cada vez se me hacía más difícil subir a casa. Los últimos encuentros habían desembocado en una desesperación estomacal. Repasé mentalmente la alacena, lo único comestible que tenía era una lata de fabada asturiana, probablemente caducada. Me sentí como el bote: solo, frío y pasado de fecha. Pensé en la absurda idea intercambiar contenidos con él: yo me quedaría con las asquerosas fabes prefabricadas y él con mis facturas. Empezaba a desvariar, el cansancio y la necesidad hacían mella en mi ánimo.
Cuando llegué a la cuarta planta, empeñado en mis disparatados planes gastronómicos, algo llamó mi atención: la puerta del señor Aurelio, el abuelo de la comunidad, estaba entreabierta. Un olor embriagador me atrapó por completo; afiné mis sentidos: solomillo al brandy. No era mi intención allanar su casa, pero ya en la entrada mi estómago reclamó atención con un agudo pinchazo que me hizo doblarme. Levanté la mirada aún en esa posición y pude ver sobre el suelo la mano regordeta de don Aurelio. Entré en la vivienda y cerré la puerta tratando de no hacer ruido. No soy ningún entendido, pero por el gesto del anciano y su mano izquierda apretando el pecho, supuse que habría muerto de un ataque al corazón.
Sobre la mesa del comedor, un gran plato todavía humeante me llamaba a gritos. Tomé asiento y sin quitarme los guantes, cogí solemnemente los cubiertos y empecé a trocear la carne despacio, haciendo la autopsia al suculento filete. Corté pan, mojé la salsa y saboreé cada trozo despacio, como si de la última cena de un condenado a muerte se tratara. De vez cuando, paraba para saborear el vino de Rioja; la primera vez brindé por mi anfitrión, las siguientes lo olvidé por completo. Cuando terminé, guardé la servilleta que había utilizado en el abrigo y me acerqué a la cocina por si había algo con lo que rellenar mi frigorífico. Cogí una par de cervezas y algunas piezas de fruta. Antes de salir, me despedí cortésmente de don Aurelio dejando la puerta tal y como la había encontrado.
Al llegar a casa, satisfecho, me senté sobre el sillón y mordisqueé con pasión uno de los melocotones de mi vecino, rememorando mi fantasía con Adela. Como decía mi abuela: «Comidos nosotros, ya no hay hambre en el mundo».

martes, 8 de mayo de 2012

La noche

Aullidos lastimeros inundan la noche mecidos entre las hojas de la historia...

