lunes, 19 de septiembre de 2011

Las Perseidas del milagro


Adaptación de «Cuento casi sufí», de Gonzalo Suárez

«Recogí a un vagabundo en la carretera. Me arrepentí enseguida. Olía mal. Sus harapos ensuciaron la tapicería de mi coche. Pero Dios premió mi acto de caridad y convirtió al vagabundo en una bella princesa. Ella y yo pasamos la noche en un motel. Al amanecer, me desperté en brazos del maloliente vagabundo. Y comprendí que Dios nos premia con los sueños y nos castiga con la realidad.»



Las Perseidas del milagro


Aquella noche de cielo despejado y verano caluroso, don Ramón salió a tomarse un par de copas. Por la mañana había cerrado un buen negocio y quería celebrarlo. Salió de Madrid con dirección a Albacete para volver a casa a sabiendas de que tendría que hacer noche a mitad de camino. La primera parada la hizo en un club de alterne. Allí pagó religiosamente por los servicios de un par de señoritas que le hicieron pasar un buen rato entre gin tonics y esposas con terciopelo. Cuando hubo aliviado su tensión, volvió al coche. Al cabo de un rato paró en un área de descanso para orinar y al volver se miró al espejo.
―Soy un cerdo, siempre caigo ―se castigaba después del placer con las putas― si mi mujer se entera alguna vez de esto me pide el divorcio...
Se limpió el carmín que aún quedaba en su boca y empezó a gimotear como un niño. Golpeaba el volante sin darse cuenta, el cargo de conciencia mezclado con el alcohol le hicieron perder la noción del tiempo. Abrió la guantera y sacó una petaca de plata donde rezaba «10º aniversario. Te quiere, tu Pilarica». Y entre lágrimas volvió a beber a palo seco del whisky de malta que tanto le gustaba. Después de vaciar el contenido y olvidar sus penas, decidió reanudar su camino.
Antes de que arrancara alguien golpeó el cristal del copiloto.
―Oye, colega, ¿puedes acercarme?
―Sube, ¿dónde vas?
―Donde tú vayas.
No lo pensó dos veces o quizá sí, igual era una forma de limpiar su conciencia, la «buena obra del día». El hombre apestaba, era una mezcla de alcohol, tabaco y sudor. Nada más sentarse sacó de su mugrienta bolsa papel de fumar y una bolsa de hierba.
―¿Te importa su fumo? ¿Te queda algo de beber ahí? A ver... «Tu Pilarica», qué bonito. Yo también tuve alguien que me quería, pero, tío, te metes en ciertas movidas, te ves en la puta calle, con lo puesto y sin un duro.
El vagabundo hablaba sin parar mientras terminaba de preparar el porro. Don Ramón permanecía allí, apretando los dientes cada vez que el copiloto subía los pies al salpicadero.
―¿Puedo poner música? Tienes un loro muy guapo ―dijo mientras empezaba a tocar todos los botones del reproductor del coche.
―Déjalo, anda, ya lo pongo yo ―encendió la radio y abrió al máximo la rejilla del ambientador.
―Vamos, tío, dale una calada. Por cierto, mi nombre es Felipe, pero puedes llamarme Feli, es como siempre me llamaba mi madre, tío, es que no hay nada como una madre...
Se fumaron ese y otros dos porros que el muchacho preparó hábilmente. Don Ramón había sacado una botella de Rivera del Duero que llevaba en el maletero. La había comprado aquella misma mañana para regalársela a su cuñado, pero ya habría otra ocasión; ahora se le antojó el momento perfecto para descorcharla.
Pasado un rato entre el tinto y el vicio, reiniciaron el camino. Debió ser la mezcla del almizcle, el olor dulzón del ambientador, el vino y la hierba... En el ambiente empezó a percibirse un cambio, la peste se fue tornando en un agradable olor a rosas y su acompañante empezaba a desfigurarse. El conductor enjugó sus ojos, pensó que el estado de embriaguez le estaba jugando una mala pasada, pero no. Él conocía a la perfección su límite y aún no lo había rebasado, siempre presumía de tener una alta tolerancia al alcohol.
