Los muebles cubiertos con sábanas, los
pequeños detalles empaquetados y apilados en la habitación del
fondo y en cada caja, una nota: «SUS PAÑUELOS», «SUS
FOTOGRAFÍAS», «SUS DIARIOS»... No se llevaba nada de ella salvo
el recuerdo.
Antes de marcharse le dedicó un último
baile. Se acercó a la puerta del armario, donde aún colgaban sus
trajes boda, y tomó sus manos. En su cabeza sonó su canción en
despedida, tres minutos y cuarenta y tres segundos de pasos
perfectamente sincronizados. «Te amaré siempre», suspiró. Las
mariposas volaron sobre su silueta de negro pintada y se posaron
sobre ella. Él la besó por última vez y se marchó.
«La casa de las sombras», como los
empleados de la inmobiliaria la llamaban, permaneció durante años
cerrada. Nadie vino a descubrir los muebles ni a recoger las cajas.
Todo quedó como él lo dejó. Cada mañana de sol, las mariposas
volvían a adornar la vivienda. Sin nadie que marcara fronteras,
empezaron a anidar en cada hueco y con el tiempo volvió a llenarse
de vida.
Antes del último día de puertas
abiertas, la muchacha de la limpieza subió a adecentar la casa. Al
entrar, le sorprendió no encontrar polvo ni telarañas. Todo estaba
como el primer día. Un olor a primavera envolvía cada habitación y
en el pasillo habían brotado flores a lo largo del zócalo. A cada
paso, surgían mariposas en vuelo y en las sombras de antaño ahora
respiraban de nuevo rosales en flor. Ya en la última habitación, la
mujer, movida por la curiosidad, abrió la caja donde rezaban los
diarios. Permaneció durante horas leyendo cada una de las páginas,
de vez en cuando paraba para sacar el clínex y limpiar sus lágrimas
nacidas de la emoción.
«Nadie debería comprar esta casa. Si
él vuelve, todo debe estar en su sitio», pensó. El resto del día
se dedicó a colocar cada uno de los detalles, hizo la cama con las
mejores sábanas que encontró, colocó el cesto con las lanas junto
a la mecedora del salón. Antes de marcharse se sentó a descansar un
momento en la cocina, junto a ella. Las mariposas, ya dormidas,
dibujaban una taza de café en las manos de la sombra florecida.
«Debió quererla mucho. Espero que vuelvan a encontrarse». Cogió
un rotulador negro que había sobre la encimera. En el exterior de la
casa, sobre el cartel colgado en la ventana, escribió bien grande
«no».
Al día siguiente sorprendió a todo el
que pasaban por allí encontrar el cartel «NO SE VENDE» con un
hermoso marco de rosas.
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