viernes, 27 de abril de 2012

El último cigarro del día

 «Todos los días las mismas noticias: el número de parados crece sin medida, recortes que afectan a los que menos tienen ―que somos la mayoría―, terremotos y accidentes que dejan muchas almas en el tintero... Y así, una tras otra, a un ritmo constante al que nos acostumbramos irremediablemente porque todos los días hay que levantarse y seguir luchando para alcanzar el siguiente con esperanza suficiente para ver otro amanecer».
―Déjate de historia, el mundo se acaba esta noche, lo han dicho en las noticias.
Mi madre, siempre tan optimista.
―¿Y qué quieres que haga? ¿Que no vaya a trabajar? ―Le dije indignado.
―No no, tú acaba el desayuno y ve puntual, como todos los días, no vaya a ser que...
―Que no se acabe el mundo y todo siga como hasta ahora, ¿no?
―Ya, pero ¿y si se acaba? Voy a llamar a tus tías ahora mismo y a pedir hora en la peluquería.
―¿Te vas a hacer la permanente para llegar guapa al otro lado? Anda que vaya cosas tienes...
―Bueno, si no se acaba al menos ya estoy arreglada para el fin de semana.
La conversación entraba ya en un absurdo bucle. Acabé el tazón de cereales y me levanté sin mediar palabra.
―¿Te vas a ir sin despedirte? ―Mi madre empezó a sollozar de una forma casi teatral.
―Pero mamá...
―Ni mamá ni leches, ¿y si realmente se acaba el mundo? No volveré a verte.
―¿No estarás esta tarde?
―No, he quedado para ir a tomar algo con mis amigas. Vamos a darnos un homenaje, por si acaso.
Me acerqué para darle el beso de costumbre, ella se abrazó a mí desesperada, diciendo lo mucho que me quería. «Vale mamá, yo también te quiero. Nos vemos mañana», y lanzándole un beso desde la puerta zanjé la conversación.
De camino al trabajo me sorprendió el poco tráfico a pesar de ser hora punta. Los comercios estaban atestados, la gente hacía cola para entrar en las tiendas de comestibles y salían cargados de bolsas. Me detuve en un semáforo; cruzó un grupo de chavales con litrona en mano, agarrados del hombro y coreando al unísono una canción de Extremoduro. Al otro lado, en el parque, las parejas ocupaban los bancos entregándose al amor; solo reconocí a un usuario habitual: el hombre que daba de comer a las palomas ocupaba el asiento de siempre, pero esta vez desmenuzaba el pan con otra cara, con una amplia sonrisa. A la entrada de los colegios apenas había niños y las pocas madres que acompañaban a sus pequeños, les abrazaban y besaban sin dejar de llorar; la cara de estos era todo un poema, a saber qué pensarían que les esperaba hoy en clase.
Cuando llegué al parking no tuve problema para dejar el coche. «No me puedo creer que la gente se haya creído lo del fin del mundo. Estoy convencido de que es una campaña de marketing para fomentar el consumo y que la gente se olvide de las preocupaciones mundanas». En el departamento apenas estábamos una decena; la excusa del día: «Enfermedad», más bien lo llamaría «miedo», pero dudo que esté reflejado en el convenio.
La jornada se hizo larga y aburrida. Me tocó hacer todo el trabajo de los ausentes y eso me retuvo hasta tarde. Cuando al fin terminé, apagué el ordenador y me acerqué a la máquina de café para tomar algo antes de irme. Como no había nadie, aproveché y me encendí un cigarro. «Si este es el último pito de mi vida, al menos me lo fumo tranquilo», pensé.
―Disculpa, aquí no se puede fumar ―afirmó la recepcionista que había subido al descansillo con la misma intención pues, aunque trató de ocultar el paquete de Fortuna, el mechero lo llevaba a la vista.
―No hay nadie más. Si me guardas el secreto, yo guardaré el tuyo ―dije mientras le ofrecía un cigarro.
―¿Crees que se acabará el mundo? ―preguntó mientras le daba la primera calada.
Me eché a reír. «¿Acaso importa?». Y sin mediar palabra, se abalanzó sobre mí y empezó a besarme. Hicimos el amor en la escalera, algo frío para mi gusto e incómodo para el suyo. Cuando acabamos, ella se vistió deprisa y ambos compartimos mi último cigarro.
―Pase lo que pase, si le cuentas esto a alguien, le diré al jefe de personal que te pillé fumando en el edificio ―sentenció amenazante.
Mi madre llevaba razón, debería dejarme de rollos. Ahora solo espero que el mundo se acabe todos los días.

miércoles, 18 de abril de 2012

Soledad

Convertí el silencio en ruido para no sentirme sola.

Querer

Decía quererme, le creí... Me quiso, no mentía.

Desamor

Bebí los vientos por ti, ahora vomito tormentas.

La mudanza

La luz entraba perezosa a través de los grandes ventanales del salón. Los estantes marcados por el polvo mostraban la huella de la infinidad de recuerdos que ahora dormían apilados en cajas de cartón. Ya no había cortinas que ocultaran secretos, ni alfombras bajo las que esconder la vergüenza. El resto permanecía como el primer día: las baldosas deslucidas en geométrica composición, los cables desnudos colgando del techo y el rodapié vencido bajo el radiador. La casa que había sido tan suya, dejaba de serlo. La sensación de vacío y, a la vez, de alivio se hacía fuerte en el ambiente.
Adela se sentó sobre la maleta aprisionando la colección de novela histórica haciendo que el tiempo se detuviera para cada uno de los tomos. Cuando consiguió cerrarla, oyó un último quejido del Cid que en eco mudo puso fin a toda discusión. Se levantó dolorida, llevaba varias jornadas empaquetando sus cosas, vaciando cajones, haciendo un viaje tras otro trasladando su vida a su nuevo hogar: más pequeño, más alejado de todo, sobre todo de él.
Tardó una hora en bajarlo todo al coche. Con los bultos colocados aprovechando hasta el más mínimo hueco y la llave en el contacto, decidió regresar, sentía que olvidaba algo. Volvió a repasar cada rincón, abrió todos los armarios, recorrió cada pasillo, miró en los baños, en la cocina... Pero no encontró nada. Ya no quedaba rastro de su paso por aquellos años donde apenas recordaba un momento de felicidad. Antes de marcharse escribió sobre la libreta una nota a modo de despedida: «Solo dejo olvidados mis recuerdos».

