miércoles, 18 de abril de 2012

La mudanza

La luz entraba perezosa a través de los grandes ventanales del salón. Los estantes marcados por el polvo mostraban la huella de la infinidad de recuerdos que ahora dormían apilados en cajas de cartón. Ya no había cortinas que ocultaran secretos, ni alfombras bajo las que esconder la vergüenza. El resto permanecía como el primer día: las baldosas deslucidas en geométrica composición, los cables desnudos colgando del techo y el rodapié vencido bajo el radiador. La casa que había sido tan suya, dejaba de serlo. La sensación de vacío y, a la vez, de alivio se hacía fuerte en el ambiente.
Adela se sentó sobre la maleta aprisionando la colección de novela histórica haciendo que el tiempo se detuviera para cada uno de los tomos. Cuando consiguió cerrarla, oyó un último quejido del Cid que en eco mudo puso fin a toda discusión. Se levantó dolorida, llevaba varias jornadas empaquetando sus cosas, vaciando cajones, haciendo un viaje tras otro trasladando su vida a su nuevo hogar: más pequeño, más alejado de todo, sobre todo de él.
Tardó una hora en bajarlo todo al coche. Con los bultos colocados aprovechando hasta el más mínimo hueco y la llave en el contacto, decidió regresar, sentía que olvidaba algo. Volvió a repasar cada rincón, abrió todos los armarios, recorrió cada pasillo, miró en los baños, en la cocina... Pero no encontró nada. Ya no quedaba rastro de su paso por aquellos años donde apenas recordaba un momento de felicidad. Antes de marcharse escribió sobre la libreta una nota a modo de despedida: «Solo dejo olvidados mis recuerdos».

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