Siempre
comenzaba con la misma cantinela: los horarios, el control de
asistencia, un resumen de los contenidos y, a modo de chiste, la
distribución del centro. Era simple, muy simple. No había
recepción; la puerta daba directamente al aula. Allí, distribuidas
en filas y contra la pared en un extremo, se apiñaban las mesas. Al
otro lado, dos cuartos: un almacén y otro para los aparatos a la
espera de reparación. En este último, una puerta daba acceso al
baño.
—La
salida de emergencia es la misma por la que habéis entrado y si
alguien tiene alguna necesidad fisiológica urgente, el aseo está a
mi izquierda.
No
habían pasado ni diez minutos desde la introducción al primer tema
cuando empecé a sentir retorcijones.
—Esto
ha sido la salsa de soja —pensé haciendo un repaso mental del menú
del restaurante chino.
Hablaba
del desarrollo de las Nuevas Tecnologías en los últimos años
mientras la agitación de mi estómago evolucionaba a un ritmo más
acelerado que el propio Internet. Traté de disimular los rugidos
subiendo el tono de voz. Las ventajas del uso de estas herramientas
en la vida diaria parecieron calmar algo las molestias, pero al
abordar los inconvenientes vino lo peor. Desde el primer uso
inadecuado hasta llegar a los fraudes, el malestar se fue
intensificando. El dolor era tal que de vez en cuando tenía que
sentarme en el pico de mi mesa para disimular cada encogimiento. Di
paso a los alumnos invitándolos a participar en un debate
improvisado acerca de la cuestión que nos ocupaba. Necesitaba
descansar. Intenté controlar la respiración en un vano intento de
aliviar mi sufrimiento, pero no hice más que empeorar la situación.
Empecé a sudar profusamente. Un calor abrasador me recorría desde
el bajo vientre hasta la cabeza.
—Si
no os importa, voy a poner un ratito el aire acondicionado —disimulé
mis intenciones.
Moderé
el debate como pude, intentando mediar entre cada intervención y mi
ansiedad. Cuando empezaron a acabarse las ideas, ofrecí hacer un
descanso de quince minutos. Lo necesitaba de forma apremiante.
Imaginé el agua fresca en la nuca y casi sentí consuelo. Al primer
paso hacia el baño, se acercó una muchacha.
—Alicia,
¿puedo hacerte una pregunta?
—Sí,
claro —mentí, no estaba lo suficientemente concentrada ni para dar
la hora.
—Verás,
al acceder a Windows me sale un ventana avisando de un error de
nosequé
y se apaga solo.
—¿No
podrías especificar un poco más? —le dije mirando hacia la puerta
del aseo.
Ella
hablaba sin parar; no recuerdo nada de lo que decía.
—Intenta
apuntar el mensaje que te da y mañana me lo dices. Así, sin verlo,
no puedo darte una respuesta.
Había
pasado el cuarto de hora más largo de mi vida. Todos habían vuelto
a su asiento y por delante me quedaba otra hora y media de clase. El
frío en el aula parecía hacer efecto. Dejé de sudar, pero empecé
a sentir escalofríos. Recordé entonces lo que siempre decía mi
madre: «Antes de salir de viaje hay que ir al baño». No pensaba ir
de crucero ni nada parecido, simplemente había venido a trabajar.
Ahora el chiste del principio ya no me parecía tan gracioso. Ahora
era yo la que tenía una necesidad fisiológica urgente. No creí
profesional interrumpir la clase, así que apreté mi esfínter todo
lo que pude.
De
los navegadores pasé al manejo de Google. Después de una breve
explicación de sus virtudes, propuse un par de ejercicios fáciles.
Tardaron poco en hacerlos, así que se me ocurrió uno más complejo
que les llevara el tiempo necesario para poder aligerar mi carga.
Pronto empezaron a surgir las dudas.
—Alicia,
¿puedes apagar el aire? Hace frío —solicitó un señor con el
mostacho manchado de café.
—¿Puedes
venir un momento? No sé dónde tengo que pinchar —me reclamó la
señora del fondo.
—Mi
ordenador va muy lento —se quejó el alumno más joven.
Volvieron
los retorcijones, los escalofríos se turnaban con los calores y mi
esfínter parecía empezar a perder fuerza.
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