Con el sobresalto se me
había puesto un buen dolor de cabeza. Decidí tomarme una aspirina y
entretenerme con el canal 24 Horas a ver si recuperaba el sueño. En
la cocina preparé una taza con leche y la metí en el microondas.
Cerré la puerta y seleccioné el tiempo: dos minutos. En ese momento
sonaron los gritos con más fuerza. Un hombre amenazaba a una mujer
que lloraba desesperada.
—¡Eres una zorra, te
mataré!
—Cariño, por favor,
te juro que yo no...
Dos minutos, tiempo más
que suficiente para forcejeos, golpes, un grito ahogado, una
respiración cada vez más pausada y un último estertor que entraron
a través de la campana del extractor. Me quedé paralizado. En ese
instante, la alarma del microondas sonó; mi única reacción fue
soltar el bote de Nescafé que, al caer al suelo, se rompió en
pedazos.
—¿Quién hay ahí?
—preguntó el asesino.
Podía imaginarlo
asomado a su campana esperando encontrar la cara de alguien, la mía.
Tragué saliva y contuve el aliento, ni pestañeé. Al otro lado, el
hombre empezó a silbar la marcha del Coronel Bogey. Mi corazón
latía a toda velocidad, juraría que él podía oírlo desde su
cocina. La alarma del microondas volvió a sonar. Me estremecí.
—¿Quién hay ahí?
—insistió de nuevo.
Cerré la boca y los
ojos con todas mis fuerzas. Él retomó la melodía. La música
resonaba a través de la campana. Decidí sacar la taza antes de que
volviera a avisar el electrodoméstico. Sin darme cuenta, caminé
descalzo hasta la puerta y pisé algunos cristales. Mordí mi labio
inferior intentando reprimir el grito de dolor, pero se me escapó un
pequeño quejido.
—¿Qué, te has
cortado? —su risa malvada martilleó mis oídos.
Miré hacia abajo y vi
salir un hilo de sangre por debajo de mi pie derecho. Haciendo un
esfuerzo, llegué hasta el microondas y saqué la leche maldiciendo
por dentro mi dolor de cabeza.
—Si no me hubiera
movido de la cama nada de esto habría pasado —pensé.
Dejé la taza sobre la
encimera y miré la herida. Arranqué el cristal que tenía clavado y
fue el sonido de una gota de sangre cayendo al suelo la que me hizo
darme cuenta del silencio que había. Ya no sonaba nada, no había
gritos ni silbidos. Enrollé papel de cocina alrededor del corte y
fui a buscar mi móvil, debía avisar a la policía. Justo cuando
pasaba por delante de la puerta de entrada, oí el silbido por la
escalera. Mi cuerpo empezó a temblar de forma incontrolada. Ya había
marcado el 112. El sonido era cada vez más cercano, debía estar
bajando las escaleras. No sé porqué, pero un arrebato de curiosidad
me llevó a levantar la mirilla. Allí estaba, cargando con el cuerpo
de la mujer. Justo en ese instante, sonó una voz femenina al otro
lado del teléfono: «Policía, ¿dígame?». Colgué la llamada, no
quería que el asesino me descubriera. Permanecí unos segundos
quieto, soportando el dolor de mi pie, con el miedo metido hasta el
tuétano. De nuevo silencio, de nuevo la curiosidad. Corrí de una
vez más la mirilla. Al otro lado estaba el hombre manchado de
sangre, sonriéndome con la mirada fija. Levantó el brazo izquierdo,
en su mano un cuchillo de cocina ensangrentado me apuntó
directamente.
—Sé que estás ahí
—rió burlonamente y continuó silbando mientras bajaba las
escaleras.
1 comentario:
Uy, qué estremecimiento nos ha provocado esta historia...
Porque nosotros también estamos aquí...
¡Un saludo!
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