viernes, 2 de diciembre de 2011

4 minutos



Podía haber cumplido con cualquiera de sus tareas diarias, pero aquella mañana decidió salir a pasear de nuevo; a pesar del frío, el día había amanecido claro y soleado. Se calzó las zapatillas de deporte y cogió el reproductor de música. Con el volumen bien alto para aislarse de los ruidos de la calle, salió sin dirección concreta. Anduvo un buen rato hasta terminar en su sitio favorito: el parque; le encantaba disfrutar de las risas de los niños jugando en los columpios, pero a esas horas y un martes no se cruzó con ningún pequeño. En la zona del fondo aún permanecía la antigua pista de patinaje, rodeada de árboles, casi oculta, y poblada por hierbajos. Como en cada escapada matutina, miró en todas direcciones, ―no vio a nadie―, y pasando por debajo de la baranda accedió al cemento pintado en rojo teja. Se entretuvo un momento buscando en el aparato una canción concreta, nunca sabremos lo que escuchó (ni siquiera yo).
Cuando la música empezó a sonar, comenzó a contonearse lentamente, con los ojos cerrados. Allí, escondida entre las sombras de los pinos, estaban ella, la melodía y su improvisada pista de baile. Sus hombros contagiaron el ritmo a sus brazos y levantándolos despacio, inició una coreografía para la que no había espectador. Sus movimientos suaves, su sonrisa tibia y la punta de sus dedos dibujando lazos invisibles, marcaron el inicio de unos pasos tímidos que poco a poco la convirtieron en la dueña de aquel espacio. Desde el centro de la superficie fue desplazándose hasta cada rincón, regalando con sus manos todo lo que la letra le inspiraba. Durante cuatro minutos no hubo nada más en el mundo...
En el silencio que daba paso a la siguiente pista de audio, se detuvo en seco y abrió los ojos volviendo a la realidad. Comprobó de nuevo que no hubiera nadie cerca; se moriría de vergüenza si alguien la viera. Nadie, de nuevo esa soledad que tanto la consolaba. Salió del recinto sin mirar atrás y volvió a casa con cierta prisa; se acercaba la hora de comer y aún tenía que hacer la compra.
Por la tarde, cuando salía hacia la clase de piano, coincidió en el ascensor con un muchacho. Ella, tímida, como siempre, le sonrió y volvió a perder la mirada en los botones de cada planta. Él, que ya la conocía de vista, se atrevió a iniciar la conversación. No hablaron del tiempo ni de la crisis; el muchacho simplemente sacó de su mochila el mp3, activó el minúsculo altavoz y dejó que sonara «No ordinary love», de Sade.
―¿Son tus cuatro minutos? ―Preguntó sin rodeos.
Ella se quedó cortada, no pudo evitar que sus mejillas se sonrojaran, no sabía qué decir, solo que la próxima vez que fuera a bailar al parque ―si se atrevía― debía comprobar mejor los alrededores.
―Yo... ―No encontraba las palabras adecuadas.
―No te preocupes, guardaré tu secreto. A cambio, concédeme un baile.

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