El día amaneció despejado, solo unas
tímidas nubes a lo lejos recordaban la amenaza del invierno. El frío
permanecía fuera, esperando a los incautos que se atrevían a
lanzarse a la calle; irremediable salida para los obligados por la
vida. Los quicios de las ventanas servían de refugio a los
pajarillos que aún mantenían el trino.
No sabía qué hora era, no le
importaba. A pesar de estar despierta, seguía en la cama, atrapada
por el peso de las mantas. Sonó el móvil, pero no se movió del
sitio, ni siquiera hizo acto de presencia la curiosidad. Solo tenía
encendida la lámpara de noche. Miró a su alrededor. «Lo tengo
todo», pensaba.
Sobre la cómoda su colección de
cajitas y en cada una de ellas alguna joya; en el armario de seis
puertas guardaba la ropa de verano y de invierno perfectamente
doblada y colocada, los vestidos que ya no se ponía nunca, colgados
por orden de talla. Y los bolsos, demasiados para su gusto, los
apilaba en un lateral de mayor a menor. Todo tenía su sitio. El
resto del piso lucía igual de ordenado, tanto las habitaciones como el
salón tenían cuadros en las paredes, muebles repletos de libros y
recuerdos. Y los baños de blanco inmaculado, presumían los juegos
de toallas recién compradas. En la cocina, el frigorífico era el
único que echaba de menos la compañía de los alimentos.
A pesar de las comodidades, no
disfrutaba de su espacio, hacía vida en el despacho y apenas salía
a la calle. Su vida era el portátil desde que se levantaba hasta que
se quedaba dormida sobre cualquiera de los libros que tuviera
empezados. Sus personajes eran parte de ella, sus historias empezaban
a tomar vida desde el mismo instante en el que posaba sus dedos sobre
las teclas, pero tampoco le consolaba.
Sentía una necesidad tan grande como
su miedo y en ese equilibrio permanecía siempre oculta tras las
cuatro paredes del cuarto.
Volvió a sonar el teléfono. Supo que
era su madre porque empezó a sonar la melodía de Mercedes Sousa. No
se movió, no quería. Aquella mañana de luz y frío había decidido
permanecer allí hasta encontrar el motivo que la impulsara a seguir
hacia delante.
―Repasemos... La familia. No, cada
uno tiene su vida hecha. Mi trabajo. ¿Escribir? ¿Cuántos comen de
eso? No tendré ni para el pan. Mis amigos; para un café o unas
cañas vale, pero ¿Y el resto del día? Mis cuentos, esos que solo
yo leo, y mis personajes que, a pesar del esfuerzo, siguen siendo yo
misma... ¡Eso es! Mientras ellos no escapen, yo seguiré aquí.
Sonó el timbre. Se levantó, pero no
fue a abrir la puerta. Cogió la bata y fue corriendo a su
escritorio. Tomó todos los folios escritos, excitada, y abrió la
ventana. Un par de palomas que dormitaban salieron volando
espantadas. Y despidiéndose de cada una de sus historias y sus
protagonistas fue lanzando los papeles al viento.
―Por fin soy libre.
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