—Claro, es una obra maestra. Tus
anteriores libros eran basura —afirmó con rotundidad Ismael.
—Hombre, yo no los calificaría como
basura; es cierto que tenían poca gracia, pero…
—¿Poca? Más bien ninguna.
Respiré profundo. Conté en silencio
hasta diez para recobrar la calma. Durante ese corto intervalo de
silencio, me incorporé un poco para apagar el cigarro en el
cenicero. Al lado, sobre la mesa, en forma de abanico, tenía
colocadas sus tarjetas: «Ismael Lozano. Editor». Tomé una y
descoloqué el resto como represalia por su insulto.
—¿Y bien? ¿Qué querías contarme?
No tengo todo el día —me invitó amablemente a seguir con mi
declaración.
—Al poco tiempo, me pediste un
segundo libro. Prácticamente me exigiste el mismo nivel y fue
complicado. Tuve que ingeniármelas para hacerme un hueco en el club
social de doña Enriqueta. Me costó muchas tardes de favores,
recados y chapuzas en su casa. Pasé de ser un don nadie a ser el
niño de sus ojos; si hubiera continuado con aquella pantomima habría
acabado nombrándome su heredero, estoy seguro. Con el paso del
tiempo y el divorcio de Isabel, el tema de conversación había
cambiado. Ahora, las vecinas, generosas como siempre, habían puesto
el foco de atención sobre Leo, el chico del conserje. La verdad es
que se le veía venir, ya desde niño apuntaba maneras. Los rasgos
afeminados se hicieron más patentes con el tiempo y, claro, según
Enri —como le gustaba que la llamara— era más maricón que un
palomo cojo. Tanto insistió que acabó convenciéndonos a todos,
incluido al padre, que decidió llevarlo a unos cursillos católicos
para reformarlo. Al final acabó haciéndose cura.
—Genial el título, «Padre gay, cura
maricón» —dijo entre risotadas que me resultaron casi
insultantes.
—A mí no me hace ni puta gracia.
—Ya, bueno, pero volviste a desbancar a Erika Leonard y sus jodidas «Cuarenta sombras de Grey».
—Son cincuenta —le corregí.
—Como si son dos mil, me da igual.
Conseguiste vender más que ella las Navidades pasadas, ¿qué más
quieres?
—No quiero seguir con esto.
—¿Con qué? ¿Escribiendo? ¡Eres
escritor, maldita sea! ¿Ahora quieres cambiar de profesión? ¿Qué
quieres ser, sexador de pollos? —volvió a reír.
—Quiero decir que no puedo seguir con
esto. No soy escritor, soy transcriptor. Únicamente me dedico a
pasar al papel todas y cada una de las calumnias de mis vecinas, me
avergüenzo de ello. Además pensé que pasaría desapercibido, la
mayoría de ellas, lo más que han leído en su vida es la Biblia.
Pero no contaba con sus hijos ni sus nietos, ni los amigos de sus
hijos y sus nietos. Por más que traté de cambiar los nombres y las
descripciones de los personajes, me han pillado. Enri ha dejado de
ser Enri, ha vuelto al doña y al nombre completo al darse cuenta de
mis verdaderas intenciones. Su nieta —maldita niña— la puso
sobre aviso.
—No insultes a nuestros lectores, son
los que te dan de comer —aseveró con sarcasmo.
—Ahora ya no me habla nadie en la
escalera, salvo para pedirme que les firme el libro para algún
conocido.
—¿Cuál es el problema? Cómprale
unas flores y listo. Necesito un tercer libro en el plazo de un
mes, así que no te demores.
—No puedo, me niego. Estoy seguro de
que ahora estarán rajándome a mí. Casi puedo verlas, asomadas cada
una a su ventana, imitando mi forma de hablar. Se estarán mofando de
cada momento en los que participé en sus reuniones.
—¿Eso te preocupa? Con lo que has
ganado con tus últimas dos novelas puedes permitirte un piso en la
misma Plaza Mayor de Madrid.
—Yo no quiero eso... No sé qué
quiero la verdad —dije compungido.
—Pues yo lo tengo muy claro: quiero
un tercer libro así que ya te estás buscando otro vecindario con
viejas glorias que te surtan de buenas historias.