Entre todas las obligaciones de casa, la que más pereza me da es fregar los cacharros. Tengo pocos: seis cubiertos de cada y un juego de platos de distinto tamaño, sin contar las escasas cazuelas que apenas utilizo, y mis tazas de gatos, imprescindibles para el café de cualquier hora. Agoto las herramientas hasta que no me queda más remedio que sacar el estropajo y el lavavajillas; siempre suele ser el viernes, rozando el fin de semana. Me consuela pensar que el sábado y el domingo solo fregaré las tazas pues siempre como fuera o me acoplo a la cena en casa de mi hermana.
Esta tarea se convierte desde el primer
momento en todo un acto planificado hasta el último detalle. ―La
NASA debería ficharme, se me da genial jugar al tetris ―, y es que
entre colocar los platos por tamaño, los vasos por forma, los
cubiertos por tipo y las tazas por color, el entretenimiento está
asegurado. Llenar la pila de agua bien calentita consuela las manos
con este frío, eso es lo único que me gusta. Una vez iniciado el
proceso, en el momento de aclarado, debo determinar el sitio adecuado
en el escurreplatos. «El tamaño importa, claro que importa», me digo
siempre. Los vasos abajo, los platos por orden volumétrico arriba, y
el resto en el escurridor comprado para el caso; y una vez terminado,
el ritual de enjuagado del estropajo y la bayeta, todo un arte,
aprovechando cada movimiento para dejarlo todo perfecto, sin muestra
alguna de mi paso por la cocina. Todo en su sitio, correctamente
estructurado.
El problema es que la limpieza nunca
acaba ahí, siempre hay unas migas que recoger o una bolsa que
doblar. Así que, como todo en esta vida, es cuestión de empezar;
así, el resto de la tarde del viernes la dedico a recoger, barrer,
colocar, fregar, secar... Y cuando quiero darme cuenta, llega la hora
de planchar.
¡Planchar! Siempre me pregunto porqué
la investigación se dedica a generar sandías cuadradas pudiendo
inventar el teletransportín (esas máquinas del diablo) o una
máquina que te deje la ropa impecable nada más sacarla de la
lavadora. No se puede tener todo... Además es la excusa perfecta
para ver cualquier película de la sobremesa. Y de nuevo el ritual:
mover el sofá, sacar la tabla ajustándola a la altura adecuada,
preparar el agua destilada y la plancha. ¿Y la ropa? Primero las
camisetas de manga corta, luego las de larga, jerseis y chaquetas,
después los pantalones y para el final, sábanas y toallas. Como
poco me esperan un par de horas de escuadra y cartabón para dejarlo
todo matemáticamente doblado, y eso contando con que la programación
sea de mi agrado.
Todo un viernes de tareas domésticas
para acabar rendida en el sofá, escuchando la radio o leyendo algún
libro. «Tengo que meterle mano al puzzle... Qué pereza, con el frío
que hace, mejor mañana cuando saque un hueco». Si alguien quiere
visitarme, el día perfecto es en fin de semana.
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