Llegué
del trabajo más cansado que de costumbre. Accedí al destartalado
edificio por inercia; cuando quise darme cuenta estaba abriendo el
buzón, pasando una carta tras otra como si de una baraja se tratara:
facturas y más facturas; lo único que ponía una nota de color era
la publicidad de Carrefour. Eché mano al bolsillo y conté el poco
suelto que llevaba: cuatro euros y treinta y dos céntimos para pasar
el resto del mes. Por más que repasara las ofertas, mi pequeña
fortuna apenas daba para unas galletas y café. Subí las escaleras
hambriento, con el peso de la pobreza a mis espaldas.
Eran
más de las diez de la noche, pero aún se podía percibir el olor de
la cena de cada uno de mis vecinos; mis tripas rugieron adivinando lo
poco que me esperaba en la nevera. Me detuve en la primera planta y
me pegué a la puerta de Adela. La mezcla de rape y queso contrastaba
con el aroma del melocotón recién cortado. Ella era joven y
hermosa, cuidaba su aspecto haciendo deporte a diario, además tenía
un buen trabajo que le permitía darse lujos culinarios. La imaginé
en su cocina, vestida simplemente con un salto de cama de seda,
agitando los ingredientes de la masa de los crêpes con un ímpetu
que permitía adivinar cada una de sus curvas. Hubiera tomado uno a
uno los trozos de fruta y recorrido su anatomía con lascivas
intenciones. Mi cuerpo reaccionó con una erección que me hizo
despertar de la fantasía. Seguía pegado a la puerta, babeando
inconscientemente. La odié y la deseé en igual medida.
De
repente, la puerta de enfrente se abrió y, escondiendo mi vergüenza,
continué mi camino hacia casa farfullando un maltrecho «buenas
noches» sin mirar a la cara a don Ramón. Ascendí despacio,
controlando mi respiración e intentando olvidar a Adela y su
melocotón.
En la
segunda planta, un olor pestilente abofeteó mi cara. Pescado asado y
ensalada de cebollas, ¿quién sería capaz de hacer semejante
mezcla? Mi instinto acertó a la primera: la señora Ovidia. Había
perdido el olfado después de dedicar toda su vida a pastorear ovejas
junto a su esposo. Volvió a mi mente la imagen del salto de cama de
seda, pero esta vez no resultó tan excitante. La mujer era oronda,
ajada por el paso de los años y marcada por los malos tratos a los
que su difunto la había sometido durante mucho tiempo. Ahora vivía
con la única compañía de tres gatos tan ariscos como ella para los
cuales cocinaba sabrosos platos. La imaginé, inevitablemente en ropa
interior, pero cubierta por una amplia bata de flores que ocultaba la
asimetría de sus carnes, compartiendo mesa con sus felinos.
Los
maullidos de los animales delataron mi presencia. Doña Ovidia se
acercó a la puerta y preguntó desde dentro si había alguien allí;
antes de que pudiera dar media vuelta, la mujer abrió:
―Hombre,
Marce, ¿cómo estás?
―Buenas
noches ―respondí tímidamente.
Los
gatos, sin salir del piso, me regalaron flores y arquearon el lomo en
señal de aviso. Está claro: nunca les he gustado.
―Chico,
qué mal te veo. Estás más delgado. ¿Quieres pasar y cenar algo?
En
cuanto percibí su aliento me entraron ganas de llorar como si yo
mismo hubiera cortado las cebollas.
―No
se preocupe, solo estoy cansado. Hoy he
tenido jornada continua y no he
parado a comer.
―Vamos,
mis niños, volvamos a casa ―dijo sin despedirse de mí,
dirigiéndose a sus mascotas que, mirándome amenazantes, recularon
hacia el interior de la vivienda.
De nuevo solo en el
descansillo, inspiré con fuerza para limpiar mis pulmones con aire
fresco, pero el hedor que permanecía en el ambiente me obligó a
escapar de allí. Cruzó por mi mente la idea de volver al primer
piso, junto a la apetecible Adela, pero tener que volver a pasar por
la segunda planta me hizo descartarla rápidamente. Decidí seguir
subiendo, necesitaba llegar a casa y descansar mi carga.
