Desde que llegó al pueblo, Andrea solo
veía aburrimiento por todas partes. Había dejado lejos a sus amigas
y las compañeras del colegio. No le entusiasmaba nada tener que
ayudar todas las tardes a su abuelo en el huerto, pero después de
los deberes no le quedaba mucho más que hacer. Cuando terminaba de
recoger los libros y cuadernos, se preparaba la ropa de campo y las
botas de plástico. Era otoño y en aquella zona la lluvia no cesaba
en todo el día. Los primeros viajes los hizo en coche hasta que sus
padres supieron de un camino más corto que la niña podía hacer
ella sola.
La primera vez que Andrea recorrió el
muro fue acompañada, estuvo todo el tiempo quejándose: que si está
muy lejos, que si estaba cansada, que si tenía frío... Cualquier
excusa era buena para intentar convencer a los mayores de que la
llevaran en coche o, mejor aún, a cuestas. A la vuelta la acompañó
su abuela aprovechando que tenía que recoger un puchero para
preparar la comida del día siguiente. Tuvo suerte, con la llegada
del fin de semana y la visita de la familia, se ahorró la pesada
tarea de recoger patatas ahorrándose el primer viaje sola. Pero
llegó el lunes y tras la tarea tuvo que colocarse la ropa adecuada y
abrigarse más de la cuenta.
―Andrea, deja de quejarte y ponte el
gorro de lana.
―Pero mamá, no me gusta, hace frío,
no quiero ir...
De poco valieron todos sus lamentos. Su
madre la acompañó para cruzar la carretera. «Te espero aquí mismo
a las siete y media»; sin añadir más la mujer la besó con cariño
en la frente y esperó a que la niña iniciara el camino. Romoloneó,
dudó, anduvo casi a tientas; se volvió una única vez para
comprobar su «la Jefa», como le gustaba llamarla, seguía allí. Ya
se había marchado; pensó en desandar lo avanzado, pero cruzar sola
le daba miedo. «Tendré que ir irremediablemente a casa del abuelo».
Bordeando todo lo largo del muro de
piedra de la antigua fábrica de harina que ahora estaba abandonada,
se llegaba en un periquete al huerto. Al otro lado del camino, se
habría un bosque de tímidos árboles al principio, pero que más
allá de tres o cuatro metros impedían ver el fondo. El camino era
una antigua calzada romana que el tiempo había respetado bastante.
Entre las huecos nacían margaritas y otras flores que no conocía,
recogió todas las que le cupieron en la mano y ya un poco más
relajada, fue canturreando el resto del viaje. A la altura en la que
pared dejaba parte de las ruinas al descubierto, Andrea se detuvo y
observó una piedra que era distinta al resto: pequeña y redondeada,
del tamaño de su puño cerrado. Le dio una patada y fue a parar
entre los árboles. Se sentó un rato a deshojar las flores: «Me
quiere, no me quiere, me quiere... ¡No me quiere! La próxima vez
pensaré en papá». Cuando apenas le quedaban un puñado, decidió
guardarlas para la vuelta.
Llegó al fin a su destino. La tarde
pasó rápido, su abuelo le tenía preparadas varias tareas que, a su
pesar, le resultaron divertidas. Cuando dieron las siete su abuela la
avisó para que fuera recogiendo y volvió de nuevo al camino a
encontrarse con la Jefa. Aún no había caído la tarde del todo,
pero con la lluvia amenazando se veía más bien poco. Andrea sacó
la linterna que su madre le había metido en el bolsillo y empezó a
caminar. A la misma altura que la ida, la niña volvió a encontrar
la piedra... «Qué raro, parece la misma de antes», y volvió a
puntearla yendo a caer de nuevo a la espesura. No le dio más
importancia.
Durante los viajes de esa semana, entre
la lluvia y las flores, dedicándole cada día una nueva canción al
muro y pintando sobre la superficie alguna que otra sonrisa, la
piedra aparecía siempre en el mismo sitio a la ida y la vuelta. La
niña, extrañada, miraba siempre alrededor temiendo que alguien la
espiara y siempre la misma rutina: patada y continuar el camino sin
volver la vista atrás. El viernes, decidió coger la piedra y
echársela al bolsillo. «¿Igual son los duendes o las hadas? La
abuela me dijo que antiguamente había seres fantásticos que
habitaban estas tierras», le hacía ilusión pensar que se trataba
de eso, se sentía como protagonista de un cuento. No volvió a
acordarse de su «tesoro» hasta que, de vuelta a casa, apareció en
el suelo de nuevo, entonces se echó mano al bolsillo... ¡No estaba!
Por primera vez sintió miedo, echó a correr dejando caer las flores
que había recogido hasta el momento. Cuando llegó a casa les contó
a sus padres, no sin dificultades hasta que hubo recuperado el
aliento, de todos sus viajes durante esa semana a casa de los
abuelos. En su narración intercalaba canciones, las dudas que
despertaba el deshojar de las margaritas, las caras pintadas con
ceras sobre las paredes y los muchos charcos que tenía que sortear
en cada viaje y, sobre todo, sus encuentros constantes con la piedra.
―Papá, de verdad, te juro que es la
misma. Hoy me la eché al bolsillo y a la vuelta...
―Cariño es imposible, serán otras
parecidas movidas por el viento, o quizá alguien que pase por allí
que la golpee en dirección contraria volviendo a su sitio inicial.
―No te rías de mí, sabes que en el
bosque solo hay hadas y duendes.
Sus padres no entendían su historia,
pero el miedo que Andrea transmitía en la mirada les hizo tomar la
decisión de volver a llevarla en coche. A la mañana siguiente la
piedra apareció sobre su mesita sujetando un trozo de papel con una
nota escrita; la niña, indecisa entre la sorpresa y el miedo, leyó
en alto:
«Si tú no vuelves, no habrá quien
nos recuerde. Las piedras.»
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