Puso toda su atención a la vía, esquivó toda tentación de mirar a su acompañante, pero las pistas eran cada vez más evidentes. De pronto, sobre el salpicadero ya no asomaban las botas maltrechas de Felipe, sino unos diminutos zapatos de cristal poniendo fin a unas largas y bien torneadas piernas. Don Ramón se pensó borracho, quizá loco, y no pudo evitar mirar a Felipe. Cuál fue su sorpresa cuando vio que junto a él ya no seguía hablando sin parar el muchacho maloliente, en su lugar una bella princesa le sonreía mostrando unos dientes perfectos.
Don Ramón apagó la radio, no quería distracciones, y volvió a fijarse en la muchacha. Ella se le antojó la más hermosas de todas las mujeres, desprendía una luz propia que junto al olor a rosas le recordaba a los años jóvenes de su mujer. Sentada, sobre el cómodo asiento de piel, buscó la palanca para hacer más sitio.
―Está... ―titubeó el hombre― está a tu derecha.
Ella no dijo nada, solo le sonrió dulcemente y desplazó el sillón todo lo que pudo hacia atrás. Él no daba crédito a la que veía, se esforzaba en centrarse en su tarea, pero la mujer, con movimientos sinuosos y sensuales ruiditos, le distraía. A los pocos minutos localizó una salida de la nacional y la tomó sin pensarlo.
―Hace una noche perfecta, ¿no le parece? ―dijo ella mientras se quitaba la toquilla de tul que cubría sus hombros.
―Algo calurosa, si no le importa abriré la ventanilla.
Don Ramón sintió la necesidad de respirar, podría haber puesto el aire acondicionado para refrescar el ambiente, pero ella no puso reparo. Al bajar la ventanilla, el aire entró con fuerza y despeinó la muchacha. Ella se incorporó y se quitó le prendedor deshaciendo con gracia el peinado. Aquel movimiento lento se hizo eterno. El hombre la miraba asombrado pues en cada meneo de cabello parecía desprender un nuevo olor. Claveles, violetas, margaritas cayeron por el suelo, hasta en el salpicadero encontró algunos pétalos de flor. Además, la presión del vestido dejaron asomar la voluptuosidad de unos pechos firmes y jóvenes. Ella, que se dio cuenta, tocó la mano del hombre suavemente y le dijo muy bajito «soy virgen», mientras con la otra mano empezó a recorrer su pierna izquierda hasta dejar asomar un liguero que jamás habría asociado a su condición.
Don Ramón empezó a sudar. Su cuerpo, recorrido por un calor conocido, pedía a gritos un momento. Paró en el primer badén y bajó acelerado del coche.
―Esto no puede estar pasando, no es posible ―se giró hacia el coche a comprobar los pasajeros, ella seguía allí, mirándolo, sonriendo, oliendo a rosas...
―A ver, calma, repasa, no he bebido tanto ―caminó sobre la línea blanca que franquea la carretera para comprobar su equilibrio ―no, no estoy tan borracho... Juraría que recogí a un vagabundo y ahora, ahora tengo a una hermosa mujer a mi lado ¡y virgen! Eso, ¡Virgen Santísima! ¿Qué me está pasando? Por favor, Señor, ya sé que soy un pecador, pero siempre trato de enmendar mi camino, supongo que te llegaría puntualmente mi donativo a la parroquia de Jesús de Medinaceli, y no olvides las buenas obras de mi señora que a este paso, como siga apadrinando niños del tercer mundo, me va a salir más barato comprar Angola...
El hombre echaba mano de su fe pues la realidad no le convencía.
―Señor, si esto es un milagro dame alguna señal, si estás premiando mis buenos actos, házmelo saber ―cayó arrodillado al suelo juntando las manos en señal de rezo y sin dejar de mirar el cielo.
Justo en ese instante vio pasar 3 estrellas fugaces. Si hubiera sido un poco más ducho en el tema, habría recordado que eso se debía a las Perseidas, pero él lo atribuyó a esperada respuesta del Creador. Se levantó presuroso agradeciendo mil veces el prodigio y volvió al coche con la fe renovada. Allí le esperaba ella, recostada, dejando entre ver el liguero y sin dejar de sonreír.
―Eres un milagro, lo sé.
―Tú eres el milagro, querido ―se acercó a él y le besó en la mejilla.
―Dime tu nombre, ¿eres María Magdalena?
