sábado, 19 de noviembre de 2011

La casa de las sombras. Capítulo II

Por primera vez en mucho tiempo dejó la ventana abierta. Las mariposas que dibujaba la luz del día a través de las cortinas, revoloteaban por el dormitorio al mismo ritmo que latía su corazón. Lo tenía todo preparado, las maletas esperaban en la puerta de casa. Le costó despedirse de cada aroma, de cada rincón. Aún permanecían las sombras pintadas en las paredes, pero debía empezar de nuevo; anclarse a la tristeza no era solución.
Los muebles cubiertos con sábanas, los pequeños detalles empaquetados y apilados en la habitación del fondo y en cada caja, una nota: «SUS PAÑUELOS», «SUS FOTOGRAFÍAS», «SUS DIARIOS»... No se llevaba nada de ella salvo el recuerdo.
Antes de marcharse le dedicó un último baile. Se acercó a la puerta del armario, donde aún colgaban sus trajes boda, y tomó sus manos. En su cabeza sonó su canción en despedida, tres minutos y cuarenta y tres segundos de pasos perfectamente sincronizados. «Te amaré siempre», suspiró. Las mariposas volaron sobre su silueta de negro pintada y se posaron sobre ella. Él la besó por última vez y se marchó.
«La casa de las sombras», como los empleados de la inmobiliaria la llamaban, permaneció durante años cerrada. Nadie vino a descubrir los muebles ni a recoger las cajas. Todo quedó como él lo dejó. Cada mañana de sol, las mariposas volvían a adornar la vivienda. Sin nadie que marcara fronteras, empezaron a anidar en cada hueco y con el tiempo volvió a llenarse de vida.
Antes del último día de puertas abiertas, la muchacha de la limpieza subió a adecentar la casa. Al entrar, le sorprendió no encontrar polvo ni telarañas. Todo estaba como el primer día. Un olor a primavera envolvía cada habitación y en el pasillo habían brotado flores a lo largo del zócalo. A cada paso, surgían mariposas en vuelo y en las sombras de antaño ahora respiraban de nuevo rosales en flor. Ya en la última habitación, la mujer, movida por la curiosidad, abrió la caja donde rezaban los diarios. Permaneció durante horas leyendo cada una de las páginas, de vez en cuando paraba para sacar el clínex y limpiar sus lágrimas nacidas de la emoción.
«Nadie debería comprar esta casa. Si él vuelve, todo debe estar en su sitio», pensó. El resto del día se dedicó a colocar cada uno de los detalles, hizo la cama con las mejores sábanas que encontró, colocó el cesto con las lanas junto a la mecedora del salón. Antes de marcharse se sentó a descansar un momento en la cocina, junto a ella. Las mariposas, ya dormidas, dibujaban una taza de café en las manos de la sombra florecida. «Debió quererla mucho. Espero que vuelvan a encontrarse». Cogió un rotulador negro que había sobre la encimera. En el exterior de la casa, sobre el cartel colgado en la ventana, escribió bien grande «no».
Al día siguiente sorprendió a todo el que pasaban por allí encontrar el cartel «NO SE VENDE» con un hermoso marco de rosas.

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