No podía dormir. Tenía demasiadas
cosas en la cabeza: pagar el seguro del coche, llevar los papeles del
paro, llamar a los pintores, arreglar las humedades del baño... Cada
día una tarea nueva que añadir a su «aburrida» vida de soltera,
sin contar las habituales asociadas a la supervivencia.
Aquella noche lo había intentado todo.
Contar ovejas no le funcionaba desde hacía bastante tiempo así que
lo descartó directamente; uno de sus entretenimientos favoritos era
repasar el alfabeto y pensar en alto lo más rápido posible cinco
palabras que continuaran por cada vocal, pero llegando a la «ñ»
siempre se rendía.
Se levantó y estiró la cama por
enésima vez, cuidando de no dejar ni una arruga: la bajera, la
sábana, la almohada, la manta y el edredón; todo perfectamente
colocado. Volvió a meterse con cuidado de no desordenar nada.
Desenchufó el despertador, la radio y
apagó la regleta con interruptor luminoso que, aun estando en el
suelo, le molestaba. También bajó la persiana hasta abajo, corrió
la cortina y cerró la puerta. Estaba en completa obscuridad y
silencio.
«No puedo, no hay forma... Necesito
dormir de una vez». Una sola noche de insomnio y empezaba a
desesperar. «No lo entiendo: he comido bien, he hecho ejercicio, he
salido a pasear al perro, no me duele nada. El seguro lo pagaré
mañana, los papeles están preparados sobre la mesa del despacho,
los pintores pueden esperar un par de días más y lo del baño tiene
que secarse primero. No lo entiendo...». Por más que hiciera repaso
y liberara su mente de preocupaciones, seguía sin pegar ojo.
Volvió a levantarse y abrió el cajón
de la mesita. Siempre tenía aspirinas para el dolor de cabeza, pero
de poco le servirían. Fue al baño y sacó el botiquín:
antiinflamatorio, gasas, alcohol, algodón, mercromina y más
aspirina, pero nada para dormir.
Intentó recordar algún remedio
casero. Su madre siempre preparaba una mezla con hojas de naranjo y
azúcar, pero no tenía ni lo uno ni lo otro, ella era de sacarina,
de todas formas lo añadió a la lista de la compra que colgaba del
frigorífico.
De pronto se acordó de un bote de
valeriana que compró hace tiempo en el herbolario. Le costó
encontrarlo. Cerca ya de las cuatro de la madrugada dio con él.
«Caduca... ¡El año pasado! Bueno, tampoco puede ser tan grave,
total, solo son hierbas». La duda era cuántas tomar. Hizo sus
cuentas: si estaban caducadas no harían todo su efecto, así que
decidió tomar ración doble. Se tapó la nariz y tragó hasta seis
no sin esfuerzo.
Al día siguiente no fue al banco ni al
paro, tampoco llamó a los pintores ni secó nada. Se levantó justo
para la hora del café de sobremesa. Cuando llegó a la cocina lo
primero que hizo fue tirar a la basura el bote del café. «A partir
de ahora, descafeinado», y dicho eso, con el pijama aún puesto, se
fue de nuevo al dormitorio a echarse una buena siesta.
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