―¡Me
cago en la...! ¡Ya es el segundo día! ¿Por qué no habré subido
por las escaleras? ¡Me cago en la madre que...!
―Ejem
―una mujer forzó dulcemente un carraspeo que detuvo la blasfemia que
ascendía desde mi estómago.
Dudé
durante un instante: ¿debía disculparme y volverme, o invertir el
orden? Su voz, a pesar de la llamada de atención, se me antojó
amable. Mientras me volvía, la escasa iluminación terminó por
rendirse a la evidencia y quedamos en una obscuridad absoluta. No
hubo forma de detener la inercia de mi movimiento; inevitablemente,
nuestros cuerpos chocaron y la onda expansiva rebotó contra las
paredes volviendo cargada de deseo.
―Discúlpeme,
no pretendía... ―le dije sin huella de arrepentimiento.
―No
se preocupe. El ascensor volverá a funcionar enseguida, anteayer
también me quedé encerrada; debe ser una avería que no terminan de
arreglar.
Me
separé lo necesario para que nuestros cuerpos no se tocaran a pesar de
que el mío reclamaba justo lo contrario. Busqué el pulsador de
emergencia, pero mis manos impacientes fueron a dar con tercer en botón
de su camisa...
―Ejem...
―volvió a carraspear sin mucha convicción.
―¡Oh,
Dios mío! Perdóneme, no, no... Se va a hacer una idea equivocada de
mí. Yo no...
―¿Idea?
Lo tengo complicado, lo único que he visto de usted ha sido su
trasero ―comentó acompañando con una leve risita.
―Lleva
razón. Perdone, subí con cierta prisa.
―No
hay problema. Dígame, ¿cómo es? Me gusta mirar a los ojos de la
gente con la que hablo y, de momento, lo tenemos complicado.
―Si
le digo que soy alto, rubio y de ojos azules, ¿me creería?
―No
del todo, es moreno, en eso sí me he fijado.
―¡Vaya!
Pensé que había reparado solo en mi culo.
Ambos
reímos. La situación era, como poco, inusual; ligar en un ascensor
no era uno de mis hobbies favoritos. Después, un espeso silencio se
unió a nosotros. Era incómodo; podía oír como respiraba, rítmica y calmada, excitándome con cada inspiración.
―Perdona,
creo que... ―ambos rompimos el hielo a la vez mezclando nuestras
voces.
―Por
favor, habla tú ―deseaba sentir el ritmo de sus palabras.
―No
te preocupes, era una bobada.
«Una
bobada»; sus palabras resonaron en mi cabeza que empezó a
transformar la expresión en cualquier otra que rimara e implicara el
tacto de su piel, de su boca. Me decidí, no tenía nada que perder.
Ya la había tocado en dos ocasiones y parecía no haberse
disgustado. Me acerqué de nuevo con la excusa de buscar la baranda
para descansar un poco. De nuevo el choque, de nuevo la pasión que
encendió nuestros cuerpos.
―No
hables ―me dijo dulcemente mientras me quitaba la chaqueta del
traje.
―Pero...
―me ruboricé, no sabría explicar porqué.
―Tranquilo,
no haremos nada que no quieras, es solo por pasar el rato ―afirmó
como si fuera lo más normal del mundo al terminar de desabrochar mi
camisa.
―Un
buen rato, sí, pero y si... ―mi miedo a que nos pillaran en plena
faena empezaba a ser mayor que mi deseo. Mi erección empezaba a
peligrar.
―Vamos,
cariño, no seas remilgado; como poco estaremos aquí otros quince
minutos ―vaticinó mientras rodeaba con su lengua mi pezón
izquierdo.
―¿Sólo
quince? ―pregunté entre sorprendido e inquieto.
Ella
rió sin dejar de manosearme. Solo necesitó tres segundos para
desabrocharse la camisa. Colocó las mías sobre su sujetador, pude
notar sus pezones firmes, sus pechos turgentes asomando por encima de
la puntilla. Nos besamos apasionadamente. Descubrí con prisa cada
parte de su anatomía, el tiempo apremiaba. Cuando llegué al bajo de
la falda, me puse de rodillas frente a ella y fui ascendiendo con la
lengua hasta llegar al liguero que sujetaba sus medias. Mi
nerviosismo me jugó una mala pasada, no atiné a desabrocharlo.
―Déjame
a mí ―dijo entre jadeos.
―Espera
un segundo, lo intento otra vez.
Nuestra
impaciencia hizo que ambos, sin saberlo, nos moviéramos con fuerza
llevados por el frenesí que envolvía el momento, con tan mala suerte
que nuestras cabezas acabaron chocando bruscamente. Ella cayó al
suelo, yo eché mano a la frente, noté el líquido, la sangre que
caía sobre mi ceja. La mera idea hizo que me desmayara sobre ella.
Justo en ese instante el ascensor volvió a funcionar.
―¡Despierta,
imbécil! ―gritó mientras intentaba espabilarme dándome tortas en
la cara, manchándose con la sangre que seguía manando de mi cabeza.
―Qué...
¿qué ha pasado? ―balbuceé.
Cuando
conseguí recuperar la consciencia, la puerta del ascensor se abrió.
Varios bomberos; Santi, el de seguridad; un par de recepcionistas;
Jorge, mi compañero de trabajo y otros cuantos miraban atónitos la
escena.
―Si
no les importa, cojan el siguiente.
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