lunes, 24 de octubre de 2011

Hija de Indra

En cuanto la oí, abrí la ventana de par en par para poder verla...
―¡Has vuelto! Te echaba de menos.
―Y yo a ti. Anoche te oí llorar y supuse que me necesitarías.
Despertó mi mejor sonrisa. Me levanté con prisas y me preparé para salir a la calle. La Lluvia me recibió con los brazos abiertos...
―No te apenes alma mía, estoy a tu lado. ―Dijo maternal.
―No sabes la falta que me hacía tu abrazo.
Caminamos juntas durante largo tiempo. Conversamos; nadie como ella sabe de la tristeza. Me recomendó seguir llorando, «llorar es humano», decía melancólica.
―No tengo nada, estoy sola. ―Confesé― ¿Por qué has tardado tanto?
―La soledad no es mala, pero el vacío... No caigas, alma mía, de eso no hay escapatoria.
Me agarró de la mano y detuvo mi paso. Ella, hija de Indra, condenada a vagar eternamente llorando su pena, posó sobre mí sus ojos humedecidos por las lágrimas.
―Amé a un mortal y por ello me sentenciaron a esta vida.
―Lluvia, yo amo y eso me condena, déjame ir contigo.
Dudó, también ella estaba cansada de la soledad. Me deshice del paraguas y me volví hacia el cielo levantando los brazos para poder amarrarme a la nube más cercana. «Llévame contigo», repetí.
―No puedo. Si volviera a ser feliz dejaría de llover y sería vuestra destrucción. Allá donde hay desiertos amé.
Lloré. Ella me envolvió con su manto para protegerme del frío y me acompañó a casa. No cruzamos ni una palabra, solo hubo cariño para consolarnos. Llegó la hora de la despedida.
―No te vayas aún, te necesito.
―Alma mía, me quedaré a tu lado hasta que agotes tu lamento, hasta tu último suspiro. Este año haré una excepción, por ti.
―Entonces lo inundaremos todo.
―No querida, lloraremos hasta que vuelva a haber vida.
Me abrazó hasta humedecer mi corazón. Le correspondí sin prisa, entregándole el poco calor que aún me quedaba. Fue un intercambio hermoso: ella me concedió la capacidad de la lluvia primaveral y yo le transmití mi humanidad.

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