miércoles, 5 de diciembre de 2012

La casa

La casa vieja y destartalada era una cicatriz en el calle principal de Herencia. La herida, siempre abierta, permanecía en el interior. La autoridad con la que la abuela gobernaba la casa y a todos sus habitantes se hacía patente en cada rincón. «Austeridad» era su palabra favorita. No había adornos ni cuadros colgados, ni siquiera fotografías o retratos. Un manto grisáceo lo cubría todo, el polvo era el único ornamento. Jamás se cambió nada desde que se abrieron sus puertas y se cerraron sus ventanas, los muebles comidos por la carcoma pedían auxilio a gritos, la anea de las sillas descubría sus hojas secas como venas muertas, no había calefacción ni agua corriente. Se respiraba frío de forma constante, quien entraba a la casa no volvía a ser el mismo. Un detalle escapaba a la mirada severa de la matriarca: el papel pintado que en el algún momento lució en las paredes intentaba escapar a imperfectas manos de pintura. Las pequeñas florecillas impresas, muchas marchitas, asomaban tímidamente invitándome cada vez que bajaba las escaleras a descubrir el jardín oculto.

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