sábado, 14 de abril de 2012

Pesca nocturna

Escaló hasta la copa del sauce del jardín. Enredó sus llorosas en lianas imperfectas uniéndolas con un nudo marinero. Cuando dejó calvo al árbol, amarró el extremo final a la escalera extensible y, en un último esfuerzo, alargó el brazo hasta tocar la estrella más cercana. Así, saltando de lucero en lucero, rozando el alba, alcanzó la Luna.
Debía volver antes de que sonora el despertador. Corrió hasta hallar la orilla del mar tranquilo y lanzó la caña una y otra vez, pero no encontró a Juanito.
Apremiado por el tiempo, abandonó su búsqueda y decidió volver a casa. Descendió por la llanura, cabizbajo, gris como las piedras, con un único pensamiento... «Mamá debe haberse equivocado, mi pez no descansa aquí».

miércoles, 4 de abril de 2012

Sin título

El ambiente estaba cargado, se podían cortar finas capas del tizne que flotaba en el aire y escribir sobre ellas. La habitación permanecía en penumbra, iluminada únicamente por la luz que provenía de la calle atravesando como espadas los fríos cristales. Las paredes de papel pintado rasgado por los años, los muebles ajados y las cucarachas paseando a sus anchas por el desvencijado salón, envolvían la vida de Adela como un mal regalo de cumpleaños. La mujer, con su bata ajustada cual mortaja, revolvía los cajones buscando exasperada. Delgada hasta la extenuación y los cabellos revueltos flotando en un mar de canas desaliñadas, se afanaba desesperada transformándose sin darse cuenta en la sombra de ella misma. Desnudó sus escasos muebles, vertiendo como sangre espesa su contenido. Vació cada rincón hasta que al fin encontró el tesoro. La caja de cerillas, húmeda y mohosa, que guardaba cuando aún podía pagar el gas de la cocina, custodiaba solo un fósforo arrugado. Lo estiró con un cariño inusitado. Volvió a su silla, la única que conservaba entera, y se sentó tomando aire, controlando su respiración. Se concentró en la cajetilla, agarró firme el cartoncillo y presionando suavemente con su dedo índice inició el largo recorrido hasta lograr el fuego.

