viernes, 21 de octubre de 2011

Alma mía

La una y cuarto y aún no habían abierto el acceso a la vía. Estaba en la fila, la cuarta o la quinta, dependía de si la señora con la chaqueta de cuadros que se había acoplado a mi izquierda se colaba o no. La gente se empezaba a impacientar, el tren seguramente llegaba con retraso. La chica que encabezaba el desfile de viajeros llevaba un buen rato intranquila. Miraba a todas partes, consultando el reloj y el móvil constantemente. Es fácil que esperara a su compañero de viaje y el retraso la inquietara, pero había algo más, una tristeza que asomaba tímida tras sus gafas de sol. Cuando la empleada de Adif le pidió el billete, ella se volvió una última vez a mirar a su alrededor y fue entonces cuando comenzó a llorar. Recogió el papel y accedió a las escaleras mecánicas tapando el reloj con la manga del jersey y apagando el móvil, rindiéndose a la inevitable ausencia de su esperada despedida.
Me retrasé, tal y como esperaba, la señora de cuadros se me adelantó y con ella toda su familia. Esperé con cierta impaciencia pues sentía una curiosidad, innata en mi alma de escritor, por saber de la chica. A media altura de descenso al andén la localicé, subió al vagón 4. Consulté de nuevo mi billete, perfecto, compartiríamos espacio y tendría ocasión de estudiarla con la prudencia de un espectador «casual».
Poco antes de alcanzar la entrada, pisé un agujero y mi tacón derecho salió disparado. No llegué a caer, pero el montón de papeles que llevaba en la carpeta mal cerrada cedieron y fueron a parar al suelo. El revisor entre medias sonrisas se acercó para ayudarme.
―¿Está bien señorita? ―Dijo mientras se agachaba a recoger algunos folios.
―Sí, no se preocupe. El único que ha sufrido daños ha sido el zapato.
―Tome, creo que están todos.
Le di las gracias amablemente y para evitar el bochorno de andar a dos alturas decidí poner de puntillas mi pie derecho e intentar disimular en lo posible el accidente. Quién sabe, quizá fui carne de cañón para algún otro escritor... Mientras recomponía los documentos, vi cómo un muchacho bajaba la escalera saltando de tres en tres los escalones, mientras escribía algo en un cuaderno. «Eso requiere concentración, dudo que ahora mismo fuera capaz siquiera de escribir algo sobre la marcha», pensé y reanudé mi camino deseosa de reencontrarme con la muchacha.
Llegué a mi asiento empezando a resentirme del tobillo. «¡Dichosos zapatos! Los tiro en cuanto llegue a casa». Ella estaba en el grupo de asientos junto al mío, pegada a la ventanilla. Miraba hacia fuera, todavía protegida por los cristales oscuros, disimulando como podía las lágrimas. Le ofrecí un clínex que tomó con agradecimiento, me sentía mal al verla tan pequeña en el asiento, casi encogida. «¿Estás bien?». Simplemente giró la cabeza a un lado en silencio. Le hubiera tomado la mano, le hubiera ofrecido mi hombro para llorar, pero me sentía violenta. Me senté a su lado, olvidando mi trabajo, por si necesitaba algo.
Ayudé a la pareja de ancianos que se sentaron frente a nosotras a subir la maleta, justo cuando me colocaba la chaqueta vi al chico pasar de largo corriendo. La megafonía anunció la inminente salida del tren. Ella apartó la mirada del cristal, secó sus últimas lágrimas y empezó a desenredar los cascos de su reproductor de MP3. Lo puso a todo volumen. Conocía esa sensación tan bien... El aislamiento forzado, la huida.
Alguien empezó a golpear la ventana desde fuera, era él. Había ida a buscarla, era su despedida, pero ella estaba concentrada en su música. La avisé.
Fueron solo unos segundos. Cuando todos nos volvimos hacia él, un guardia de seguridad lo cogió por la chaqueta y empezó a increparle mientras le empujaba de vuelta a la estación. Ella empezó a temblar, no sabía si levantarse, hizo ademán un par de veces, pero el forcejeo del chico y que el tren había empezado a andar hizo que se mantuviera en el sitio. Lo perdimos de vista. Silencio.
Fueron solo unos segundos después... Volvió a aparecer corriendo y en un último esfuerzo plantó la mano en el cristal y entre ambos una cuartilla arrancada de un cuaderno donde se leía en letras mayúsculas...


2 comentarios:

P. Shada dijo...

Me parece muy bueno este relato. Creo que tienes que transformar comas en puntos y seguidos, pero es muy bueno. Te quiero, escritora.
P. Shada

Arioleta dijo...

Yo también te quiero, Madre Inspiradora ;-)