miércoles, 13 de julio de 2011

Ciega

Adela había pasado varias veces al lado del desconocido camino de su despacho. Aquel hombre, vestido con un mono azul, se dedicaba desde hacía días a la limpieza de las terrazas de su edificio. No se había fijado en él hasta esa tarde cuando, cargada de formularios y carpetas, tropezó con la manguera de agua a presión. No llegó a caer porque él la sujetó por la cintura.
―¿Está bien?―, le preguntó el muchacho mientras se agachaba a recoger los papeles.
Ella, colocándose la chaqueta del traje, terminó de recoger la documentación y tomó el resto de entre las manos del trabajador. No dijo nada, solo le miró a los ojos y sonrió tímidamente. Él se despidió de ella con un «hasta luego» entre dientes.
Ya hacía un rato que había terminado la jornada laboral, pero Adela debía acabar algunos informes. A última hora se acercó al baño para retocarse el pintalabios. No quedaba nadie en el edificio, salvo el personal de limpieza y seguridad en distintas plantas a la suya. No solía asustarse en estas circunstancias, pero oía ruidos que no le eran familiares. Al pasar delante del despacho de Lucía, la responsable de Recursos Humanos, le sorprendió verla acompañada. No fue capaz de reconocer a su acompañante, tampoco le importaba demasiado; pero no era habitual la situación. Se marchó a casa inmediatamente después.
Al día siguiente, cuando Adela llegaba al edificio, le sorprendió ver en la puerta una ambulancia y varios policías. No se detuvo a preguntar. En el ascensor oyó que alguien comentaba el terrible descubrimiento del cuerpo de una mujer en muy mal estado...
―Sí, creo que era de Recursos Humanos, ¿Laura o Loli?―, dijo un administrativo de la planta cinco.
―Lucía―, aclaró Adela.
El resto de pasajeros se volvió a mirarla.
―Aún está viva, pero jamás podrá reconocer a quien le hizo eso―, siguió relatando el muchacho captando de nuevo la atención del resto.
―¿Por qué?―, preguntaron a la vez los demás.
La puerta se abrió en la planta de Adela, pero no se bajó, no descendió nadie.
―Fuera quien fuera su agresor, le arrancó los ojos. La única prueba que tienen es algo que escribió ella antes de perder el sentido, con su propia sangre.
El hombre relataba con todo lujo de detalles la horrible escena: «azul» era la palabra clave.
Adela bajó dos plantas más arriba, temblando. Seguro que fue él, podría haberlo evitado; pensó que debía bajar y hablar con la policía, pero, ¿qué les iba a contar? ¿Qué oyó ruidos? Pasó todo el día encerrada en su despacho, cualquiera podría ser el violador y casi asesino. Ella sabía que era un hombre, pero no tenía más pistas que una simple palabra.
Aquel día las órdenes de empresa eran dejar la oficina a la hora adecuada. Pocos minutos antes del cierre, Adela recogió sus cosas y cuando se disponía a salir por la puerta el desconocido del mono azul pasó por delante de ella. El hombre la miró con cierto descaro y le sonrió. Ella se estremeció, algo le decía que podía ser él quien agredió a su compañera. Se volvió para cerrar la puerta y justo antes de que pudiera dar siquiera media vuelta a la llave sintió un empujón. Cayó al suelo. Antes de que pudiera darse la vuelta sintió un cuerpo fuerte sobre ella, sujetándola por los brazos mientras intentaba forzarla.
―Azul―, pronunció casi sin fuerzas.
Él se detuvo y se apartó despacio del cuerpo dolorido de Adela.
―No te di las gracias, lo siento―, añadió la mujer.
Terminó de descolocarlo. Se subió el mono y cerró la cremallera subiéndola hasta arriba.
―Si vuelves a mirarme a los ojos, te mataré. Solo sobrevivirás a mí si permaneces ciega a mis actos.
Desde entonces Adela es tan cómplice como él cada vez que aquel limpiador de terrazas comete una violación. El miedo no justifica su silencio, solo su ceguera.

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