lunes, 2 de abril de 2012

El amante

La reunión de trabajo habría terminado antes de lo esperado y Adela debió adelantar el viaje de vuelta. Seguramente le haría ilusión volver pronto a casa y sorprenderme. Imaginaría un cena romántica a la luz de las velas acompañada por un buen vino que diera paso a una noche de pasión. Cuando llegó, debió quitarse los zapatos porque no la oí, iría hacia al despacho donde esperaba encontrarme, pero obviamente no estaba allí. La única luz que había encendida era la del dormitorio. Seguramente oyó la voz de la mujer que me acompañaba y nuestras risas. Al llegar abrió la puerta y nos encontró a ambos desnudos en la cama, ella tumbada boca arriba amarrada al cabecero con unas esposas de terciopelo, y a mí rozando su sexo mientras dibujaba círculos en los pechos femeninos con un plumero rojo pasión. Adela se quedó estupefacta, sin palabras.
―¡Cariño! ―le dije mientras escondía mi vergüenza con la sábana― ¿Cómo has vuelto tan pronto?
Ella no reaccionó, siguió de pie, junto a la puerta. Pasados un par de minutos de espeso silencio, dejó caer los tacones al suelo, se calzó al tacto y se marchó sin mediar palabra. Me levanté corriendo y fui tras ella rogándole que me perdonara. El portazo puso final a mis súplicas. Mi «otra mujer», desde el dormitorio, me pidió a gritos que la soltara o terminara lo que había empezado. Volví al cuarto y cerré la puerta tras de mí.
Durante unos días Adela estuvo en casa de sus padres. No les contó lo que había ocurrido, seguramente no se lo contó a nadie. Después de cientos de llamadas insistiendo en lo muy arrepentido que estaba, decidió darme otra oportunidad y volver. El día de su regreso se mantuvo fría y distante, quitó toda la ropa de la cama y la lavó dos veces.
―Si vuelves a ponerme los cuernos no te perdonaré, no habrá una segunda oportunidad ―me dijo muy seria.
―Te juro por Dios que no volverá a pasar. Adela te quiero, eres la única mujer de mi vida, eres... ―me empeñé en zalamerías mientras me acercaba despacio a ella y la tomaba de la cintura.
―¡Apártate! No se te ocurra tocarme. Hasta que deje de percibir su olor en tu piel no dejaré que me toques. A partir de hoy dormirás en la habitación de invitados.
―¿Hasta cuándo? Cariño, así no arreglaremos las cosas.
―Yo no tengo nada que arreglar, has sido tú el que... Mira, mejor dejamos la conversación. Tengo que preparar un informe para mañana. Tienes la cena en el microondas.
No dijo más. Cogió su portátil y se fue al dormitorio a trabajar. Esa noche no volvimos a cruzaros hasta que a eso de las tres, sin poder conciliar el sueño, me levanté a tomar un vaso de leche. Me encontré a Adela en el pasillo, medio desnuda. No había encendido la luz, el reflejo de la lamparilla de mi dormitorio me permitía verla.
―Cariño, ¿qué haces levantada a estas horas? ―le dije suavemente.
Adela se volvió hacia mí y se acercó presurosa. Me abrazó tomando mi espalda desnuda desde abajo, pegando su cuerpo al mío, rozándome con sinuosidad y me besó con pasión. Sus manos jugaban con mi pelo; levantó su pierna derecha y se amarró a mí hasta sentir mi sexo que se endurecía llevado por su repentino frenesí. Extrañado por la reacción y a la vez excitado, me dejé llevar y al atraerla hacia mí con fuerza Adela reaccionó.
―¿Qué haces, desgraciado? ―me dijo apartándose de un respingo y cerrando la bata.― No quiero que me toques, ¿me oyes?
Se dio media vuelta y volvió a su dormitorio. Me quedé allí sin saber qué decir. «Me está castigando», pensé. En lugar de un vaso de leche decidí darme una ducha fría y consolar mi erección en la intimidad.
Los días siguientes apenas coincidimos. Aunque mis continuos detalles: flores, bombones y alguna nota de amor en el frigorífico, habían hecho que Adela se relajara un poco, mantenía firme la decisión de seguir relegándome al cuarto de invitados. Yo seguía intentando entender lo que había ocurrido la otra noche, no encontraba explicación; me mantenía despierto hasta tarde esperando volver a encontrarme con ella.
A la semana del frustrado encuentro, bien entrada la noche, me desperté de un sobresalto. Se oían ruidos, puertas que se abrían y cerraban y la voz de mi mujer preguntando torpemente una y otra vez: «¿Dónde te escondes?» Salí con prudencia, no pretendía detenerla, solo observarla. La encontré en el dormitorio, con medio cuerpo dentro del armario y la ropa tirada por el suelo. Me oculté tras de la puerta abierta y pregunté casi en un susurro:
