Luis y Elena abrieron, no sin cierta dificultad, el presente. Con
cada vuelta de precinto, con cada pliego de periódico arrugado para
ajustar los obsequios y el entretenimiento de explotar las burbujas
en medio de la excitación del momento, sus expectativas iban
creciendo. Craso error. Luis terminó de desembalar la segunda pieza
y la dejó sobre la mesa del salón, junto a la otra. Ambos se
miraron estupefactos y después se volvieron hacia las lamparillas
sin mediar palabra.
Sobre cada base de madera se erguía una pierna con zapato de tacón
negro y media de rejilla hasta llegar a la bombilla, y sobre ella,
una desproporcionada pantalla amarillenta terminada en un adorno del
que pendían pequeñas borlas negras.
―Esto... ¿Realmente piensas poner eso en el dormitorio? ―preguntó
Luis aguantándose la risa.
Elena
le miró con una expresión entre triste, de asco y decepción. No le
hacía ninguna gracia el regalo, pero después de leer la carta que
su prima Romi había incluído en el paquete, le sabía mal
deshacerse de las lamparillas. En la misiva, decía que se habían
acercado a la ciudad ella y su marido desde Moral de la Reina, donde
vivían a cincuenta y siete kilómetros de Valladolid, para
comprarlas, que le hacía ilusión que su primita del alma
tuviera un detalle por su reciente enlace. Elena conocía bien el mal
gusto de la mujer en cuanto a detalles, de hecho era famosa en el
pueblo y alrededores por su indumentaria algo destartalada, rozando
lo hortera. Pero ese «defectillo» poco importaba, lo compensaba con
su inmensa simpatía y comprensión.
―¿Y bien?; ¿has pensado qué vamos a hacer con ellas? Tengo que
bajar la basura, si quieres aprovecho el viaje.
―No digas eso, Luis. Seguramente habrán gastado una fortuna,
conociendo a Ramona habrá ido a alguna tienda de diseño, y esas
cosas siempre salen caras.
―¿Pero tú las has visto bien? ―insistió Luis.
―No vamos a tirarlas. Haremos sitio en el trastero.
―Siempre podemos decirles que se han roto en el transporte.
―Sí, claro, tal y como venían embaladas ni siquiera un terremoto
las habría descalzado.
Elena
se dejó caer sobre el sofá, chafada por la sorpresa que no había
sido tan agradable como esperaba. Luis se sentó a su lado y trató
de consolarla.
―Vamos, nena, no te preocupes. Siempre puedes pedirles el ticket y
cambiarlas por algo que te guste más.
―¿Cómo vamos a hacer eso? No, no, las lamparillas se quedan, lo
que no sé es dónde, la verdad.
Luis se levantó y se acercó con aire ceremonioso a la mesa. Empezó
a jugar con las lámparas, cambiándolas de sitio, colocando las
puntas de los zapatos hacia dentro y hacia afuera, probando todas las
combinaciones posibles mientras acompañaba sus movimientos con un
discurso absurdo y una voz ridícula. Consiguió arrancar las risas
de su esposa. Ambos rieron.
―Probemos en el dormitorio, igual quedan bien ―dijo Elena a
sabiendas de que no iban con la decoración de ningún rincón de su
casa.
―¡Ni pensarlo! Si no las quieres tirar, van al trastero ahora
mismo ―afirmó amarrando una «pierna-lámpara» con cada brazo.
La joven no le detuvo, era la única solución. Acompañó a su
marido hasta la entrada y se despidió de ellas deseando que fuera
para siempre. Justo cuando se cerraba la puerta del ascensor en
dirección al «cuarto del olvido», como Luis llamaba al trastero,
sonó el timbre del piso.
―¿Quién es? ―preguntó Elena con su voz dulce, casi tímida.
―¡Moza! Soy tu prima Romi ―dijo a voces.
―Y tu primo político, Ramón ―añadió su marido por detrás.
Elena se quedó paralizada. No supo qué decir ni qué hacer. Pensó
en avisar a Luis, pero no había cogido el móvil; no tardaría en
volver y, conociéndolo, llegaría haciendo algún chiste sobre las
lamparillas.
―¿Elena?; ¿niña? Primica,
¿estás?
―Sí, sí... Dame... Dame un segundo, que acabo de salir de la
ducha.
