domingo, 13 de noviembre de 2011

Parque del Retiro




Adela se preparó para salir a pasear temprano, como hacía todos los domingos. Cogió la bufanda de lana y el tres cuartos que su madre le regaló el año anterior por su cumpleaños y sacó del monedero unos pocos euros y las llaves de casa, no necesitaba más. En el bolsillo derecho del abrigo llevaba el abono del metro. Se subió en Manuel de Falla, la parada más próxima a su casa; después de un transbordo y casi una hora de metro, llegó a Atocha.
Llevaba ocho años haciendo el mismo recorrido en el Parque del Retiro: entraba por la Puerta del Ángel Caído y se dirigía hacia la fuente, callejeaba por los jardines hasta llegar al Palacio de Cristal, visitaba el estanque y se marchaba por la Puerta de la Independencia. Le gustaba pensar en el contraste que ofrecía la singularidad de cada uno de aquellos puntos: la belleza en la desgracia de Lucifer expulsado del Paraíso y condenado para siempre, la aparente fragilidad del palacio de paredes transparentes y su frío esqueleto de metal, el estanque siempre bajo la atenta mirada de las estatuas capitaneadas por el rey Alfonso XII y su puerta de salida más por lo simbólico del nombre que por sus enormes columnas dóricas.
El sol asomaba tímido tras las nubes. A mediados de noviembre, el parque ya no estaba tan concurrido. El frío intenso de los últimos días solo dejaba hueco a los valientes y a los turistas. Adela no era nada de eso, más bien se definía como «un animal de costumbres». Salía siempre, sin importar el tiempo que hiciera; para ella el paseo era tan necesario como trabajar. Era su válvula de escape, su otra vida apartada del estrés diario. Le gustaba sentirse invisible entre la gente. Observaba a las familias jugando con los niños, a los ancianos que andaban cogidos de la mano, a los jóvenes amantes ocultos tras los árboles...
Aquella mañana se sentía más cansada que de consumbre. A pesar de la humedad, decidió sentarse en un banco y esperar a que se le pasara el mal estar. Se entretuvo contando a todo el que pasaba por delante: 37 corredores, la mayoría mujeres; 29 perros, siete de ellos de su raza favorita, pastor alemán; 12 parejas, la mitad con carrito, la otra paseando sin hablar; y cientos de personas caminando en soledad. Ese número le gustó más, aunque le hacía sentir menos especial. Cuando empezó a llover todo el mundo buscó refugio salvo ella; abrió su pequeño paraguas y se dirigió hacia la salida. Justo cuando tomaba el Paseo de México, alguien se acercó por detrás.
―¿Te importa si lo compartimos? Parece que no tiene intención de amainar.
Adelá miró al joven de ojos azul intenso y sin pensarlo le cedió el lado derecho.
―¿Hasta dónde vas? ―Le preguntó tímida.
―Contigo, hasta el fin del mundo.
Se le antojó algo ambicioso, pero, ¿Había algo mejor que hacer en un domingo de noviembre sin otro plan?

1 comentario:

P. Shada dijo...

Muy bueno.