―¿A quién buscas?
―A mi amante... ―dijo Adela sin dejar de descolgar sus vestidos del ropero.
Quedé desconcertado. Me acerqué a ella con cuidado y meneé la mano sin tocarla por delante de su cara. «¿Estará dormida?», pensé.
―Adela, ¿qué pensará tu marido? ―pregunté poniéndola a prueba.
―Mi marido duerme en la habitación de invitados.
Aquella respuesta me confirmó lo evidente: era sonámbula, pero no entendía porqué ahora, nunca la había visto actuar así, no sabía que Adela tuviera problemas de sueño. Quizá el estrés o la ansiedad que le había causado descubrir mi «desliz» le habían provocado ese trastorno, pero las causas poco me preocupaban; decidí aprovechar la situación. Me acerqué por detrás y le susurré al oído: «Me has encontrado». Me dirigí hacia la mesilla de noche para bajar la intensidad de la luz de la lamparilla, no quería que me reconociera si se cruzaban nuestras miradas. Antes de volverme, me sorprendió abrazándome desde atrás. Sus manos buscaron mis pezones enredando los dedos con el vello de mi pecho, jugó con ellos mientras su boca rozaba el lóbulo de mi oreja izquierda. Sentía su cuerpo contra el mío, la seda de su escueto camisón deslizarse por mi piel.
―Pensé que no volvería a encontrarte ―dijo apartándose ligeramente de mí.
Ella seguía a mi espalda de mí; no sabía qué hacer, no quería cometer el mismo error, no quería despertarla y la dejé hacer. Extendió su mano derecha por encima de mi hombro y dejó caer sobre la cama su ropa interior. La supe desnuda por eso y porque volvió a unirse a mí. Empezó a besarme desde la nuca hacia abajo. Podía notar sus pechos, sus pezones erguidos y calientes, sus manos esparciendo su saliba por mi piel. Al llegar a la cintura, tiró suavemente hacia abajo de mi pantalón. Me tomó de la cintura obligándome a girarme y a sentarme en la cama. Allí, de rodillas sobre la alfombrilla, tomó mi sexo y lo lamió como nunca lo había hecho. Yo no podía hacer más que aguantar los gemidos, temía que recobrara el sentido de la realidad. Mi excitación llegó a su culmen, no pude reprimirme y acabé vertiéndome sobre ella.
Me dejé caer sobre el colchón, no podía mirarla, si hubiera despertado en ese momento me habría echado tal cual de su vida, pero no fue así. Antes de que pudiera recuperar el aliento, se tumbó a mi lado, mezclaba sus fuidos con el mío recorriendo su fisonomía en una interminable caricia. Aquello me hizo despertar de nuevo. Me volví hacia ella a sabiendas de que aquel gesto podría acabar con ese sueño, pero ella seguía inmersa en el desconocimiento.
―Ámame, bésame, hazme tuya― decía con palabras entrecortadas.
Me besó con delirio recorriendo mi cuerpo con manos ansiosas. Se tendió de nuevo abriéndome la puerta a su sexo, invitando a su «amante» a tomarla mientras misutaba deseos que jamás había confesado. Estaba encantado de descubrir el otro yo de mi esposa, siempre tan recatada en las formas y cuidada en sus expresiones.
―Vamos, hazme tuya ―decía mientras colocaba mis manos sobre su sexo y las apretaba con fuerza― Clávame tu lanza, aprisióname.
Adela lanzaba sus peticiones mientras volvía a recorrerme entre besos y caricias.
Aquella noche hicimos el amor como hacía mucho tiempo. Cuando acabamos la dejé durmiendo en la cama y volví a mi cuarto. Al día siguiente no supe bien qué hacer, preferí esperar a ver cómo reaccionaba ella. Durante el desayuno apenas cruzamos unas palabras, rehuía mi mirada y se sonrojoba si nos rozábamos aunque solo fueran las manos.
―Adela, ¿te pasa algo? Me preocupas.
―Sigo notando el olor de esa mujer en tu piel.
―Cariño, te juro que no he vuelto a estar con ella ―le dije mientras me acercaba la camiseta a la nariz; el único olor que emanaba era el de Adela, pero cómo explicárselo― ¿No tienes nada que contarme?
Aquella pregunta incomodó a mi mujer. Quería que confesara sus sueños, su propio «desliz», que admitiera que ese otro yo me deseaba, pero lo único que conseguí de ella fue se alejara de mi lado. Jamás supo que el aroma que desprendía mi cuerpo era el suyo; jamás volví a gozarla como marido.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Lamparillas de tacón de noche

