―Déjate
de historia, el mundo se acaba esta noche, lo han dicho en las
noticias.
Mi
madre, siempre tan optimista.
―¿Y
qué quieres que haga? ¿Que no vaya a trabajar? ―Le dije
indignado.
―No
no, tú acaba el desayuno y ve puntual, como todos los días, no vaya
a ser que...
―Que
no se acabe el mundo y todo siga como hasta ahora, ¿no?
―Ya,
pero ¿y si se acaba? Voy a llamar a tus tías ahora mismo y a pedir
hora en la peluquería.
―¿Te
vas a hacer la permanente para llegar guapa al otro lado? Anda que
vaya cosas tienes...
―Bueno,
si no se acaba al menos ya estoy arreglada para el fin de semana.
La
conversación entraba ya en un absurdo bucle. Acabé el tazón de
cereales y me levanté sin mediar palabra.
―¿Te
vas a ir sin despedirte? ―Mi madre empezó a sollozar de una forma
casi teatral.
―Pero
mamá...
―Ni
mamá ni leches, ¿y si realmente se acaba el mundo? No volveré a
verte.
―¿No
estarás esta tarde?
―No,
he quedado para ir a tomar algo con mis amigas. Vamos a darnos un
homenaje, por si acaso.
Me
acerqué para darle el beso de costumbre, ella se abrazó a mí
desesperada, diciendo lo mucho que me quería. «Vale mamá, yo
también te quiero. Nos vemos mañana», y lanzándole un beso desde
la puerta zanjé la conversación.
De
camino al trabajo me sorprendió el poco tráfico a pesar de ser hora
punta. Los comercios estaban atestados, la gente hacía cola para
entrar en las tiendas de comestibles y salían cargados de bolsas. Me
detuve en un semáforo; cruzó un grupo de chavales con litrona en
mano, agarrados del hombro y coreando al unísono una canción de
Extremoduro. Al otro lado, en el parque, las parejas ocupaban los
bancos entregándose al amor; solo reconocí a un usuario habitual:
el hombre que daba de comer a las palomas ocupaba el asiento de
siempre, pero esta vez desmenuzaba el pan con otra cara, con una
amplia sonrisa. A la entrada de los colegios apenas había niños y
las pocas madres que acompañaban a sus pequeños, les abrazaban y
besaban sin dejar de llorar; la cara de estos era todo un poema, a
saber qué pensarían que les esperaba hoy en clase.
Cuando
llegué al parking no tuve problema para dejar el coche. «No me
puedo creer que la gente se haya creído lo del fin del mundo. Estoy
convencido de que es una campaña de marketing para fomentar el
consumo y que la gente se olvide de las preocupaciones mundanas». En
el departamento apenas estábamos una decena; la excusa del día:
«Enfermedad», más bien lo llamaría «miedo», pero dudo que esté
reflejado en el convenio.
La
jornada se hizo larga y aburrida. Me tocó hacer todo el trabajo de
los ausentes y eso me retuvo hasta tarde. Cuando al fin terminé,
apagué el ordenador y me acerqué a la máquina de café para tomar
algo antes de irme. Como no había nadie, aproveché y me encendí un
cigarro. «Si este es el último pito de mi vida, al menos me lo fumo
tranquilo», pensé.
―Disculpa,
aquí no se puede fumar ―afirmó la recepcionista que había subido
al descansillo con la misma intención pues, aunque trató de ocultar
el paquete de Fortuna, el mechero lo llevaba a la vista.
―No
hay nadie más. Si me guardas el secreto, yo guardaré el tuyo ―dije
mientras le ofrecía un cigarro.
―¿Crees
que se acabará el mundo? ―preguntó mientras le daba la primera
calada.
Me
eché a reír. «¿Acaso importa?». Y sin mediar palabra, se
abalanzó sobre mí y empezó a besarme. Hicimos el amor en la
escalera, algo frío para mi gusto e incómodo para el suyo. Cuando
acabamos, ella se vistió deprisa y ambos compartimos mi último
cigarro.
―Pase
lo que pase, si le cuentas esto a alguien, le diré al jefe de
personal que te pillé fumando en el edificio ―sentenció
amenazante.
Mi
madre llevaba razón, debería dejarme de rollos. Ahora solo espero
que el mundo se acabe todos los días.
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