miércoles, 1 de septiembre de 2010

Rutinas

Odio mi trabajo, si los sindicatos supieran que mi jornada es de 20 horas lo llamarían «explotación» o algo peor. Nunca veo la luz del sol, llevo tantos años realizando la misma tarea que ya ni recuerdo haber hecho otra cosa, mi vida es «nocturna» a pesar de trabajar durante el día. A diario soy testigo de mil historias: amigos que se reencuentran, parejas que se rompen, otras que comienzan... Más de una vez han dejado versos escritos cerca y desde mi sitio los releo hasta gastarlos, con la inestimable ayuda de la señora de la limpieza.
Podría decirse que soy el empleado perfecto. Desde el primer día he sido puntual, siempre al pie del cañón, jamás he pedido una baja ni he dejado de cumplir con mis obligaciones. Aun así nunca he recibido un ascenso o un incentivo, ni siquiera ese traslado que tanto deseaba. Me hubiera bastado una palabra de ánimo o, al menos, de agradecimiento. Pero nada, para los jefes no somos más que números en un listado.
No hace mucho se les ocurrió la brillante idea de contratar a un «experto en eficiencia». Como resultado de ese fantástico plan hubo unas cuantas clases de inglés para todos, nos dieron unas normas absurdas para aumentar nuestro «rendimiento» y, como era de esperar, prejubilaciones para los más veteranos y la llegada de sangre nueva, una panda de novatos, todos igualitos, como cortados por el mismo patrón. Llegaron más preparados y supongo que su soberbia ante alguien como yo era lo que les impedía ―y les sigue impidiendo― dirigirme la palabra.
Mi vida es una rutina insoportable. En la hora punta no me da tiempo ni a escuchar a los viajeros ―mi principal hobby para relajarme en los momentos de estrés― y en las horas de menos tránsito la gente sigue teniendo la misma prisa, va corriendo a todas partes y tampoco se paran a decirme nada. Me siento solo, nadie se percata de mi presencia. Ese es el principal problema: no me ven, no se dan cuenta de que siempre soy el mismo, en mi puesto, cada día durante años, el que les da paso a los andenes como quien abre una puerta hacia su destino.
―¡Buenos días! Good morning! ¿Qué tal se encuentra hoy? How are you? ―para algo tenían que servirme las clases de inglés.
―Buenos días a usted también. Pues bien, aquí estoy, trabajando un día más.
―Eso está bien, hay que levantar España.
―Sí, bueno, con el sueldo que me pagan.
... Invento conversaciones insulsas, establezco monólogos con mi sombra. Quien me oiga pensará que estoy loco, aunque con la fauna que normalmente frecuenta la estación seguro que paso desapercibido; ni cuerdo ni loco se fijan en mí.
Suma y sigue, again and again. Me da la sensación de que cada día soy más impersonal, menos humano. He dejado de prestar atención a las conversaciones ajenas. Las pintadas y los poemas me parecen vacíos y repetitivos y más bien se me antojan vandalismo que la expresión artística que se les atribuye.
Y así todos los días, la misma rutina. Para cada viajero compruebo su billete, el billete es correcto, «Puede usted pasar, que tenga un buen viaje».
Pensándolo despacio no está tan mal, podría decirse incluso que es un chollo: sin tener que moverme del sitio, sin grandes complicaciones, ideal para el pecado del perezoso: un trabajo fácil, Easy!
Es posible que alguno de los usuarios del metro me conozca. El día después de la última huelga mis compañeros y yo ocupamos un lugar destacado en la primera plana de los periódicos más importantes. Haga memoria, yo era el cuarto por la derecha en la foto de portada del ABC. ¿El motivo? Bien sencillo: nuestra estación se convirtió en el campo de batalla entre piquetes y policía. Debido a las consecuencias de la «contienda» uno de mis compañeros estuvo de baja durante bastante tiempo; sin embargo, nadie le dio importancia y al día siguiente todo siguió como si nada. Aquello me hizo pensar en el valor real de mi compromiso con la empresa; por suerte o por desgracia, soy de los que da muchas vueltas a las cosas. Este pensamiento recurrente me lleva atormentando desde entonces, ocupando mi mente, así que he tomado la determinación de hacer mi trabajo sin ocuparme de nothing more.
Y así todos los días. Para cada viajero, check the ticket, su ticket es correcto, «Puede usted pasar, que tenga un buen viaje».
Probablemente usted no lo sepa, pero la comprobación que hacemos de su ticket (o, mejor dicho, título de transporte, como lo llamamos en la jerga técnica del metro) podríamos decir que es bastante deficiente. Cualquier usuario espabilado podría engañarnos fácilmente con poco más que seguir un sencillo experimento de física de primaria. Basta con meter el billete unos minutos en el congelador y ni yo mismo podría darme cuenta de que es usado. Desde que los jefes han descubierto este pequeño truco, han estado pensando alguna forma de darnos el equipo necesario para que podamos detectarlo. En lo que a mí respecta no tengo especial interés en implicarme en el tema, pero bueno, el tiempo que les lleve darnos las instrucciones para el nuevo lector será al menos un descanso en el trabajo, que siempre es de agradecer.
Para cada viajero, with the new reader, check the ticket, si el ticket es correcto, «Puede usted pasar, que tenga un buen viaje».
Un nuevo día, inicio del sistema, diagnóstico de los periféricos, comprobación de la conexión con el servidor establecida, autenticación satisfactoria, todo correcto, iniciando rutina principal:

reader = new Reader();
for (Traveler traveler : travelers) {
   if (reader.check_is_OK(traveler.ticket)) {
       tourniquet.grant_access()
       System.out.println("Have a nice journey " + traveler);
   }
}

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