El piso, recién estrenado, con los muebles prácticamente de exposición y la pintura elegida de entre una amplia gama adaptándose perfectamente a la decoración elegida por la joven pareja, lucía perfecto hasta que llegaron ellas: las lamparillas de noche. El regalo de bodas de la prima segunda de Elena, Romi ―Ramona para la familia―, había llegado hacía un rato a través de Seur, perfectamente empaquetado, protegido por una gruesa capa de plástico de burbujas.
Luis y Elena abrieron, no sin cierta dificultad, el presente. Con cada vuelta de precinto, con cada pliego de periódico arrugado para ajustar los obsequios y el entretenimiento de explotar las burbujas en medio de la excitación del momento, sus expectativas iban creciendo. Craso error. Luis terminó de desembalar la segunda pieza y la dejó sobre la mesa del salón, junto a la otra. Ambos se miraron estupefactos y después se volvieron hacia las lamparillas sin mediar palabra.
Sobre cada base de madera se erguía una pierna con zapato de tacón negro y media de rejilla hasta llegar a la bombilla, y sobre ella, una desproporcionada pantalla amarillenta terminada en un adorno del que pendían pequeñas borlas negras.
―Esto... ¿Realmente piensas poner eso en el dormitorio? ―preguntó Luis aguantándose la risa.
Elena le miró con una expresión entre triste, de asco y decepción. No le hacía ninguna gracia el regalo, pero después de leer la carta que su prima Romi había incluído en el paquete, le sabía mal deshacerse de las lamparillas. En la misiva, decía que se habían acercado a la ciudad ella y su marido desde Moral de la Reina, donde vivían a cincuenta y siete kilómetros de Valladolid, para comprarlas, que le hacía ilusión que su primita del alma tuviera un detalle por su reciente enlace. Elena conocía bien el mal gusto de la mujer en cuanto a detalles, de hecho era famosa en el pueblo y alrededores por su indumentaria algo destartalada, rozando lo hortera. Pero ese «defectillo» poco importaba, lo compensaba con su inmensa simpatía y comprensión.
―¿Y bien?; ¿has pensado qué vamos a hacer con ellas? Tengo que bajar la basura, si quieres aprovecho el viaje.
―No digas eso, Luis. Seguramente habrán gastado una fortuna, conociendo a Ramona habrá ido a alguna tienda de diseño, y esas cosas siempre salen caras.
―¿Pero tú las has visto bien? ―insistió Luis.
―No vamos a tirarlas. Haremos sitio en el trastero.
―Siempre podemos decirles que se han roto en el transporte.
―Sí, claro, tal y como venían embaladas ni siquiera un terremoto las habría descalzado.
Elena se dejó caer sobre el sofá, chafada por la sorpresa que no había sido tan agradable como esperaba. Luis se sentó a su lado y trató de consolarla.
―Vamos, nena, no te preocupes. Siempre puedes pedirles el ticket y cambiarlas por algo que te guste más.
―¿Cómo vamos a hacer eso? No, no, las lamparillas se quedan, lo que no sé es dónde, la verdad.
Luis se levantó y se acercó con aire ceremonioso a la mesa. Empezó a jugar con las lámparas, cambiándolas de sitio, colocando las puntas de los zapatos hacia dentro y hacia afuera, probando todas las combinaciones posibles mientras acompañaba sus movimientos con un discurso absurdo y una voz ridícula. Consiguió arrancar las risas de su esposa. Ambos rieron.
―Probemos en el dormitorio, igual quedan bien ―dijo Elena a sabiendas de que no iban con la decoración de ningún rincón de su casa.
―¡Ni pensarlo! Si no las quieres tirar, van al trastero ahora mismo ―afirmó amarrando una «pierna-lámpara» con cada brazo.
La joven no le detuvo, era la única solución. Acompañó a su marido hasta la entrada y se despidió de ellas deseando que fuera para siempre. Justo cuando se cerraba la puerta del ascensor en dirección al «cuarto del olvido», como Luis llamaba al trastero, sonó el timbre del piso.
―¿Quién es? ―preguntó Elena con su voz dulce, casi tímida.
―¡Moza! Soy tu prima Romi ―dijo a voces.
―Y tu primo político, Ramón ―añadió su marido por detrás.
Elena se quedó paralizada. No supo qué decir ni qué hacer. Pensó en avisar a Luis, pero no había cogido el móvil; no tardaría en volver y, conociéndolo, llegaría haciendo algún chiste sobre las lamparillas.
