tecnología hiciera su función.
―Aída, soy mamá; entiendo que no
quieras coger el teléfono, pero, vamos, nena. Los niños no hacen
más que preguntar por ti. Vamos, niña, comprendo tu dolor, pero hay
que sobreponerse, tienes un trabajo y unos hijos que atender y sabes
que nosotros estamos aquí para lo que necesites...
Su madre seguía hablando y ella
escuchando, y a cada cosa que decía provocaba más el llanto y la
amargura de Aída... Nadie podía entender lo que ella estaba
pasando, nadie. Ni por mucho apoyo, ni por muchas llamadas; nadie iba
a conseguir que se sintiera mejor.
De pronto se levantó y en un ataque de
locura llegó a la idea de que ella haría lo mismo, cogería lo
primero que encontrara y acabaría con su vida. Creyendo ver su
futuro fuera de su cuerpo, se aseguraba de que su madre cuidaría de
sus hijos y que en el trabajo todos la echarían de menos durante una
semana, quizá dos, pero luego encontrarían a otra que la
sustituiría. Y sus hijos... Sus hijos la perdonarían, la
entenderían.
Iba acumulando ideas locas que le
hacían perder la razón por momentos. De pronto empezó a golpear
los muebles, a tirar todo lo que se encontraba a su paso al suelo...
Y cuando hubo acabado de destrozar el interior del salón, deshecha
ya y sin fuerzas, se dejó caer al suelo. Agarró su pelo con las dos
manos y volvió a llorar. Ni ella misma entendía lo que hacía o
pensaba. No hacía más que repetirse que no sería tan cobarde como
él, que no acabaría con su vida sin tener en cuenta todo lo que
tenía, lo que le rodeaba, lo que la hacía feliz.
Se levantó y lentamente se dirigió al
despacho. Sabía que allí estaba la pistola con la que su marido
había acabado con su vida. Quería saber porqué, qué motivos tenía
para hacer lo que hizo. Pensaba recrear la situación: colocarse la
pistola en la boca y si en un momento de distracción se disparaba...
¡Dios! Se estaba volviendo loca...
Al llegar cerró la puerta por dentro
con cerrojo. Se sentó en el sillón de su marido y encendió la
lámpara del escritorio. Después de intentar despejar la cabeza y
algo más tranquila, con la parsimonia de quien cree saber lo que
está haciendo, abrió los cajones y empezó a buscar el arma. La
encontró en el tercer cajón, sin llave, con facilidad; y debajo de
ella, unas notas en las cuales ponía: «Para Aída». Primero sacó
la pistola y la colocó con cuidado en frente suyo y en dirección al
corazón y después sacó las notas. Sabía que su marido escribía
día y noche. Vivía obsesionado con la idea de escribir un libro que
tratara del ser humano y todo lo que le hacía feliz, quería
convertirse en el primer escritor que descubriera cuáles era las
máximas de la felicidad.
Aída empezó a recordar a su marido,
cuando hablaba de este tema: recordaba que le hacía reír con sus
sueños de llegar al «culmen» de la felicidad y cómo esto influía
en su personalidad; recordaba con qué entusiasmo hablaba de ello,
quería hacer partícipe a todo aquel que conocía de su idea, de esa
felicidad inalcanzable que para él era real y se podía llegar a
tocar en algún momento.
Acercó la lámpara a los folios y
comenzó a leer: «Dedicado a mi mujer Aída, a la que quiero más
que a mi propia vida y por ser la persona que más me ha apoyado
todos estos años y ayudado a elaborar este tratado sobre la idea de
la felicidad».
Esto le extrañó mucho porque no
recordaba que nunca le hubiera dictado o él le hubiera preguntado lo
que opinaba sobre alguno de estos factores que había inventado para
llegar a ese abstracto tan deseado. Continuó. «Desde muy joven y
debido a la mala vida que pasé, he vivido obsesionado con la idea de
la felicidad. Todos creemos ser felices en el día de nuestro
cumpleaños o con el nacimiento de nuestro primer hijo... Pero nos
equivocamos, esa felicidad no es plena, solamente complementa uno de
los puntos que yo, como filósofo que soy, he llegado a encontrar en
lo más profundo de mi psique y creo poder aplicar al ser humanos en
general.
Así, que tras esta pequeña
introducción, doy paso a la explicación de mi nuevo plan en cuanto
a filosofía se refiere, un sistema, un tratado nuevo que revelará a
los más sabios el secreto de la felicidad...»
Aída empezó a creer que estaba loco.
Por un momento dejó de leer, creía haber encontrado la razón del
suicidio de su marido... la locura. Entre risas de asombro y sollozos
se levantó de la mesa con un aire de enfado. ¿Cómo era posible que
alguien como él, tan normal en su trabajo, con su familia, en su
casa, hubiera llegado hasta el punto de la locura? No era posible. En
cierto modo se estaba enfadando con quien ya no podía discutir y
empezó a pensar que a lo mejor ella había tenido la culpa de su
estado, pero ¿cómo? Ella siempre estaba ahí cuando la necesitaba,
fue una buena esposa, una buena amiga, una buena... No, no era
posible aquello, no lo entendía, eso no podía ser. Tanto empezó a
obsesionarle la idea que cogió los folios de la mesa y los tiró al
suelo con fuerza creando un desorden completo en la habitación.