En la tercera coincidí con
mi vecino de planta. Dyctor, como se le conoce en la
comunidad, es realmente Víctor, «el borracho de la escalera».
Cuarenta y cinco años enganchado a la botella le habían convertido
en una sombra. Vivía con su madre que, resignada, aguantaba los
desaires y las borracheras de su hijo. Sin llegar a casa, adiviné no
lo que había cenado, sino lo que había comido, pues a cada paso que
daba, con cada escalón, dejaba caer sutilmente un pedo. Su madre
habría cocinado sus famosas judías blancas con almejas que en más
de una ocasión había compartido conmigo apartándome una ración
generosa. La mezcla de las ventosidades y su respiración ahogada en
Dyc me dieron qué pensar; las almejas debían de estar borrachas en
su estómago. Quería sentir pena por él, pero no podía; Víctor
disponía de la pensión de sus padres que le daba para vivir
cómodamente y salir de borrachera cuando el cuerpo se lo pidiera,
que era prácticamente a diario. Sin embargo, yo tenía que
sobrevivir con un sueldo mísero, rezando para llegar a fin de mes,
pero de plegarias no se come.
No cruzamos ni una sola
palabra. Dudo que él fuera capaz siquiera de vocalizar su nombre.
Simplemente nos miramos y nos cedimos el espacio suficiente para que
pasáramos todos sin problema: él con sus aireados amigos y yo con
mis rugidos voraces nacidos del hambre.
Cada vez se me hacía más
difícil subir a casa. Los últimos encuentros habían desembocado en
una desesperación estomacal. Repasé mentalmente la alacena, lo
único comestible que tenía era una lata de fabada asturiana,
probablemente caducada. Me sentí como el bote: solo, frío y pasado
de fecha. Pensé en la absurda idea intercambiar contenidos con él:
yo me quedaría con las asquerosas fabes prefabricadas y él con mis
facturas. Empezaba a desvariar, el cansancio y la necesidad hacían
mella en mi ánimo.
Cuando llegué a la cuarta
planta, empeñado en mis disparatados planes gastronómicos, algo
llamó mi atención: la puerta del señor Aurelio, el abuelo de la
comunidad, estaba entreabierta. Un olor embriagador me atrapó por
completo; afiné mis sentidos: solomillo al brandy. No era mi
intención allanar su casa, pero ya en la entrada mi estómago
reclamó atención con un agudo pinchazo que me hizo doblarme.
Levanté la mirada aún en esa posición y pude ver sobre el suelo la
mano regordeta de don Aurelio. Entré en la vivienda y cerré la
puerta tratando de no hacer ruido. No soy ningún entendido, pero
por el gesto del anciano y su mano izquierda apretando el pecho,
supuse que habría muerto de un ataque al corazón.
Sobre la mesa del comedor, un
gran plato todavía humeante me llamaba a gritos. Tomé asiento y sin
quitarme los guantes, cogí solemnemente los cubiertos y empecé a
trocear la carne despacio, haciendo la autopsia al suculento filete.
Corté pan, mojé la salsa y saboreé cada trozo despacio, como si de
la última cena de un condenado a muerte se tratara. De vez cuando,
paraba para saborear el vino de Rioja; la primera vez brindé por mi
anfitrión, las siguientes lo olvidé por completo. Cuando terminé,
guardé la servilleta que había utilizado en el abrigo y me acerqué
a la cocina por si había algo con lo que rellenar mi frigorífico.
Cogí una par de cervezas y algunas piezas de fruta. Antes de salir,
me despedí cortésmente de don Aurelio dejando la puerta tal y como
la había encontrado.
Al llegar a casa, satisfecho,
me senté sobre el sillón y mordisqueé con pasión uno de los
melocotones de mi vecino, rememorando mi fantasía con Adela. Como
decía mi abuela: «Comidos nosotros, ya no hay hambre en el mundo».
No hay comentarios:
Publicar un comentario