Por las noches miraba por la ventana de
su dormitorio helado, cubierta por un mar de mantas gruesas. Deseaba
que su destino fuera otro, pero el paro y las deudas con el banco, la
habían obligado a volver al pueblo. Vivía aquella casa como su
vergüenza última, se sentía igual: achacosa y desvencijada,
haciendo un esfuerzo por sobrevivir. Dejaba pasar los días entre los
quehaceres de la casa sin hacer un solo ruido, ni radio ni
televisión. No leía ni escribía, apenas encendía luces y tampoco
salía a hacer la compra, prefería que se la trajeran a casa con tal
de no hablar con nadie, ―«Olvidaré mi voz», se decía―;
tampoco cantaba, como solía hacerlo cuando era joven. Sus únicos
compañeros de fatigas eran los crujidos constantes de las vigas que
se quejaban de la humedad.
Una tarde, poco después del café, oyó
un ruido fuera. Se asomó al patio, pero no vio nada. De vuelta a la
cocina volvió a escuchar como si alguien rascara la puerta trasera.
Dudó que fuera un ladrón, qué se iban a llevar si solo tenía
miseria. Ante la insistente llamada, dedició abrir la puerta de
madera no sin esfuerzo pues estaba hinchada tras la última nevada.
Frente a ella, tiritando de frío, había un gatito negro. Ambos se
quedaron un rato quietos mirándose. El felino no se atrevió a dar
un paso y ella no supo cómo reaccionar. No quería compañía,
apenas tenía para mantenerse ella sola, pero el estado del animal,
desnutrido y canijo, conmovió su corazón. Con la puerta aún
abierta, pasó al aseo a buscar una toalla con la que recogió al
pequeño entre sus brazos. Lo secó con cuidado, repasando su frágil
cuerpo para asegurarse de que no viniera acompañado. El gatito se
quedó dormido con tanto mimo. Cuando empezó a ronronear, Elena dejó
escapar la primera sonrisa después de mucho tiempo.
Cuando llegó la primavera todo en
aquella casa había cambiado: La mujer había recuperado las ganas de
vivir, de hacer cosas, había encontrado trabajo y reformado el
tejado para acallar sus protestas; soló el suelo del patio y colocó
allí una sombrilla y una mecedora con unos cojines cómodos donde
ella y Vida, su gato negro, se echaban la siesta a diario.
La gente pensó que aquel cambio se
debía a que Elena se habría hecho novia con algún muchacho del
pueblo; pero no, solo ella sabía que el amor incondicional que su
gato le entregaba a cambio de haberle salvado la vida era lo que
había salvado la suya.
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