Ella rió descaradamente, «Aurora es mi nombre». Pasaron a tutearse sin darse cuenta. Ella no añadió mucho más, pero sí que empezó a acercarse, sugerente. Primero las manos sobre la pierna de don Ramón, luego su boca en la oreja pegando su cuerpo dulzón y haciendo perder el control al hombre. Él, ya desesperado, cogió el desvío hacia un motel de carretera que se anunciaba en un cartel. Hubiera parado en cualquier sitio y la hubiera hecho suya en el preciso instante en el que la dama confesó su condición, pero no podía, tenía que preservar su fachada de gran señor, amantísimo esposo y padre. Cualquier conocido podría tomar esa misma dirección y que algo así se supiera podría suponer su despido automático.
Cuando llegaron al aparcamiento, la muchacha salió del coche tras él. Mientras don Ramón cerraba la puerta notó como Aurora se abalanzaba sobre él. Hubo besos apasionados, manos enredadas a alturas esperadas, se aceleraron ambos pulsos y ambas respiraciones.
―Calma preciosa, espera, voy a hablar con la mujer para que nos dé la mejor habitación. Ojalá te hubiera encontrado en Madrid, allí conozco un hotel en la Plaza de Castilla donde podríamos pasarlo en grande.
―No te preocupes, querido, cualquier rincón del mundo es perfecto si estoy contigo.
Las rosas volvieron a envolverlo todo, ella no dejaba de sonreírle, de tocarle, de insinuarse, y él, en un esfuerzo estoico, la apartó de su cuerpo y la tomó de la mano. Ambos pasaron a la recepción del motel. El sitio era bastante viejo, se notaban los cuidados de una mujer en los pequeños detalles, los pañitos, seguramente tejidos a mano, le daban un aire antiguo. Sobre el mostrador un timbre y una jarrón con flores de campo. La dueña, que los había visto llegar, se levantó de la tumbona donde descansaba, y se acercó con cara de sorpresa.
―Queremos una habitación, por favor ―don Ramón se volvió mirando a Aurora con una sonrisa de oreja a oreja.
―La 12 tiene dos camas, ¿esa les vale? ―dijo la mujer sin perder de vista las manos entrelazadas.
―Quiero la mejor habitación, la suit de lujo.
―Disculpe, esto es un motel de carretera. Le puedo ofrecer la 18 que tiene bañera.
―Quiero la habitación que tenga la cama de matrimonio más grande, y traiga una botella de champán.
―Como mucho puedo ofrecerle un Valdepeñas.
El hombre asintió y tomó la llave. La regenta anotó algo en un cuaderno intentando disimular el asombro. Llevaba muchos años allí y jamás vio una pareja tan peculiar: un señor trajeado de la mano de un vagabundo era algo que jamás habría imaginado.
―Peeeerdona, ¿tienes un pitillo? ―dijo Felipe entre balbuceos.
―Tiene una máquina de tabaco fuera.
Salió a por un paquete dejando tras de sí un halo pestilente que hizo torcer el gesto a la mujer. Don Ramón, que aún permanecía allí, se percató de la reacción y antes de que pudiera decirle nada, ella insistió:
―Disculpe que le moleste, ¿seguro que no quiere la 12? Su acompañante...
―Señora, no le permito que dude de la belleza de mi princesa ―dijo él muy indignado.
Y salió hacia la puerta a recoger a su princesa, y detrás la regenta ajustándose las gafas mientras sacaba el móvil, muy probablemente para llamar a alguien y contárselo.
La extraña pareja anduvo hasta la entrada de su habitación. A lo largo del trayecto iban haciéndose carantoñas, jugueteos con las manos, entre caricias en el pecho que le asomaba por el vestido tan ceñido y levantando la falda hasta alcanzar el límite de las medias. Ella, entre tanto, se entretenía entre risitas e insinuaciones, en abrir la botella de vino. Al llegar a la puerta, mientras él metía la llave tembloroso, ella bebía a palo seco.
―¿Quieres, querido?
―Te quiero a ti ―dijo tomándola en volandas y entrando en la habitación cual pareja de recién casados.
