miércoles, 14 de septiembre de 2011

Sin recuerdos


Relato basado en la Mecánica Popular, Raymond Carver
(De qué hablamos cuando hablamos de amor, 1974-81)



No soportaba más la situación, la enfermedad de Adela iba a peor y ella no quería admitir que necesitaba tratamiento. A medio día tomé la decisión más dicícil de mi vida, debía marcharme. El ambiente, frío y oscuro como el de la calle, solo invitaba al silencio. Fui al trastero y saqué la maleta. De vuelta al piso, la oí hablando por teléfono.
―Se va, mamá, se va y no puedo hacer nada ―decía ahogando el aliento entre sollozos.
Me acerqué a ella, en cuanto percibió mi presencia colgó y guardó silencio.
―Cariño, si quieres que me quede no tienes más que decírmelo, por ti haría cualquier cosa, lo sabes...
Me miró a los ojos, pensé que estaría dispuesta a darnos otra oportunidad, pero volvió a lo de siempre: a los gritos, a la pataleta, a la ansiedad. Le rogué que se calmara, pero se iba encendiendo cada vez más. Busqué sus pastillas, pero no las encontré. No quería seguirla, siempre me recriminaba un acoso inexistente. No podía más, la decisión estaba tomada. Fui al dormitorio y empecé a vaciar los cajones. Ella se acercó a la puerta y se quedó allí, parada, en silencio.
―Adela... ¿Dónde tienes la medicación?
No respondía, tenía la mirada desencajada, fija en mí. Creo que jamás me había mirado con tanto odio. No sentí miedo, jamás lo había sentido, solo pena. Seguí vaciando mi vida; con cada camisa mal doblada que metía en la maleta me parecía ir borrando cada beso, cada abrazo, todo el amor que desde hacía tantos años nos había unido. Pero el agotamiento me había llevado al límite. Si al menos Adela hubiera admitido que tenía un problema, habría sido un paso adelante para superarlo, pero no lo hizo. Pensé que con la llegada de nuestro hijo todo iría mejor, pero la depresión postparto unida ya a su trastorno de base, no hicieron más que agravar más la situación.
―¡Eres un cabrón! Me abandonas ahora cuando más te necesitamos ―me gritó sin moverse del sitio.
No fui capaz de volverme, ni siquiera de mirarle a la cara. Sentía su respiración agitada. Mi actitud debía dolerle, pero mi corazón ya estaba roto hacía tiempo y estaba entrenado en sus enfados. Seguí preparando la maleta, colocando mis cosas como podía. Se acercó y me apartó de un empujón. Vació la maleta sobre la cama.
―¿Qué haces? Estate quieta.
―¡Vete! ¿Quieres irte? Pues vete, no te quiero aquí, ya no te quiero, ¿me oyes? ―decía entre lágrimas mientras doblaba perfectamente cada prenda volviendo a colocarla en la maleta con sumo cuidado.
Hice un repaso a lo que había en el cuarto, poco más había que quisiera llevarme. Ella se dio cuenta y corrió hacia la mesita de noche donde tenía la foto de nuestro hijo.
―¡Es mío! ¿Me oyes? ―dijo cogiendo el marco y llevándoselo al pecho.
―Adela no me hagas esto, sabes que no puedes quedarte con él.
Y salió a toda prisa del dormitorio en dirección al salón donde el pequeño jugaba en el parque. Por un momento pensé en ir tras ella, pero no serviría de nada. Cuando tenía esos arranques prefería dejarla hasta que se calmaba. Cerré la maleta y cogí mi abrigo, otro día volvería a por el resto. Eché una última mirada y apagué la luz despidiéndome de todos los recuerdos.
La encontré en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.
―Entrégame al niño, no quiero discutir otra vez contigo, ambos sabemos que...
―¿Qué? ¿Que soy una loca, una mala madre? El niño es mío, ¿quién lo ha parido?
―Adela, no empieces...
Mi hijo empezó a llorar, parecía no acostumbrarse a los gritos, tan normales en aquella casa. Lo abrazó con más fuerza, sin dejar de mirarme. «El niño es mío», repetía una y otra vez. En la cocina, con cuchillos a mano me empecé a temer lo peor.
―Dámelo, por favor, le harás daño, te lo estás haciendo a ti misma. Adela, por favor.
―¡El niño es mío! ¿Me oyes? Y nadie me lo va a quitar. Tú eres el loco, tú me has vuelto loca ―decía mientras intentaba consolar al pequeño―. ¡Fuera! ¡Vete!
Cada vez más dentro, pegada a la mesa, iba encogiéndose como una madre protegiendo a su cachorro, pero mi hijo lloraba cada vez más fuerte. Empecé a temer por su vida. Solté la maleta y me acerqué a ella con cierta prisa, intentando coger al chiquillo.
―¡Fuera! ¡Déjanos en paz!
―Adela, por Dios, le estás haciendo daño, dámelo.
Se agitaba con violencia sin percatarse de su carga. La situación se tornó violenta y las voces llegaron al patio de vecinos donde algún curioso se había asomado a la ventana para enterarse, como otras tantas veces, de lo que pasaba. Rogué porque alguien llamara a la policía. Ella empezó a pedir ayuda a gritos, el pequeño lloraba con más fuerza. Insistí, debía apartarlo de ella, pero Adela se aferraba cada vez más a su pequeño cuerpo. Pude al fin alcanzar uno de sus brazos y tiré de él hacia a mí a sabiendas de que podía hacerle daño. Hubo forcejeo, ella se revolvía y yo tiraba del brazo del niño. Sentí que flaqueaban sus fuerzas y pensé que era el momento del último esfuerzo, debía librar a mi hijo de aquel tormento. No sé qué pasó, en el mismo instante en el que intenté coger su otro brazo, Adela se fue hacia atrás dejando escurrirse al niño de entre sus brazos.
Lo siento, agente, no recuerdo qué pasó después. Solo silencio, a mi hijo sin aliento y un rastro de sangre sobre el suelo.

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