Podía haber cumplido
con cualquiera de sus tareas diarias, pero aquella mañana decidió
salir a pasear de nuevo; a pesar del frío, el día había amanecido
claro y soleado. Se calzó las zapatillas de deporte y cogió el
reproductor de música. Con el volumen bien alto para aislarse de los
ruidos de la calle, salió sin dirección concreta. Anduvo un buen
rato hasta terminar en su sitio favorito: el parque; le encantaba
disfrutar de las risas de los niños jugando en los columpios, pero a
esas horas y un martes no se cruzó con ningún pequeño. En la zona
del fondo aún permanecía la antigua pista de patinaje, rodeada de
árboles, casi oculta, y poblada por hierbajos. Como en cada escapada
matutina, miró en todas direcciones, ―no vio a nadie―, y pasando
por debajo de la baranda accedió al cemento pintado en rojo teja. Se
entretuvo un momento buscando en el aparato una canción concreta,
nunca sabremos lo que escuchó (ni siquiera yo).
Cuando la música empezó
a sonar, comenzó a contonearse lentamente, con los ojos cerrados.
Allí, escondida entre las sombras de los pinos, estaban ella, la
melodía y su improvisada pista de baile. Sus hombros contagiaron el
ritmo a sus brazos y levantándolos despacio, inició una coreografía
para la que no había espectador. Sus movimientos suaves, su sonrisa
tibia y la punta de sus dedos dibujando lazos invisibles, marcaron el
inicio de unos pasos tímidos que poco a poco la convirtieron en la
dueña de aquel espacio. Desde el centro de la superficie fue
desplazándose hasta cada rincón, regalando con sus manos todo lo
que la letra le inspiraba. Durante cuatro minutos no hubo nada más
en el mundo...
En el silencio que daba
paso a la siguiente pista de audio, se detuvo en seco y abrió los
ojos volviendo a la realidad. Comprobó de nuevo que no hubiera nadie
cerca; se moriría de vergüenza si alguien la viera. Nadie, de nuevo
esa soledad que tanto la consolaba. Salió del recinto sin mirar
atrás y volvió a casa con cierta prisa; se acercaba la hora de
comer y aún tenía que hacer la compra.
Por la tarde, cuando
salía hacia la clase de piano, coincidió en el ascensor con un
muchacho. Ella, tímida, como siempre, le sonrió y volvió a perder
la mirada en los botones de cada planta. Él, que ya la conocía de
vista, se atrevió a iniciar la conversación. No hablaron del tiempo
ni de la crisis; el muchacho simplemente sacó de su mochila el mp3,
activó el minúsculo altavoz y dejó que sonara «No ordinary love»,
de Sade.
―¿Son tus cuatro
minutos? ―Preguntó sin rodeos.
Ella se quedó cortada,
no pudo evitar que sus mejillas se sonrojaran, no sabía qué decir,
solo que la próxima vez que fuera a bailar al parque ―si se
atrevía― debía comprobar mejor los alrededores.
―Yo... ―No
encontraba las palabras adecuadas.
―No te preocupes,
guardaré tu secreto. A cambio, concédeme un baile.
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