Ya en la habitación gozaron de la noche, de los cuerpos y la cama, a pesar de tener algún muelle suelto. Ella, envuelta en su dulzura, se entregó a él al principio con la ternura de una virgen, el desconocimiento y la sinrazón de la inexperiencia. Él, al principio, la trató con el tacto que ella reclamaba, disfrutando de cada momento de serena pasión. Poco a poco se fueron entonando con el vino y ella, en desenfreno, se tornó algo más ardiente, cambiando las caricias por restregones, los besos por mordiscos y la sumisión por control. Él, acostumbrado como estaba a ciertas compañías, se dejó llevar de nuevo por el alcohol y su otro vicio favorito, las putas.
La regenta, adormecida por el cansancio y las tardías horas, se dispuso a recogerse cuando oyó la primera hostia. «Normal», dijo en alto y se fue a dormir.
A la mañana siguiente, en cuestión de pocas horas, don Ramón se despertó con una resaca insoportable. Le costó hacerse al sitio, en el primer momento apenas recordaba porqué se encontraba allí, pero el calor que desprendía el cuerpo desnudo de Felipe pegado al suyo y el brazo del muchacho que asomaba sobre su espalda, le trajeron de nuevo a la realidad.
―¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ―no cesaba de repetir una y otra vez.
Feli roncaba felizmente en el catre. Don Ramón se levantó de la cama de un respingo y volvió a mentar a Dios a voz en grito al descubrirse desnudo, lleno de marcas por el cuerpo y un dolor penetrante en cierta zona desprotegida de su cuerpo. Corrió al baño, se enjabonó las manos y enjuagó la boca con la espuma. «Dios, como echo de menos mi cepillo de dientes», pensó. Se metió en la ducha y frotó su cuerpo con desesperación sin dejar de arrepentirse.
Cuando salió lo hizo con el mayor cuidado para no despertar al bello durmiente; poco le importó verse desnudo a la luz del día. Se vistió con rapidez sin cuadrar exactamente su ropa que ahora no parecía tan impecable, apestaba a la misma mezcla de alcohol, tabaco y sudor que horas antes había odiado. Se colocó las gafas de sol intentando esconder su vergüenza y fue a recepción. Allí estaba la mujer tejiendo lo que parecía un jerseycito de bebé poco afortunado.
―Disculpe, ¿tiene algún desinfectante? ¿O quizá un ambientador para el coche?
Sacó la cartera de piel del bolsillo de la chaqueta para pagar la habitación. Se dio cuenta de que Felipe le había robado todo el efectivo, ¿pero cuándo? «Debió ser cuando estaba dormido, qué cabrón... Espero que acepten tarjeta», pensó-
―Ni lo uno ni lo otro, ¿qué tal la habitación? ¿Han dormido bien? ―dijo ella en tono de cachondeo.
―Señora, le agradecería que no comentara nada de esto. Y si puede ser, me diga dónde hay cerca algún centro médico.
Pagó la habitación esperando el recibo con impaciencia, mientras la mujer orientó al hombre hasta un puesto de Cruz Roja que no estaba muy lejos y se despidió de él deseándole suerte entre risas.
Don Ramón se dirigió al coche, muerto de vergüenza, maldiciendo. Cuando abrió la puerta sintió unas terribles náuseas, el coche despedía un hedor insoportable, por el suelo no había flores sino los restos de un vómito, basura, colillas... «¡Dios! ¿Por qué me has hecho esto?», gritó mirando al cielo. Tuvo que bajar todas las ventanillas, recogió como pudo con un periódico del día anterior y se marchó entre lágrimas y sofocos con dirección a Madrid. Pensó que era mejor pasar antes por una revisión con su médico de confianza, con el que solía salir de parranda. Daría solo los detalles justos, culparía a las putas del club de alterne, pero antes pasaría por el hotel Melia de la Plaza de Castilla para darse un buen baño de agua caliente.
De camino pensó en su mujer, en sus hijos, en la botella de vino que había comprado para su cuñado, en su exitoso contrato... y no dejaba de preguntarse porqué Dios lo había castigado de esa forma. Se consideraba esposo y padre perfecto, siempre tenía detalles con su familia y amigos, era el mejor en su trabajo, y entonces, cuando se acordó de la razón por la que había dejado subir al vagabundo al coche se dio cuenta. Comprendió que Dios le premió con un sueño y le castigó con la realidad.

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