Sentada en el suelo y con poca luz
volvió a leer de nuevo: «El secreto de la felicidad, entendida como
una felicidad plena, ese sueño inalcanzable por todos, y al igual,
tan deseado, tiene solución y explicación, lo único que hay que
hacer es tener fe en uno mismo.
La felicidad se puede dividir en
factores. Estos serían cada una de las causas que al ser humano hace
ser feliz:
* Por un lado tenemos el «aire», que
se podría interpretar como la idea del Amor.
* En segundo lugar, encontramos la
«tierra», intrepretándose ésta por el Trabajo.
* En tercer lugar, el «agua», como
las Amistades.
* Y, por último, el «fuego», que
sería la Familia.
Lo primero que hay que tener en cuenta
es que «el orden de los factores no altera el producto», así cada
cual podría ordenarlos según su criterio de importancia».
Aída siguió leyendo las páginas
siguientes en las que hacía numerosas alusiones a todos sus
filósofos favoritos. Hasta que llegó a la conclusión: «Cuál es
el momento en el que se alcanza la felicidad plena».
«Para acabar este tratado sobre la
felicidad, me queda descubrir el secreto de cómo alcanzarla y, claro
está, que depende de los factores al principio mencionados.
Bien, empecemos por recordar el
movimiento del péndulo que en este caso es importante tener
presente, y es que éste va de un extremo a otro. La explicación a
este fenómeno es la existencia plena de todos los factores, lo que
sería la felicidad en su perfección; y la ausencia de todos los
factores, que llevaría con toda seguridad a la locura y, en última
instancia, al suicidio...»
Aída dejó el folio sobre la mesa. Por
un momento quedó muda, pálida, pensativa. «Suicidio» o «locura»,
de todos modos es compatible. Está mal redactado, sería: «locura
y/o suicidio».
«Existe una explicación racional para
todos los niveles de felicidad. Así, si contamos con la presencia de
nuestra vida de todos los factores mencionados, significaría que
hemos alcanzado la felicidad perfecta.
La falta de un factor nos puede
provocar tristeza o malestar anímico; así, como el término medio,
2 y 2, se podría traducir en un equilibrio mental y nos indica que
todavía podemos llegar a la felicidad, pero con algo más de
trabajo.
La falta de tres factores puede
provocarnos crisis nerviosas o similares. Debemos tener mucha fuerza
para poder superar esta situación tan difícil para no caer en la
última etapa.
A la falta de éstos, se aconseja
visitar a un médico especializado si aún se tienen esperanzas de
tocar la felicidad, pero si no se tiene la capacidad suficiente para
superarlo podría llegar incluso al suicidio.
En conclusión, la felicidad depende de
los factores que hay presentes y la fortaleza de las personas ante
los distintos niveles».
Acabó de leer el «apunte sobre la
felicidad» de su marido mirando asombrada cada una de las ideas
expuestas. En cierto modo se podría entender como algo lógico.
Quizás algo mejor redactado hubiera llegado a ser un auténtico
tratado filosófico, pero su marido nunca fue un lumbreras. Tenía
lógica, lo entendía; en cierto modo lo que explicaba en sus
escritos podía ser real, pero ¿qué motivos tenía él? Empezó a
darle vueltas a la cabeza pensando que, si el suicidio era lo que
quedaba cuando no se daba ninguno de los factores, ella tenía que
ver en eso. Pero no era normal, eran felices, vivían bien. ¿Por
qué? Se convencía de que ella era la culpable, de que quizá él
era infeliz y después de tanto tiempo juntos no se había dado
cuenta. No lo entendía.
Empezó a llorar de nuevo. Cogió la
pistola y temblando se la colocó en la boca. Temblaba. En su cabeza
se mezclaban los sentimientos de culpabilidad y las ganas de vivir...
No sabía qué hacer. De pronto, apretó el gatillo...
Había cerrado los ojos y todavía
caían lágrimas sobre los folios. Cuando los abrió respiraba
jadeando, quizá por el miedo. Había sido capaz de disparar con tan
buena fortuna que el arma estaba descargada. La dejó caer en el
suelo. Estaba destrozada. Pero eso no impidió que se levantara a
buscar las balas; si había sido capaz de apretar el gatillo una vez,
sería capaz de hacerlo otra. Abrió los cajones y donde había
encontrado la pistola, al fondo del cajón, había una caja donde su
marido las guardaba. Cargó el arma, pero al intentar meter la
segunda carga esta cayó sobre el último folio.
Antes de acabar con su vida, como si de
una última oportunidad se tratara, buscó el final: «Aída, no
creas que mi muerte es debida a la falta de los factores que forman
la felicidad, no; yo soy feliz. Tengo la mejor esposa del mundo, te
quiero, te quiero más de lo que he querido mi vida; a los niños
también, son parte importante de mí. Y mi trabajo es perfecto y mis
amigos... Todo, y es que he llegado a ese culmen, he tocado la
felicidad justo esta tarde, en este momento en que lo escribo y me
doy cuenta de que lo tengo todo, por tanto no quiero perderlo nunca.
Si he decidido acabar con mi vida es porque quiero conservar este
momento, esta felicidad tan real para siempre, y no me basta con unas
pocas fotos o unos folios bien escritos; necesito acabar como empecé:
con la ingenuidad de un bebé recién nacido y esa felicidad innata
que lleva dentro, así me siento...
Aída, te quiero».