lunes, 5 de diciembre de 2011

Vida por vida

Aquel invierno había empezado antes de lo esperado. El otoño duró lo que un suspiro dejando paso al frío, a la noche temprana y el brasero de la mesa camilla. Elena se había trasladado hacía poco a la casa de su abuela. La vivienda, pendiente de muchos arreglos, tenía un patio en la parte trasera al que apenas salía; su suelo, vencido por el tiempo, necesitaba un repaso y con el hielo se hacía especialmente peligroso.
Por las noches miraba por la ventana de su dormitorio helado, cubierta por un mar de mantas gruesas. Deseaba que su destino fuera otro, pero el paro y las deudas con el banco, la habían obligado a volver al pueblo. Vivía aquella casa como su vergüenza última, se sentía igual: achacosa y desvencijada, haciendo un esfuerzo por sobrevivir. Dejaba pasar los días entre los quehaceres de la casa sin hacer un solo ruido, ni radio ni televisión. No leía ni escribía, apenas encendía luces y tampoco salía a hacer la compra, prefería que se la trajeran a casa con tal de no hablar con nadie, ―«Olvidaré mi voz», se decía―; tampoco cantaba, como solía hacerlo cuando era joven. Sus únicos compañeros de fatigas eran los crujidos constantes de las vigas que se quejaban de la humedad.
Una tarde, poco después del café, oyó un ruido fuera. Se asomó al patio, pero no vio nada. De vuelta a la cocina volvió a escuchar como si alguien rascara la puerta trasera. Dudó que fuera un ladrón, qué se iban a llevar si solo tenía miseria. Ante la insistente llamada, dedició abrir la puerta de madera no sin esfuerzo pues estaba hinchada tras la última nevada. Frente a ella, tiritando de frío, había un gatito negro. Ambos se quedaron un rato quietos mirándose. El felino no se atrevió a dar un paso y ella no supo cómo reaccionar. No quería compañía, apenas tenía para mantenerse ella sola, pero el estado del animal, desnutrido y canijo, conmovió su corazón. Con la puerta aún abierta, pasó al aseo a buscar una toalla con la que recogió al pequeño entre sus brazos. Lo secó con cuidado, repasando su frágil cuerpo para asegurarse de que no viniera acompañado. El gatito se quedó dormido con tanto mimo. Cuando empezó a ronronear, Elena dejó escapar la primera sonrisa después de mucho tiempo.
Cuando llegó la primavera todo en aquella casa había cambiado: La mujer había recuperado las ganas de vivir, de hacer cosas, había encontrado trabajo y reformado el tejado para acallar sus protestas; soló el suelo del patio y colocó allí una sombrilla y una mecedora con unos cojines cómodos donde ella y Vida, su gato negro, se echaban la siesta a diario.
La gente pensó que aquel cambio se debía a que Elena se habría hecho novia con algún muchacho del pueblo; pero no, solo ella sabía que el amor incondicional que su gato le entregaba a cambio de haberle salvado la vida era lo que había salvado la suya.

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