―¿Elena?; ¿niña? Primica, ¿estás?
―Sí, sí... Dame... Dame un segundo, que acabo de salir de la ducha.
―¡Como si no te hubiera visto desnuda! ¿Quién te crees que limpiaba ese culo gordo cuando eras un bebé? ―la pareja que aún esperaba en la calle, rió al unísono.
Elena, instintivamente se miró las nalgas.
―Mi culo no es gordo ―dijo casi indignada. Pensó que dándole conversación concedería tiempo suficiente a su marido para volver a casa y buscar una solución.
―Mujer, no te ofendas, pero sabes que es bien cierto.
Se abrió la puerta del piso. Luis entró entre risas y encontró a Elena enganchada al telefonillo suplicándole silencio.
―¿Qué pasa? ―dijo susurrando.
―Mi prima Ramona y su esposo están abajo. Han venido de visita, comprobará cada espacio, buscará las lamparillas, querrá ver si su regalo ha llegado bien ―el tono apurado delataba su estado de nervios.
―Tranquila, tú dale cháchara; en cinco minutos estamos de vuelta las piernas y yo ―le giñó un ojo a Elena y salió de nuevo, apresurado.
El timbre volvió a sonar con una insistencia inquisitoria. Elena se subió las mangas de la camisa armándose de valor.
―Prima, anda, daros un paseito por aquí cerca. Ahí en la esquina hay un bar, podéis tomaros una cañita mientras termino de arreglarme.
―¡Pero Elena! ¿Qué me estás contando? Venimos desde el pueblo para veros. Anda, déjate de tonterías y abre la puerta, esperamos en el comedor hasta que estés preparada. ¿No está tu marido en casa? Anda, que vaya pieza, seguro que si vamos al bar nos lo encontramos allí jugando al dominó con los amigos, como si lo viera...
La mujer hablaba y hablaba sin parar, y Luis no llegaba. Habían pasado más de cinco minutos y no había rastro de él ni de las lamparillas de noche. No pudo mantener aquella situación por más tiempo, decidió abrir la puerta. «Subid», dijo sin añadir nada más asumiendo el terrible desenlace. Se volvió nerviosa, jugando con sus manos, colocando de nuevo las mangas de su camisa. Vio la caja y el profuso embalaje disperso por el suelo del comedor. «No hay escapatoria, verán los “restos” y preguntarán por las lamparillas», se dijo prácticamente en un lamento. No quería decepcionar a su prima, la quería mucho, fue ella quien la crió desde pequeña en el pueblo, quien la animó a trasladarse a la capital para iniciar sus estudios; sabía que le había dolido profundamente no haber podido asistir a su boda a causa de la enfermedad de su padre. Si no veía las lamparillas se llevaría un disgusto. «¿Dónde estará Luis? ¿Por qué no vuelve? Ya debería estar aquí».
Sonó el timbre de la puerta. Elena, decidida a enfrentarse a todo, se dirigió hacia ella, pero antes de llegar, Luis abrió. Le acompañaban Ramona, Ramón y las dos piernas, tal y como cuando se despidió de ellas. Su marido entró primero sin perder la sonrisa y volvió a guiñarle un ojo. Detrás de él, la visita, casi apresurada, accedió a la vivienda dejando un montón de bolsas en la entrada.
―¡Querida! ¡Estás guapísima! Ay, mi niña, ven aquí y dame un beso ―exclamó Romi agarrando a Elena y dándole un par de sonoros besos.
―Hola sobrina. Estás más gorda, ¿no? Te sienta bien el matrimonio ―dijo Ramón.
―¡Qué ilusión veros! ¿Cómo que habéis venido a Madrid? ¿Va todo bien? ¿Qué tal está el tío?
Mientras besaba y preguntaba a su prima por la familia, no perdía de vista a Luis que se entretenía en colocar las piernas sobre la chimenea, una a cada lado. Se alejaba un poco, se quedaba pensativo en plan interesante y volvía de nuevo a moverlas. Junto a él, Ramón observaba el ritual desde el sofá, donde ya se había acomodado.
―Tu Luisito es un niño encantador. Mira, nos lo hemos encontrado en el ascensor y hemos subido juntos. Me iba diciendo que os ha encantado el regalo. ¡No sabes la ilusión que nos hace! Que nada más desembalar las lamparillas, ha bajado al bar para enseñárselas a sus amigos. ―acercándose a Elena y hablando un poco más bajo añadió...― ¿No te decía yo que seguro que me lo encontraría allí?

