Ir a la playa era ese
viaje dentro de otro viaje: preparar bolsas repletas de toallas, los
potingues pre y post baño,
los bocadillos, la nevera y el inevitable madrugón para que todos,
mayores y pequeños, encontráramos nuestro sitio en el mundo. Al
principio me gustaba, al menos así lo creo, pero con el tiempo
empecé a detestar las prisas, el olor de las cremas, el pastoso
sabor de la sal y, sobre todo, a la gente que parecía perder la
visión al llegar allí.
Lo
único que consolaba mis pataletas en aquellas citas obligadas era el
tacto de la arena; dedicaba mi tiempo a cavar pequeños hoyos con las
manos que luego rellenaba con los tesoros que encontraba durante los
paseos con mi abuelo: gomas de pelo, algún pendiente cojo y conchas
de distintos tamaños. Mantenía la extraña idea de que, si al
verano siguiente era capaz de encontrar alguno de aquellos
escondites, sería la niña más afortunada, así que siempre, antes
de tapar el agujero, me cercioraba de marcarlo con una equis en mi
mapa mental.
En
la última tarde de playa, en mi última excavación, justo cuando
mis padres corrían junto a otras personas hacia la orilla para
observar a un socorrista que traía entre sus brazos el cuerpo inerte
de un niño pequeño... Justo cuando mi madre gritó el nombre de mi
hermano y mi padre cayó de rodillas provocando el terremoto... Justo
en ese momento, me arrastré hasta nuestra sombrilla y cogí su
muñeco favorito. Volví al agujero y cavé, cavé más profundo que
nunca, y allí enterré su memoria para siempre.
3 comentarios:
Qué bonito y qué triste
joooo, me he quedado de piedra... qué triste... pero que bonito!
Angustioso y muy bien escrito. El anónimo es Panchi
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