martes, 8 de noviembre de 2011

Libertad

El día amaneció despejado, solo unas tímidas nubes a lo lejos recordaban la amenaza del invierno. El frío permanecía fuera, esperando a los incautos que se atrevían a lanzarse a la calle; irremediable salida para los obligados por la vida. Los quicios de las ventanas servían de refugio a los pajarillos que aún mantenían el trino.
No sabía qué hora era, no le importaba. A pesar de estar despierta, seguía en la cama, atrapada por el peso de las mantas. Sonó el móvil, pero no se movió del sitio, ni siquiera hizo acto de presencia la curiosidad. Solo tenía encendida la lámpara de noche. Miró a su alrededor. «Lo tengo todo», pensaba.
Sobre la cómoda su colección de cajitas y en cada una de ellas alguna joya; en el armario de seis puertas guardaba la ropa de verano y de invierno perfectamente doblada y colocada, los vestidos que ya no se ponía nunca, colgados por orden de talla. Y los bolsos, demasiados para su gusto, los apilaba en un lateral de mayor a menor. Todo tenía su sitio. El resto del piso lucía igual de ordenado, tanto las habitaciones como el salón tenían cuadros en las paredes, muebles repletos de libros y recuerdos. Y los baños de blanco inmaculado, presumían los juegos de toallas recién compradas. En la cocina, el frigorífico era el único que echaba de menos la compañía de los alimentos.
A pesar de las comodidades, no disfrutaba de su espacio, hacía vida en el despacho y apenas salía a la calle. Su vida era el portátil desde que se levantaba hasta que se quedaba dormida sobre cualquiera de los libros que tuviera empezados. Sus personajes eran parte de ella, sus historias empezaban a tomar vida desde el mismo instante en el que posaba sus dedos sobre las teclas, pero tampoco le consolaba.
Sentía una necesidad tan grande como su miedo y en ese equilibrio permanecía siempre oculta tras las cuatro paredes del cuarto.
Volvió a sonar el teléfono. Supo que era su madre porque empezó a sonar la melodía de Mercedes Sousa. No se movió, no quería. Aquella mañana de luz y frío había decidido permanecer allí hasta encontrar el motivo que la impulsara a seguir hacia delante.
―Repasemos... La familia. No, cada uno tiene su vida hecha. Mi trabajo. ¿Escribir? ¿Cuántos comen de eso? No tendré ni para el pan. Mis amigos; para un café o unas cañas vale, pero ¿Y el resto del día? Mis cuentos, esos que solo yo leo, y mis personajes que, a pesar del esfuerzo, siguen siendo yo misma... ¡Eso es! Mientras ellos no escapen, yo seguiré aquí.
Sonó el timbre. Se levantó, pero no fue a abrir la puerta. Cogió la bata y fue corriendo a su escritorio. Tomó todos los folios escritos, excitada, y abrió la ventana. Un par de palomas que dormitaban salieron volando espantadas. Y despidiéndose de cada una de sus historias y sus protagonistas fue lanzando los papeles al viento.
―Por fin soy libre.

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