Adela se preparó para salir a pasear
temprano, como hacía todos los domingos. Cogió la bufanda de lana y
el tres cuartos que su madre le regaló el año anterior por su
cumpleaños y sacó del monedero unos pocos euros y las llaves de
casa, no necesitaba más. En el bolsillo derecho del abrigo llevaba el
abono del metro. Se subió en Manuel de Falla, la parada más próxima
a su casa; después de un transbordo y casi una hora de metro, llegó
a Atocha.
Llevaba ocho años haciendo el mismo
recorrido en el Parque del Retiro: entraba por la Puerta del Ángel
Caído y se dirigía hacia la fuente, callejeaba por los jardines
hasta llegar al Palacio de Cristal, visitaba el estanque y se
marchaba por la Puerta de la Independencia. Le gustaba pensar en el
contraste que ofrecía la singularidad de cada uno de aquellos puntos:
la belleza en la desgracia de Lucifer expulsado del Paraíso y
condenado para siempre, la aparente fragilidad del palacio de paredes
transparentes y su frío esqueleto de metal, el estanque siempre bajo
la atenta mirada de las estatuas capitaneadas por el rey Alfonso XII
y su puerta de salida más por lo simbólico del nombre que por sus
enormes columnas dóricas.
El sol asomaba tímido tras las nubes. A mediados de noviembre, el parque ya no estaba tan concurrido. El
frío intenso de los últimos días solo dejaba hueco a los valientes
y a los turistas. Adela no era nada de eso, más bien se definía
como «un animal de costumbres». Salía siempre, sin importar el
tiempo que hiciera; para ella el paseo era tan necesario como
trabajar. Era su válvula de escape, su otra vida apartada del estrés
diario. Le gustaba sentirse invisible entre la gente. Observaba a las
familias jugando con los niños, a los ancianos que andaban cogidos
de la mano, a los jóvenes amantes ocultos tras los árboles...
Aquella mañana se sentía más cansada
que de consumbre. A pesar de la humedad, decidió sentarse en un
banco y esperar a que se le pasara el mal estar. Se entretuvo
contando a todo el que pasaba por delante: 37 corredores, la mayoría
mujeres; 29 perros, siete de ellos de su raza favorita, pastor
alemán; 12 parejas, la mitad con carrito, la otra paseando sin
hablar; y cientos de personas caminando en soledad. Ese número le
gustó más, aunque le hacía sentir menos especial. Cuando empezó a
llover todo el mundo buscó refugio salvo ella; abrió su pequeño
paraguas y se dirigió hacia la salida. Justo cuando tomaba el Paseo
de México, alguien se acercó por detrás.
―¿Te importa si lo compartimos?
Parece que no tiene intención de amainar.
Adelá miró al joven de ojos azul
intenso y sin pensarlo le cedió el lado derecho.
―¿Hasta dónde vas? ―Le preguntó
tímida.
―Contigo, hasta el fin del mundo.
Se le antojó algo ambicioso, pero,
¿Había algo mejor que hacer en un domingo de noviembre sin otro
plan?
1 comentario:
Muy bueno.
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