jueves, 22 de marzo de 2012

Respirar primavera


0:12
«Espérame, espérame siempre.»
Aquellas palabras vertidas en tinta, tantas veces leídas, repasadas hasta el último detalle del baile ligero de la pluma que las dictó, eran ahora sus únicas compañeras. 

0:34
¿Se transformaría en el mismo papel ajado por el paso de los años? ¿Se dejaría atrapar por las sombras, por el silencio? Sentía temor pues desde hacía algún tiempo hasta su propia voz la había olvidado.
«Espérame, espérame siempre...»

0:57
Aquel día el cielo estaba despejado, el sol marcaba perfectamente la línea a seguir. La primavera había llegado plena inundando de vida los corazones y compartiendo su magia con quien la miraba de frente, pero ella ya no poseía la capacidad de transmitir ni era capaz de contagiarse de esos sentimientos. Perdió la esperanza y con ella su guía. Sabía que no había remedio, que él no volvería a su lado; quizá ni la recordaría y aquella idea... Aquélla la mataba en vida. Cada paso, lento y angustiado, la dirigían hacia el mirador desde el que cada tarde desde hacía mucho esperaba su regreso hasta que el día tocaba a su fin, hasta que la noche consumía su paciencia. Y releía...

2:07
«Espérame, espérame siempre.»
Cuánto más habría de aguardarle... Había dedicado una vida entera a un amor baldío, entregándose a él únicamente en sueños. Y «siempre», siempre tiene un desenlace inesperado.

2:31
«Te esperaría, te esperaría siempre si supiera que piensas volver. Pero cada segundo se hace eterno y el vacío es más grande que el tiempo que nos quedaría por compartir. Me rindo, no me queda aire en los recuerdos para mantenerte a mi lado, para mantenerme a tu espera...

2:56
... Te quiero, te querré siempre allá donde tu corazón descanse. No importa si es con otra porque sé que el amor que un día me entregaste será eterno, seguirá vivo mientras el papel conserve el aroma de tu cuerpo, la esencia de tus palabras dedicadas.» 

3:20
Hoy, por última vez, dejó caer las pocas lágrimas que conservaba brindándoselas por completo. Del bolsillo de su chaqueta sacó un papel marchito y recitó al viento los sentimientos que hasta entonces la habían tenido atada a aquel instante.

3:42
«Espérame, espérame siempre; esta vez te toca a ti, estés donde estés. Cambiaremos el turno en este aplazamiento de cariño, invertiremos los papeles sin importar si se hace efectivo el cambio. Ahora me toca vivir a mí pues mi tiempo se agota. Me libero de esta agonía pues ha llegado mi primavera. Ahora... Ahora me toca respirar para mí, por mí.»




miércoles, 21 de marzo de 2012

Los lamentos de la Alhambra

Cuenta la leyenda que cuando Boabdil, el último rey de Granada, salió de la ciudad hacia su exilio en las Alpujarras, volvió la cabeza y lloró mientras escuchaba a su madre, la sultana Aixa, pronunciar las siguientes palabras: «Llora como una mujer lo que no supiste defender como un hombre».
Pero lo que pocos saben es que el triste destino de las concubinas del rey fue lo que dio origen al lamento de los gatos... Aquellas mujeres, nacidas y amadas en la Alhambra, se negaron a abandonar la ciudad palatina. Ante tal negativa, la reina Morayma, temerosa de que se incumplieran las capitulaciones firmadas con los cristianos, lanzó un encantamiento convirtiéndolas en gato con la firme promesa de que recuperarían su forma humana cuando Granada volviera a pertenecer a la dinastía nazarí. Desde entonces, cada noche las amantes del rey Boabdil lloran su marcha en largos lamentos felinos.