―¡Como si no te hubiera visto desnuda! ¿Quién te crees que
limpiaba ese culo gordo cuando eras un bebé? ―la pareja que aún
esperaba en la calle, rió al unísono.
Elena, instintivamente se miró las nalgas.
―Mi culo no es gordo ―dijo casi indignada. Pensó que dándole
conversación concedería tiempo suficiente a su marido para volver a
casa y buscar una solución.
―Mujer, no te ofendas, pero sabes que es bien cierto.
Se abrió la puerta del piso. Luis entró entre risas y encontró a
Elena enganchada al telefonillo suplicándole silencio.
―¿Qué pasa? ―dijo susurrando.
―Mi
prima Ramona y su esposo están abajo. Han venido de visita,
comprobará cada espacio, buscará las lamparillas, querrá ver si su
regalo ha llegado bien ―el tono apurado delataba su estado de
nervios.
―Tranquila, tú dale cháchara; en cinco minutos estamos de vuelta
las piernas y yo ―le giñó un ojo a Elena y salió de nuevo,
apresurado.
El timbre volvió a sonar con una insistencia inquisitoria. Elena se
subió las mangas de la camisa armándose de valor.
―Prima, anda, daros un paseito por aquí cerca. Ahí en la esquina
hay un bar, podéis tomaros una cañita mientras termino de
arreglarme.
―¡Pero Elena! ¿Qué me estás contando? Venimos desde el pueblo
para veros. Anda, déjate de tonterías y abre la puerta, esperamos
en el comedor hasta que estés preparada. ¿No está tu marido en
casa? Anda, que vaya pieza, seguro que si vamos al bar nos lo
encontramos allí jugando al dominó con los amigos, como si lo
viera...
La mujer hablaba y hablaba sin parar, y Luis no llegaba. Habían
pasado más de cinco minutos y no había rastro de él ni de las
lamparillas de noche. No pudo mantener aquella situación por más
tiempo, decidió abrir la puerta. «Subid», dijo sin añadir nada
más asumiendo el terrible desenlace. Se volvió nerviosa, jugando
con sus manos, colocando de nuevo las mangas de su camisa. Vio la
caja y el profuso embalaje disperso por el suelo del comedor. «No
hay escapatoria, verán los “restos” y preguntarán por las
lamparillas», se dijo prácticamente en un lamento. No quería
decepcionar a su prima, la quería mucho, fue ella quien la crió
desde pequeña en el pueblo, quien la animó a trasladarse a la
capital para iniciar sus estudios; sabía que le había dolido
profundamente no haber podido asistir a su boda a causa de la
enfermedad de su padre. Si no veía las lamparillas se llevaría un
disgusto. «¿Dónde estará Luis? ¿Por qué no vuelve? Ya debería
estar aquí».
Sonó el timbre de la puerta. Elena, decidida a enfrentarse a todo,
se dirigió hacia ella, pero antes de llegar, Luis abrió.
Le acompañaban Ramona, Ramón y las dos piernas, tal y como cuando
se despidió de ellas. Su marido entró primero sin perder la sonrisa
y volvió a guiñarle un ojo. Detrás de él, la visita, casi
apresurada, accedió a la vivienda dejando un montón de bolsas en la
entrada.
―¡Querida! ¡Estás guapísima! Ay, mi niña, ven aquí y dame un
beso ―exclamó Romi agarrando a Elena y dándole un par de sonoros
besos.
―Hola sobrina. Estás más gorda, ¿no? Te sienta bien el
matrimonio ―dijo Ramón.
―¡Qué ilusión veros! ¿Cómo que habéis venido a Madrid? ¿Va
todo bien? ¿Qué tal está el tío?
Mientras besaba y preguntaba a su prima por la familia, no perdía
de vista a Luis que se entretenía en colocar las piernas sobre la
chimenea, una a cada lado. Se alejaba un poco, se quedaba pensativo
en plan interesante y volvía de nuevo a moverlas. Junto a él, Ramón
observaba el ritual desde el sofá, donde ya se había acomodado.
―Tu Luisito es un niño encantador. Mira, nos lo hemos encontrado
en el ascensor y hemos subido juntos. Me iba diciendo que os ha
encantado el regalo. ¡No sabes la ilusión que nos hace! Que nada
más desembalar las lamparillas, ha bajado al bar para enseñárselas
a sus amigos. ―acercándose a Elena y hablando un poco más bajo
añadió...― ¿No te decía yo que seguro que me lo encontraría
allí?