viernes, 7 de octubre de 2011

Los girasoles

María había pasado los últimos años sumida en la tristeza. La suerte no había estado de su lado en ninguna de sus facetas: su pareja la dejó por otra, se había quedado sin trabajo y había perdido a uno de sus seres más queridos. «¿Puede ir peor?», se preguntaba constantemente.
Aconsejada por su familia, decidió vender su piso en la capital y trasladarse de nuevo a su pueblo de origen. Pero la sensación seguía siendo la misma, se sentía una extraña allá donde iba, había estado muchos años fuera y no conocía a nadie, salvo a los más cercanos y algunos amigos de la infancia. Todos tenían ya su vida hecha y ella, en la soledad de un piso alquilado, se sentía sin historia propia.
Una mañana, paseando con su madre por la calle principal, se cruzaron con una pareja de ancianos que iban cogidos de la mano, dedicándose sonrisas a cada momento. Su madre le contó que ambos eran viudos, se habían conocido en las clases de baile de salón hacía cinco años y desde entonces se habían hecho inseparables. Tuvo la necesidad de volver atrás en sus pasos, de volver a encontrarlos pues la sensación fue tan hermosa, tan esperanzadora que a partir de ese momento decidió iniciar una nueva vida.
Los comienzos no fueron fáciles. Había olvidado rápidamente los horarios y las rutinas, apenas le quedaba nada de su pasado que quisiera mantener al día. Lo único a lo que se sentía realmente unida era a sus cuentos, a su afán por la escritura. Permanecía horas sentada delante del ordenador escribiendo pensamientos, ideas sueltas, inconexas, pero que ella le servían de liberación. Con el tiempo buscó nuevas obligaciones con las que cumplir, recuperó el orden del sueño y la necesidad de la responsabilidad. Empezó a cuidarse con más esmero, manteniendo todo lo que le rodeaba con la misma alegría con la que intentaba comenzar cada mañana. Compraba flores y las repartía por todas las habitaciones, abría las ventanas para dejar entrar el aire aunque fuera frío, necesitaba tanto sentirse viva...
Apenas unos meses después, María volvía a ser ella misma. No había conseguido recuperar toda la alegría que antes tenía, pero sus ojos ya no transmitían aquella lejana tristeza, había vuelto a vestir de colores y se sentía mejor, más segura, aunque seguía echando el falta la compañía, el cariño, tener a alguien a su lado que le hiciera sentir más plena.
Celia, su mejor amiga desde la infancia, decidió que era el momento de buscarle una pareja y empezó a ejercer de Celestina. Invitaba a María a acompañarla cada vez que salía a tomar un café o unas cañas. Le presentaba a sus amigos, previa selección, con intenciones que nuestra protagonista ya conocía. Después, en las charlas a solas, reían conversando acerca de las citas. La intención de su amiga era buena, pero ella tenía demasiado miedo para volver a entregar de nuevo su vida a otra persona. A pesar de su juventud, las inseguridades, tanto tiempo arrastradas, habían hecho mella y le era difícil deshacerse de ellas.
Una mañana, cuando se disponía a salir de casa, encontró junto a su puerta una rosa con una nota. Se quedó quieta, sorprendida. Recogió la flor y leyó en alto: «Tienes la sonrisa más hermosa». Sin firma, aquello hizo sonrojar sus mejillas y despertar una sonrisa. Volvió al interior y colocó la rosa con cuidado en un vaso con agua. La nota la guardó en la cartera. El resto del día pasó como cualquier otro, pero cada vez que encontraba un momento, estuviera donde estuviera, sacaba la nota y la releía. «¿Quién será?», se preguntaba.
A la mañana siguiente se encontró con otra sorpresa, esta vez era una margarita y en la nota ponía: «Tienes la mirada más intensa». María salió hacia el rellano de la escalera esperando encontrar al autor, pero no había nadie. Colocó la margarita junto a la rosa que aún lucía con intensidad y sacó la dedicatoria del día anterior para comparar la letra, no había duda, se trataba de la misma persona, pero de quién...
Recibió flores, cada una distinta, durante días, cada una con palabras nuevas, cada cual más hermosa que la anterior. Compró un florero más grande y dejó de guardar las notas en la cartera; las puso todas por orden sobre el corcho de su despacho, cogidas con chinchetas del color que le correspondía a cada flor que su admirador secreto fue dejando.
¿Cuándo acabaría? ¿Cómo acabaría? María deseaba cada vez más conocer a la persona que le había hecho recuperar la sonrisa que la acompañaba hasta el día siguiente con la esperanza de encontrar un nuevo detalle. Decidió tomar la iniciativa. Una noche, antes de acostarse, dejó en la puerta de su casa, pegado al pomo un possit en el que simplemente ponía: «Mis favoritas son los girasoles pequeños». A la mañana siguiente salió aún en pijama hacia la puerta, pero no había nada, solo su nota colgada. La recogió con cierta desilusión, con tristeza y volvió a su rutina, haciendo un esfuerzo por olvidar. Aquel día se hizo el más largo en mucho tiempo, empezó a dudar de su idea. «He sido una estúpida, no debí hacerlo».
A la mañana siguiente, poco antes de su hora de salida, llamaron al timbre. Pensó que sería el cartero y abrió el portal  sin preguntar. Apenas un minuto después sonó el timbre de su puerta. Cuando abrió, un enorme ramo de pequeños girasoles apareció frente a ella. Tardaron unos segundos en reaccionar. Él apartó las flores y ella, sonriendo, le invitó a pasar.

3 comentarios:

P. Shada dijo...

supongo que la imaginación es la mejor de las floristas.
buenos días.

Arioleta dijo...

Qué si no... Además no me gustan las flores cortadas :-P Mañana mismo voy a la floristería a por un par de plantas para tener alguien con quien hablar en mi casa.
Un besote.

Sangre dijo...

Bonito relato querida amiga...
Un abrazo